El cuerpo: inspiración y genealogía en «El hacedor» de Borges
Introducción
A partir de una breve reflexión acerca de la concepción homérica del cuerpo, en el presente artículo proponemos un análisis de las maneras en que aparece la inspiración y la muerte en el libro El hacedor de Jorge Luis Borges. Las ideas de George Steiner acerca del escritor argentino así como el concepto de máscara nos permiten remarcar algunas singularidades que supone este libro en el conjunto de la obra de Borges. En paralelo a la figura de la máscara, para finalizar, señalamos las formas en que funcionan el nombre propio y la genealogía, así como su vínculo con la muerte.
1. Concepciones del cuerpo
En la obra de Homero, como señala el gramático y filólogo griego Aristarco de Samotracia, la concepción unificada del cuerpo está ausenteVéase, MARTÍNEZ SAURA, Fulgencio, « La Ilíada y el Corpus Hippocraticum », en Espacio, tiempo y forma. Serie II. Historia Antigua, Nº 9, 1996, pags. 169-194. Para ser más exactos, habría que señalar que cuando Homero designa al cuerpo unificado lo hace para representarlo como cadáver. La concepción de un cuerpo unificado y vivo es tardía, al parecer no surge en Grecia hasta el periodo clásico.
Homero se refiere al cuerpo a través de sus fragmentos, sobre todo, a través de las extremidades y de las articulaciones. Así, por lo tanto, puede deducirse que el cuerpo para él no es una unidad orgánica sino una multiplicidad de fragmentos. Es curioso notar cómo la suma de los fragmentos no produce un todo sino, más bien, la muerte: la completitud lleva irremediablemente, como una marca del destino, al cadáver. De este modo, esbozamos una dicotomía en la forma de pensar el cuerpo: por un lado, la unidad corporal se relaciona con lo mortuorio; por otro lado, la fragmentación, con la vida y el movimiento.
A su vez, Homero entiende el cuerpo fragmentado como poroso: son los Dioses quienes se apoderan de esas articulaciones y fragmentos del cuerpo para darle movimiento y hacerlo reaccionar, hacerlo vivir. Detrás de los actos de un sujeto hay entonces un Dios que da vida; sin esa inspiración, el cuerpo se ausenta, se mortifica, en resumidas cuentas, se vuelve un cadáver. Sin embargo, a pesar de lo que pueda considerarse, ese arrebato de los Dioses, esa inspiración divina no vacía de responsabilidad al sujeto frente a su acto: la inspiración no exime de responsabilidades al inspirado; el sujeto debe dar cuenta de aquello que lo hace mover y vivir. Al estilo de los prodigios, los Dioses se manifiestan en este mundo a través de las articulaciones corporales de los sujetos sin evitar, por tanto, que el sujeto se haga cargo de sus actos. Siguiendo esta lógica, aquel que es soñado no puede excusarse detrás de su soñador; así, el soñador y el soñado, el inspirador y el inspirado están conectados (incluso, condenados) en sus destinos.
2. La máscara de El hacedor: el cuerpo habitado
Evocamos estas conceptualizaciones acerca del cuerpo porque entendemos que podemos pesquisarlas en la obra de Jorge Luis Borges, sobre todo, en su libro El hacedor. Suele afirmarse que los mejores textos borgeanos fueron producidos en los años cuarenta, con los libros de cuentos Ficciones (1944) y El aleph (1949). Incluso, algunos extienden ese periodo crucial de su obra a los primeros textos de los años cincuenta, considerando así, entre otros libros, los ensayos de Otras inquisiciones (1952). Sin embargo, El hacedor (1960) implica un punto de quiebre en la obra del escritor, que podemos entender como fundamental.
