Imago Hispaniae
Antonio MACHADO
1. Gloriana, de Benjamin Britten
Robert Devereux, conde de Essex, se oculta detrás de un muro. Su paje mira por una grieta abierta en él y le transmite al acuciante amo extractos del torneo que tiene lugar del otro lado, presidido por la reina de Inglaterra. De los dos contendientes, el favorito del pueblo es Lord Mountjoy, a quien Essex desea vivamente la derrota; pero Mountjoy vence y es aclamado por la multitud y laureado por la soberana. Poco tarda Essex en ofender al campeón cuando éste se presenta en escena; sus celos, más las exigencias del agraviado para que se retracte, desatendidas, acaban en enfrentamiento. Desnudan espadas, comienza la pendencia. Se oye entonces una fanfarria y, al volverse, Essex recibe un ligero corte en el brazo que su criado se apresura a vendar. Una procesión emerge de la palestra: es la Corte, precedida de trompeteros y seguida por la multitud. Los dos rivales se arrodillan cuando Elizabeth aparece, asistida por el noble Raleigh.
Así comienza Gloriana, ópera en tres actos, el opus 53 de Benjamin Britten: con un torneo que no vemos y el inicio de un duelo suspendido por la llegada del séquito real, suceso que el libreto de William Plomer acota en sólo tres frases: Preceded by trumpeters, a procession emerges from the tilting ground. The crowd follows it. Essex and Mountjoy kneel as the Queen appears, attended by Raleigh. La indicación de Plomer sobre la forma en que se traslada la comitiva es tan abierta que un director artístico podrá proponer a partir de ella muy diferentes soluciones. Elizabeth ha de entrar attended by Raleigh, es decir, acompañada por Raleigh, pero también servida por él, en plano de inferioridad por tanto. Eso puede inclinarnos a imaginarla a caballo, en andas, en carruaje o marchando, con Sir Walter Raleigh a su lado pero en nivel inferior o bien situado unos pasos por detrás. La primera opción, la del caballo, se nos presenta espinosa en una escena, la operística, de tramoya complicada y sensible a los relinchos. El escenógrafo puede entonces optar por un coche de tracción animal, pero tendrá el mismo inconveniente, multiplicado. Así las cosas locomotoras, un palanquín llevado por humanos, o bien la ordinaria evolución de las piernas regias, serían las soluciones más asequibles : una comitiva pedestre precedida de trompeteros que anuncian, atacando una fanfarria palatina, la majestad del personaje que los sigue, en litera o a pie.
Compuesta en 1953 y dedicada a otra Isabel, segundo monarca de ese nombre en el Reino Unido, con motivo de su coronación, Gloriana tuvo desde su primera representación una acogida adversa(1). El melodrama que muestra el lado más sombrío de la reina virgen, la historia de una mujer obligada a ajusticiar al hombre al que ama porque ha traicionado al Estado que ella representa no les pareció a muchos la mejor manera de dar la bienvenida a lo que habían imaginado salva filarmónica al esplendor potencial de una segunda era isabelina. Desde entonces hasta 1975, año en que la repuso la English National Opera, Gloriana yació en el limbo de las partituras poco o nada interpretadas. Casi medio siglo después de su estreno, en 1994, la compañía con sede en Yorkshire Opera North la produjo bajo la dirección de Phyllida Lloyd y la convirtió en uno de los trabajos estandarte de la casa, propiciándole así la redención que aguardaba, su vuelta honrosa al repertorio.
El éxito de la versión de Lloyd para Opera North es difícil de concebir sin el protagonismo de una Elizabeth, más que actuada, encarnada hasta el escrúpulo por la soprano Josephine Barstow, que hace una aparición escénica inolvidable: viene precedida, como quería Plomer, de trompeteros, la cara cubierta con polvo de arroz y el cuerpo por un rígido vestido de tonos dorados, moteado de pedrería, que sólo deja ver las manos, la parte superior del pecho, el cuello y rostro. Va de pie, no a pie; no se mueve, la mueven. Se apoya en un bastón fijado a un gran tablero que una cuadrilla de porteadores eleva a más de metro y medio del suelo. Acoplados a las esquinas de la plataforma, cuatro mástiles se alzan para unirse por arriba a otros tantos largueros, dispuestos en forma rectangular. De esta manera, la dama petrificada queda incluida en un espacio envolvente, cúbico, de aire, cuyo marco es un bastidor. Sus costaleros la conducen con vaivén exacto, acompasado a la música. La siguen el pueblo y nubes de humo. Avanza magnífica y quietísima hasta que, acabada la marcha, el paso detenido, cobra vida y canta: «Cielos, ¿qué tenemos aquí? ¡Una herida! ¡El conde de Essex sangra!». Pero se da cuenta de que la herida no es grave, se vuelve hacia Raleigh y exclama con sorna : «¡Un lord lleva un premio, el otro una herida! ¿Cómo así?».