En primer lugar, teniendo en cuenta sus propias palabras, el libro ocupa un sitio privilegiado dentro del conjunto de su obra: « De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colectiva y desordenada silva de varia lección precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones »BORGES, Jorge Luis, El hacedor [1960], Madrid, Alianza Editorial, Biblioteca Borges, El libro de bolsillo, 2003, p. 128.. El reflejo del que habla Borges nos evoca su obsesión por los espejos (muy presente en El hacedor, el texto Espejos velados y el poema Los espejos son algunos ejemplos de este tema que se repite). A su vez, las interpolaciones y el carácter fragmentario del libro, compuesto por textos breves, argumentaciones filosóficas y diversos poemas, son el símbolo del conjunto de su obra: Borges siempre escribió textos cortos, constituyendo una obra fragmentaria que, al mismo tiempo, contiene una fuerte unidad de sentido y coherencia.
El carácter personal que Borges le atribuye al libro debe entenderse en el sentido en que él concibe la identidad: como una máscara, un simulacro, un reflejo. No es casual que Borges utilice la palabra “personal” ya que la palabra “persona”, en su etimología, significa “máscara”. Lo personal del libro se pesquisa en las máscaras que crean el narrador y el yo poético, así como en las marcas que esas máscaras producen en quien narra. De hecho, es la idea con la que Borges cierra el libro: « Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara (p. 128-129) ». El inspirador y el inspirado están ligados por el mismo destino, y es el momento de la muerte en donde irrumpe esa evidencia.
El segundo punto por el cual podemos señalar El hacedor como un momento de quiebre en la obra borgeana es apuntado claramente por George Steiner: al año siguiente de la publicación del libro, en 1961, Borges, junto a Samuel Beckett, recibe el premio Formentor y enseguida se convierte en celebridad mundial. El lugar que ocupa ahora Borges produce en George Steiner una sensación de nostalgia: « Inevitablemente, la fama mundial de Jorge Luis Borges nos produce la íntima sensación de haber perdido algo. Como sucede cuando una imagen largo tiempo atesorada (…), una pieza de coleccionista para la contemplación íntima y sólo para ella, se convierte en un espectáculo panorámico para hordas de turistas »STEINER, George, Extraterritorial [1968], Madrid, Ediciones Siruela, 2002, p. 35 . La fundación del mito genera la pérdida de lo íntimo. De hecho, Borges mismo apunta que cuando sólo vendía treinta y siete ejemplares de alguno de sus libros quería decir que detrás de ese número había lectores reales, concretos. Es curiosa la manera en que Borges vincula lo concreto con lo imaginable: puesto que es factible imaginar treinta y siete personas, estas personas son materiales y concretas. Por el contrario, según Borges, vender, por ejemplo, dos mil ejemplares es igual a no vender ninguno: se trata de un número demasiado amplio para ser captado y comprendido por la imaginación. Se abre la paradoja: cuantos más lectores, menos lectores. Entonces, siguiendo esta lógica, Borges y Steiner concluyen que tener diecisiete o, incluso, siete lectores sería mucho mejor porque le daría consistencia a esos sujetos.
Esta reflexión acerca de lo finito y lo infinito, de lo singular y de lo colectivo, de lo etéreo de lo corpóreo aparece claramente desarrollada en el texto Argumentum ornithologicum, presente en El hacedor: detrás de la imposibilidad de establecer con justeza el número exacto de los pájaros que componen una bandada se encuentra la existencia de Dios. El narrador no sabe cuántos pájaros ha visto en la bandada, entonces conjetura lo siguiente: « Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de un uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe (p. 22) ».
La celebridad ganada por Borges, señala Steiner, implica también un cambio en su postura en el mundo: Borges se convierte en notable conferenciante. Ahora bien, esta nueva postura borgeana también tiene que ver con un acontecimiento del cuerpo: su ceguera le cambia el estilo de escritura y lo vuelca al campo de las conferencias.
En el origen de la celebridad, y conjuntamente con la ceguera, se produce un interesante efecto definido por Steiner como la “santificación de su otro yo”Ibid., p. 37 . Este efecto aparece claramente en Borges y yo, texto que también forma parte de El hacedor: « Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico (p. 61) ». Por un lado, hay un Borges corporal, que camina y se relaciona con los objetos. Por el otro lado, ese “yo santificado”, ese “otro Borges” está marcado por el nombre y por la literatura: « Seria exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica (p. 61) ». Surge así una relación dialéctica entre, por un lado, el cuerpo en movimiento y vivo, y por otro, el nombre propio, la nominación que mortifica. En síntesis, se trata de un efecto similar al que marcamos acerca del dualismo en la concepción corporal en Homero: el cuerpo fragmentado e impuro vive en fuga; el cuerpo completo y puro, se detiene y se eterniza: « Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro (p. 62) ». El causante de la inspiración, en movimiento y fuga constante, pierde su identidad frente a otro que tampoco es indiviso. El inspirador y el inspirado mantienen una relación estrecha, inseparable: el cuerpo busca, se fuga, inspira, se desplaza, abre series metonímicas; por el contrario, el nombre, Borges, al nombrar, detiene la serie y mortifica, se apodera de algo que no le corresponde: la eternidad y la inmortalidad surgen, Borges se convierte en actor y en simulacro de sí mismo.
En efecto, Borges es un simulacro y un actor porque su escritura no le pertenece: « Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición (p. 61-62) ». El lenguaje y la tradición funcionan como los Dioses que inspiran al escritor, vaciando de ese modo la posibilidad de la pertenencia de la propia obra: la idea de pertenencia se desplaza constantemente ya que el lenguaje, al ser algo que nos viene del Otro, nos deja en un lugar de alienación. De hecho, en el poema Ariosto y los árabes se marca desde el inicio la imposibilidad de la originalidad y de la autoría:
Nadie puede escribir un libro. Para
que un libro sea verdaderamente,
se requieren la aurora y el poniente,
siglos, armas y el mar que une y separa (p. 102).
El proceso de metamorfosis que va desde el cuerpo del yo narrador hacia el otro, hacia el Borges que se convierte en un nombre propio, también se constata en los objetos: en el texto Mutaciones el narrador se pregunta por la fascinación que genera el pasaje del elemento al símbolo: « Cruz, lazo y flecha, viejos utensilios del hombre, hoy rebajados o elevados a símbolos; no sé por qué me maravillan, cuando no hay en la tierra una sola cosa que el olvide borre o que la memoria no altere y cuando nadie sabe en qué imágenes lo traducirá el porvenir (p. 44) ». La pregunta de Borges apunta al surgimiento del aura del objeto; o para decirlo de otro modo, al pasaje de un cuerpo completo y muerto, un cadáver, a un cuerpo fragmentado y vivo, un cuerpo inspirado, poseído. En la observación borgeana del mundo se comprueba aquella paradoja señalada por Jacques LacanLACAN, Jacques, Livre XI : Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse [1973], Paris, Éditions du Seuil, Collection Points Essais, 1990, p. 79-91. acerca de la esquicia del ojo y la mirada: cuando se observan los ojos, lo material, se pierde de vista la mirada, lo inmaterial, y cuando se observa la mirada se pierden de vista los ojos. El poema El reloj de arena pone en evidencia ese lugar descentrado que ocupa el observador frente al objeto que nos fascina:
¿Quién no se ha demorado ante el severo
y tétrico instrumento que acompaña
en la diestra del dios a la guadaña
y cuyas líneas repitió Durero? (p. 67).
Ese tétrico instrumento, debido a su posición y debido a que mide lo inmaterial, el tiempo, deja de ser un mero instrumento, e inspirado por los dioses, se humaniza:
Hay un agrado en observar la arcana
arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana.
La arena de los ciclos es la misma
e infinita es la historia de la arena;
así, bajo tus dichas o tu pena,
la invulnerable eternidad se abisma (p. 67).
Desde este punto de vista, podemos afirmar que, en este libro, los objetos no son carentes de alma. Por el contrario, el alma de los objetos le permite a Borges equiparar objetos y hombres. Así lo hace en In memoriam J. F. K: « Antes, la bala fue otras cosas, porque la transmigración pitagórica no sólo es propia de los hombre (p. 126) ». La transmigración de las almas no es más que una de las formas de la metempsicosis: la doctrina que, basándose en una triple constitución del hombre (alma, espíritu y cuerpo), postula el traspaso de elementos psíquicos de un cuerpo a otro luego de la muerte. Al evocar la metempsicosis, Borges no sólo se refiere a los pensadores griegos sino que también apunta a la figura de un escritor, y especialmente a un libro, al que admiraba: en el Ulises de James Joyce la metempsicosis es leitmotiv.