No será fácil encontrar documentos sobre la agudeza de la visión de Isabel I, tan larga como para apreciar, desde más de tres metros de altura, una herida menor en el brazo de Essex, por íntima que su extremidad le resultara, y mucho más difícil aún será hallar un legajo que pruebe que aquella testa coronada fue alguna vez conducida, enhiesta, sobre semejante artefacto, tan incómodo para ella como espectacular para quienquiera que lo hubiera podido contemplar. Pero eso, lo fidedigno, lo histórico, es aquí lo de menos. La licencia artística ampara a Phyllida Lloyd para transgredir el hecho probado a la vista de los logros teatrales de su Gloriana, que convierte sin escándalo a una princesa real anglosajona en efigie mariana conducida en paso de palio, y no precisamente por algún rincón de la primavera andaluza, sino en una cruda pascua florida, la de la Corte de Inglaterra e Irlanda.
Para alguien que no conozca, ni siquiera a través de la televisión, las lecturas que de la Pasión realiza anualmente, fuera de las iglesias, el sur de España, el efecto que le provocará esa irrupción escénica será grande, aunque exento; para quien las conozca, resultará sencillamente imposible no relacionarla con ellas. De quién haya partido la idea, lo desconocemos, pero de que la idea se vincula a la Semana Santa meridional española no hay duda. Con un resultado irónico que no podemos despachar como fortuito. En la escabrosa historia de la destrucción y mutilación de imágenes tridimensionales, desde la liquidación del Becerro de Oro del Éxodo a la voladura de los Budas de Bamiyán por los talibanes, pasando por las emasculaciones de esculturas clásicas en la Edad Media o el derribo de estatuas de Marx y Lenin después de la caída del comunismo soviético, la contribución activa de la monarquía británica ha sido apabullante(2). Bajo el reinado de Isabel I (1558-1603), la revolución iconoclasta que había iniciado su padre Enrique VIII se aceleró, especialmente durante los primeros años, debido al éxito de la decidida política de sus obispos, más que a las convicciones personales de la reina, que no veía en las imágenes mayor peligro, en tanto no se les rindiera culto(3). Medio siglo después de su muerte, no quedaba de la imaginería medieval inglesa y galesa más que una minúscula fracción de la abundancia antigua. La riza fue brutal, una herida sangrante en el arte británico de reparación imposible. Aunque de sigilosa satisfacción transversal: Opera North, a la que mece un bastidor con soprano dentro, reconcilia a la soberana protestante Madonna católica, convierte a la iconoclasta ambigua en firme icono portátil, asciende a Reina de los zarcos cielos a la Señora de los brumosos suelos, hace Virgen Madre a la reina virgen, a Gloriana transfigura en Dolorosa, presenta, en fin, un símbolo imprescindible de lo anglosajón como imagen española.
¿Imagen española? Casi cualquiera lo diría. Sin embargo, fuera de España, fuera incluso de la órbita del cristianismo iconólatra, en latitudes, longitudes, edades y marcos religiosos muy otros, la procesión primaveral de una efigie de mujer, portadora de atributos reales y madre de un dios, es un icono reconocible. ¿Qué hace, entonces, singular su versión bética, la dolorosa de vestir y su cortejo? Su condensación estética y escénica, sin duda. Su elevación a patrón iconográfico y su alta resolución teatral: una joven de unos veinte años que llora, erguida, «quieto vidrio de lágrimas» sin que la pena arruine su primor de infanta. Una copia y un exorno inventados en el siglo romántico, pero formalmente detenidos en el Barroco. El derroche: en luz de cirios, metal precioso, tejidos, gemas y perfumes engendrados o creados. Los dos polos musicales alrededor de los cuales gira el drama (tres, si se incluyen los aires pseudo-militares del paso de misterio): el cante jondo a palo seco y la marcha sinfónica para banda. Los dos órdenes formales, imbricados, de la ceremonia: lo militar al servicio de lo litúrgico. Este último, un ritual preciso, forjado a imagen del canónico, pero reelaborado por el pueblo. Un icono español que, sin embargo, sólo se manifiesta en un tercio del territorio nacional(4).