Siguiendo con los elementos que nos permiten subrayar la importancia de El hacedor, podemos señalar, en tercer lugar, que todos estos cambios que se producen en Borges y que aparecen claramente en este libro, ubican al escritor en un lugar de extraterritorialidad. Al respecto, George Steiner señala: « Cada cambio trae consigo su propia atmósfera persuasiva; sin embargo, todas esas máscaras son Borges, quien se deleita en hacer extensivo el sentimiento de extranjería y de lo misteriosamente entremezclado a su propio pasado »STEINER, George, op. cit., p. 40.. Lo interesante de la metamorfosis borgeana consiste en su identidad: es un cambio paradójico ya que detrás siempre aparece la misma figura, Borges y sus obsesiones. No es casual que el texto elegido para abrir el conjunto, aquel en donde se define el hacedor, el que lleva el mismo título que el libro, evoque la ceguera: « Cuando supo que se estaba quedando ciego, gritó; el pudor estoico no había sido aún inventado y Héctor podía huir sin desmedro (p. 10) ». Sin embargo, Borges habla de su propia ceguera a través de otra de sus máscaras, en este caso, Héctor. La asunción subjetiva se realiza a través del otro. La ceguera lo ubica en una serie arquetípica; en el poema de los dones niega el azar en su ceguera y se equipara con Groussac, otro escritor ciego, otro director de la Biblioteca Nacional Argentina:
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido (p. 65).
La similitud no es fruto del azar sino manifestación de la voluntad divina y puesto que la expresión artística es producto del deseo de un Otro, del universo de la literatura y del lenguaje, una vez más se duda de la autoría de una obra. El sujeto vive en un universo abierto, conectado con todos sus elementos. Encontramos en Borges la tríada cuerpo-casa-cosmos. En el caso de Borges, esta tríada se manifiesta a través del cuerpo del escritor, de la Biblioteca (la casa del escritor) y del cosmos (el universo de escritores y personajes literarios). En ese cosmos literario la frontera entre los autores y los personajes se diluye. Por eso vemos que en el poema dedicado a Alfonso Reyes, In memoriam A. R., pone en un pie de igualdad a personajes literarios y a los autores:
Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno (p. 91).
La disolución de la frontera entre personajes y autores implica, asimismo, que el lector también se ubique en ese terreno extenso, en ese cosmos. En el libro encontramos varios textos que juegan con esta idea de borrar la frontera entre personaje, autor y lector: Un problema y Parábola de Cervantes y Quijote son buenos ejemplos de este tema. En Un problema, frente a la conjetura acerca de cómo reaccionaría don Quijote frente a un muerto, la reflexión borgeana concluye de la siguiente manera: « Don Quijote -que ya no es don Quijote sino un rey de los ciclos del Indostán- intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el universo (p. 36) ». Por su parte, en Parábola de Cervantes y Quijote, Borges equipara, en cierto sentido, el lugar tanto de Cervantes como del personaje don Quijote; sobre los dos, Borges afirma: « No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto (p. 46) ». Acto seguido, Borges define este vínculo entre la literatura, la realidad, el cosmos y el mito: « Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin (p. 46) ».
El cosmos se encuentra en la Biblioteca y es calificado como un “paraíso” en Poema de los dones. No es difícil encontrar en Borges la metáfora del universo como una Biblioteca. En el caso de El hacedor, en las primeras líneas, en la dedicatoria del libro, se observa esta frase, que en cierta manera es una declaración de principios: « Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca (p. 7) ». El escritor para conectarse con el cosmos (encarnado, en este caso, en el destinatario de la dedicatoria, Leopoldo Lugones) se aparta del mundo material, la plaza, y se encierra en la Biblioteca. Ese encuentro imposible con Lugones relatado en la dedicatoria aparece bajo el signo del sueño: el sueño implica el dormir, a la vez que el dormir implica la suspensión del uso del cuerpo. Esta suspensión facilita el trato con la eternidad y con la inspiración: es la misma lógica presente en el texto Diálogo sobre un diálogo, en donde el narrador plantea una discusión con Macedonio Fernández en donde la muerte y el cuerpo aparecen como elementos insignificantes y como obstáculos para el pensamiento. En este plano, el de la eternidad y el de la suspensión corporal, Borges entra en relación con escritores a los que admira: Lugones y Macedonio; desde este punto de vista puede entenderse la idea borgeana de la construcción por parte de un escritor de sus precursores. Otra vez la relación entre el inspirador y el inspirado se vuelve dialéctica: ¿acaso Macedonio Fernández, sin ir más lejos, ocuparía el lugar que ocupa en la literatura argentina sin la figura de Borges? Macedonio marca e influye en Borges, a la vez que Borges le otorga entidad al etéreo Macedonio.
Según Steiner, surge aquí la idea del escritor como un huésped influenciado por numerosas presencias extrañas, « como una persona que tiene que dejar abiertas las puertas de su habitación a todos los vientos »Ibid., p. 40.. El escritor es equiparado a una casa, a las puertas de la habitación, adonde debe entrar un elemento de la naturaleza, el viento. Se funda así la serie entre el cuerpo, la casa y el cosmos, característica del hombre religioso que está abierto al universo, según el razonamiento de Mircea EliadeELIADE, Mircea, Le sacré et le profane [1957], Paris, Éditions Gallimard, Collection Folio Essais, 2002, p. 146-152.. Por eso, asegura Steiner, el espacio de los personajes de Borges nunca es un espacio social sino mítico; el mundo de sus personajes, el espacio en el que se mueven son cosmogónicos.
Dentro de la cosmogonía borgeana, el lugar de la progenie, de su genealogía familiar es fundamental. Al respecto, afirma Steiner: « Borges se muestra orgulloso de sus antepasados militares; de su abuelo, el coronel Borges, que peleó contra los indios y murió en una revolución; del coronel Suárez, su bisabuelo, que estuvo al frente de una carga de caballería peruana en una de las últimas grandes batallas contra los españoles; de un tío abuelo que encabezó la vanguardia del ejército de San Martín »STEINER, George, op. cit., p. 45-46.. Se abre así la pregunta acerca del lugar que ocupan los ancestros en Borges; se trata de analizar si esa genealogía familiar funciona de la misma manera en que funcionan la genealogía y el cosmos literario que él postula. Quizás lo primero que se deba señalar respecto a la genealogía familiar es su doble entrada: por un lado, el linaje vinculado a los libros y a la biblioteca, por otro lado, el linaje ligado más bien a la historia de la patria. En Borges se condensa la antinomia entre la civilización y la barbarie, eje fundador del pensamiento argentino del siglo XIX. Sus obsesiones por los cuchilleros y compadritos, así como sus obsesiones que nacen de la Biblioteca son la manera en que Borges expresa esa antinomia.
3. Nombres, muerte y genealogía
En su estudio sobre la obra de Borges, Sylvia Molloy subraya la singular relación entre el escritor y el acto de nombrar. Comprobamos una reticencia al nombre directo: « Para Borges el nombre – el nombre que aspira a ser su texto – significa claramente un peligro. Nombrar sería detenerse, fijar un segmento textual, y acaso creer excesivamente en él, descartando la posibilidad inquietante de que sea mera repetición, simple tautología »MOLLOY, Sylvia, Las letras de Borges, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1979, p. 141.. El hecho de nombrar implica un peligro porque multiplica en vano las entidades. A su vez, nosotros podemos ubicar en el acto de nombrar un punto de detención, una manera de obturar la metonimia de las máscaras. Por un lado, el cuerpo poroso e inspirado, por otro lado, el cuerpo quieto y mortuorio. Molloy ubica una transgresión borgeana al momento de nombrar autores: « Nombrar, en la obra de Borges, implica claramente una forma de transgresión: la vertiginosa desobediencia ante la interdicción de crear ídolos y el consiguiente desasosiego (acaso el arrepentimiento) ante el simulacro, la perversión fabricada »Ibid., p. 143 . Hay un juego, entonces, entre el acto de erigir la interdicción de nombrar, ya que la nadería de la personalidad dejaría al descubierto lo errado del nombre, y el acto mismo de nombrar, o más precisamente de enumerar, en donde se despliegan los simulacros infinitos que esconden, más que muestran, la identidad.
Ahora bien, entre tantos simulacros, el crítico argentino Enrique Pezzoni señala un simulacro diferente al resto, aquel que se transforma en autorretrato: « Al temor del espejo que multiplica los simulacros, sucede la fascinación de otro espejo: el que refleja un solo simulacro. Espejo-autorretrato: forma espacial abierta a y por la invención del que la crea para verse reflejado »PEZZONI, Enrique, El texto y sus voces [1986], Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2009, p. 95-96.. Para sostener esta afirmación, Pezzoni recurre a unos versos de Arte poética, poema presente en El hacedor: A veces en las tardes una cara nos mira desde el fondo de un espejo; el arte debe ser como ese espejo que nos revela nuestra propia cara (p. 115).
Una vez más, las proyecciones del escritor terminan por definirlo. Esta idea de la identidad que nos otorgan nuestro propio simulacro, nuestras propias proyecciones, la encontramos en otros textos de El hacedor: en Paradiso, XXXI, 108 se refiere la imposibilidad de recuperar el rostro de Dios. O, más bien, la inquietante sensación de que el rostro de Dios nos puede pertenecer o nos puede rondar por cualquier lado: « Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos. Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana (p. 48) ».
Pezzoni observa la paradoja que instala Borges en torno a su propia identidad. La construcción autobiográfica borgeana, afirma Pezzoni, supone que « la avidez del Yo exacerba a tal punto la egolatría que la lleva al gesto soberano de negar con el rigor de la especulación metafísica »Ibid., p. 88.. La multiplicidad de huéspedes que habitan al escritor, las inspiraciones que le dan vida, paradojalmente lo vacían de identidad, de unidad: lo vuelven un cuerpo muerto, lo convierten en Otro, en un cuerpo inmóvil que sueña. Sin embargo, hay un desvío, el simulacro, que da vida al escritor, le da un rasgo unario que lo define, ya que el simulacro no es una mera copia. El desvío que implica el simulacro, esa forma de vida que se antepone a la muerte, no es un deseo del narrador. Por el contrario, el narrador aspira a su propia evanescencia y quietud. Así lo expresa en el último verso del poema El poeta declara su nombradía: « ojalá yo hubiera nacido muerto (p. 122) ».
Respecto al simulacro, Pezzoni señala: « El simulacro está constituido a partir de una desemejanza que interioriza: surge como una agresión, una subversión contra el padre, contra el Modelo, y no pasa por la Idea »Ibid., p. 104.. El simulacro instala la diferencia y en esa subversión de la diferencia aparece el rasgo propio, incluso aparece el cuerpo: en el texto La trama, la repetición de la escena en donde quien ocupa el lugar del hijo mata al padre significa no solo la repetición infinita de la escena sino que implica desligarse del padre y, en ese movimiento, el hijo cobra identidad.
Es interesante notar la manera en que en El hacedor los actos que definen a un sujeto tienen que ver con la violencia corporal: el primer recuerdo del narrador del texto El hacedor se refiere a una escena en donde un joven le cuenta a su padre la injuria recibida y éste le entrega un cuchillo para que lo use y se haga hombre; en el texto El cautivo, el niño que vuelve del desierto busca el cuchillo, con el que luego partirá, ahora por voluntad propia, al desierto. En este sentido puede entenderse la frase de Un problema: « matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana (p. 36) ». Matar y engendrar se ubican en el mismo plano. Contrariamente a lo que pueda suponerse, en lugar de cerrar un ciclo, la muerte abre una serie de repeticiones infinitas: por ese motivo, en Diálogo de muertos, Quiroga le agradece a Rosas la forma en que le dio muerte. La muerte es imposible porque, como lo señala en el poema Cuarteta, la muerte no solo ocurre siempre en el pasado (es, por tanto, inasible) sino que, sobre todo, es algo que le ocurre a los otros:
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora más propicia a la muerte (p. 120).
Puesto que la muerte es algo que ocurre en el pasado y a terceros, en el texto El testigo se plantea la pregunta acerca de la manera en que la muerte ajena nos afecta: la pregunta se desplaza y en nuestra propia muerte surge la desaparición de los otros que nos han inspirado y dado vida: « ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba? (p. 40) ». Lo inasible de la muerte y su imposibilidad también aparecen en el poema La lluvia, en donde la lluvia « es una cosa que sin duda sucede en el pasado (p. 82) » y que hace regresar al padre, negándole la muerte: la lluvia le trae al yo poético la voz del padre que, dice, no ha muerto.
A partir de la figura del padre y de la negación de su muerte, a partir de ese asesinato infinito en donde el hijo da muerte al padre, podemos preguntarnos por el lugar de lo familiar en el libro. El universo familiar de lo borgeano se inscribe en el terreno de lo que FreudFREUD, Sigmund, « Lo ominoso » [1919], en FREUD, Sigmund, Obras completas XVII, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1999, p. 215-251. denominó como unheimlich: el efecto de lo siniestro implica que lo familiar, aquello que nos constituye, nos es extranjero. En primer lugar, podemos afirmar que el regreso al universo familiar siempre es fallido, o se vincula con la muerte: lo vemos en el poema A Luis de Camoens, en donde el capitán regresa a su patria para morir. Que esa patria sea Portugal conecta al capitán del poema con el propio Borges, ya que una parte de su linaje familiar proviene de ese país.
En el terreno de lo familiar, el nombre propio, señala Pezzoni, ocupa una función particular: « El nombre propio se reserva para la otra inmortalidad: la del linaje y el clan familiar. El simulacro del Yo se ennoblece: se vuelve efigie: imagen y exaltación del antepasado nombrado »PEZZONI, Enrique, op. cit., p. 108.. Debemos entonces remarcar una diferencia entre la manera en que aparecen los nombres propios. Enrique Pezzoni distingue dos formas, a las que denomina “especies” « la efigie delantepasado, iluminada por el nombre propio; y la multitud de los modelos anónimos, rescatados del pintoresquismo (y de todo asomo de realismo) por la metafísica y por la inclusión, ilusoria y paternalista, en el clan familiar »Ibid., p. 108 . Esos modelos anónimos pueden inscribirse en el terreno de las inspiraciones: se apoderan del narrador y de la voz poética y le hacen hablar, le hacen darse cuenta de la nadería de su personalidad, del carácter ilusorio de la identidad. Son los simulacros. Ni siquiera Shakespeare puede construirse una personalidad; el texto Everything and nothing lo describe de la siguiente manera: « Nadie hubo en él (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien (p. 52) ».
En el momento de esta lucidez, cuando el darse cuenta de la nadería produce el deseo de ser alguien, irrumpe la muerte. De hecho, según Pezzoni las ficciones borgeanas no hacen más que inaugurar el proceso de la irrupción de la muerte. La muerte relacionada con el simulacro de la personalidad vincula al narrador con la especie. Así se lo explica en Everything and nothing: « Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de la especie (p. 52)».
A la par de los modelos anónimos, se encuentra en los textos de El hacedor la genealogía familiar. Al respecto, el poema Los Borges es tal vez el que aborda el asunto de manera más clara. Aquí se ve cómo esos ancestros de los que la voz poética apenas sabe algo sobreviven y trascienden en quien toma la palabra. La voz poética afirma que esos Borges “prosiguen” en su “carne”. Enseguida los ennoblece y transforma a sus ancestros en reyes:
Son el rey que en el místico desierto
se perdió y el que jura que no ha muerto (p. 95).
A pesar de erigirlos en reyes, a pesar de sacarlos del olvido para convertirlos en nobles, la genealogía familiar, ese llamado de la especie, siempre implica la muerte. Una muerte negada, como la de la voz del padre en el poema La lluvia.
También vemos el vínculo entre la muerte y la genealogía familiar en Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-1874):
Lo dejo en el caballo, en esa hora
crepuscular en que buscó la muerte;
que de todas las horas de su suerte
ésta perdure, amarga y vencedora (p. 90).
Es la muerte aquello que perdura y se transmite a través del linaje familiar. Al mismo tiempo, la muerte es algo que se busca. El momento de la muerte es el instante eterno que une al poeta y su familia. La muerte de la familia es aquello que viene a señalar la muerte propia. Si la muerte siempre es la muerte del otro, la muerte del antepasado es aquella más cercana y también la más paradójica: en ese muerto está el origen de la vida del narrador. Cuando se busca detener el simulacro y el juego de las máscaras, cuando se busca ser alguien, cuando se produce la reconciliación con el nombre propio, se esfuma la vida. El nombre propio, el hecho de evocarlo, implica entonces ese pasaje del simulacro al autorretrato, que siempre lleva indefectible a la muerte.
La genealogía familiar funciona como la pulsión de autoconservación freudiana. Quien otorga la vida, la quita. Al respecto, Sigmund Freud señala: « El organismo sólo quiere morir a su manera, también estos guardianes de la vida fueron originariamente alabarderos de la muerte »FREUD, Sigmund, « Más allá del principio de placer » [1920], en FREUD, Sigmund, Obras completas XVIII, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2001, p. 39.. Quien otorga el nombre propio, los ancestros, nos recuerda la finitud, la podredumbre de la carne; por lo tanto, al evocarlos, nos encontramos con la muerte. En el texto freudiano, en esta línea de la pulsión de autoconservación se ubica la pulsión de muerte: « La meta de toda vida es la muerte; y retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo »Ibid., p. 38.. En Borges en esta línea se ubica el nombre propio, el deseo de ser alguien, la lucidez que lleva a la muerte y la genealogía familiar. Opuesta a la pulsión de muerte, Freud sitúa la pulsión de vida, cuya finalidad es dilatar al máximo el trayecto hacia la muerteIbid., p. 40. En Borges, la pulsión de vida se refiere a los fragmentos del cuerpo vinculados a la inspiración: lo vemos en el texto Las uñas, en donde los restos corporales, la barba y las uñas, continuarán creciendo una vez que la completitud corporal ya sea un puro cadáver.
Conclusión
Concluímos, entonces, remarcando el paralelismo entre el cuerpo homérico y el borgeano: esa idea de fragmentación abre en el escritor argentino la posibilidad de la inspiración, y con ella, la serie infinita de las máscaras detrás de las que se esconde la nadería de la personalidad. Las máscaras y el simulacro funcionan, al fin de cuentas, como la pulsión de vida freudiana: dilatan el trayecto de lo inanimado hasta la muerte, prolongan entonces la vida. A la vez, el simulacro, en tanto desviación, en tanto que no es una mera copia, también otorga cierta identidad: son nuestras proyecciones, los frutos de la inspiración, el reflejo en el espejo, aquello que esboza nuestra identidad. Dentro de este esquema, el nombre propio funciona como un peso que detiene el desplazamiento metonímico. Por su parte, la genealogía familiar, si bien nos otorga la vida (y quizás precisamente por ese motivo) aparece ligada a la muerte: nos recuerda nuestro origen, lo inanimado, nos hace cargar con la muerte del otro y, a su vez, convierte el cuerpo en cadáver.
Bibliografía
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Pour citer cette ressource :
Martin Lombardo, El cuerpo: inspiración y genealogía en El hacedor de Borges, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), octobre 2014. Consulté le 05/12/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/litterature/litterature-latino-americaine/les-classiques-de-la-litterature-latino-americaine/el-cuerpo-inspiracion-y-genealogia-en-el-hacedor-de-borges