2. Encuesta entre los estudiantes de Leeds: imagen de España
Del 11 al 15 de marzo de 2002 llevé a cabo, con la ayuda de varios amables colegas, una encuesta destinada a todos los estudiantes de Filología Hispánica de la Universidad de Leeds en la que se les preguntaba por las imágenes e ideas con las que cada cual asociaba España(5). Adelantaremos que no hubo grandes sorpresas. Como era de esperar, Febo Apolo eclipsó, a base de rayo flamígero y temperatura, a todo posible oponente, mortal, héroe o dios. Un 74% entronizó al sol como la imagen radical de España. Hubo incluso menciones a la reflexión de su luz sobre la cara del país: colores brillantes, o intensos, o ricos, escribían algunos, con emotiva codicia de mariposas nocturnas. Almería parecía haber usurpado las atribuciones del país entero sobre el papel de los sondeos, con su récord nacional de horas de sol al año y, de rechazo, Galicia, que posee una marca inversa de nubes y verde, perdía españolidad, a pesar de su posición privilegiada como solar de la tumba de Santiago, «elemento fundamental de la identidad hispana, e imán de atracción para el interés europeo» durante siglos(6). Pero tampoco la gaditana Grazalema era, según esa imagen, española, anegada en la tromba de su microclima. Con el sol, claro, en idéntico paquete turístico, las playas. Soleadas, claro, aunque nadie escribió playas soleadas. Lo que escribió un 30% fue playas, simplemente, o bien costa, y si para una mayoría de estudiantes británicos de entre dieciocho y veintidós años España es igual a playa o costa, siendo su país una isla, no nos está permitido dudar de la presencia de un sol achicharrante en esos litorales imaginarios, porque en Gran Bretaña lo que no falta es ribera, aunque sí luz que la avive. Heliodoros en potencia, los chicos de la universidad de Leeds parecían responderle al Campoamor que escribió: «No os podéis figurar cuánto me extraña / que, al ver sus resplandores, / el sol de vuestra España, / no tenga, como el de Asia, adoradores», y en su respuesta reconocían: Los tiene, don Ramón, no se extrañe ya más, somos nosotros.
Los toros y la (buena) comida nunca se alejan mucho del buen tiempo. En nuestra encuesta representaron con un 57% y un 56%, respectivamente, la tercera y la cuarta imágenes españolas, la corrida marcada explícitamente, en una decena de ocasiones, como imagen negativa'; la comida, cuando no se la consideraba un todo sin desglosar, seccionada en cuatro platos : paella (15'5%), tapas (14'5%), tortilla (5%) y jamón (1%). Sin embargo, los alumnos de último año, una mayoría de los cuales ha vivido y estudiado o trabajado en España como mínimo un bimestre, apercibidos de que los españoles no comían tanta paella como parecía (con el estrés que conlleva estar pendientes a diario de que el arroz se te vaya a pasar), cambiaron la proporción de forma concluyente: la mitad citó la comida como algo fundamental y, cuando distinguían, sólo nombraban tapas y paella, pero el porcentaje había dado un vuelco : las tapas fueron para el 21% el estandarte del condumio hispano mientras de la paella sólo se acordó un estudiante. Le sentaría mal.
Sol, pitanza, corrida ¿y por la noche qué harás? Toma que toma, dale que dale. El cuarto ingrediente de nuestra realidad se llamará flamenco (32%), incluso sevillanas, añade una minoría, un 2% informado de la reciente vulgarización del arte. Hay un 6% que escribe la música', sin calificarla, o como si la música toda fuera emisión ibérica, lo cual no queda lejos de aquella ingenua asociación romántica entre cultura española y sentido musical innato. Deben de referirse a la que se escucha en los bares de copas, que es la iniciativa más frecuente de evasión para la noche, muy por delante de la juerga flamenca, aunque sacara bastantes menos puntos que ésta. Una cuarta parte de los tanteados destaca la fiesta, la marcha y la noche, regadas de sangría (10%), vino (5'5%) y cerveza (3'5%) ; en grado de mención casi anecdótico afloran amenidades alcohólicas para iniciados, como el tinto de verano, el calimocho o el botellón. De forma manifiesta o velada, el buen tiempo sigue presidiendo el escenario, el noctámbulo ahora.
Los estereotipos de siempre no nos abandonan. Como la siesta (15%), la importancia de la familia (13%) o la sangre caliente, resuelta en pasión y temperamento (21%), la diversidad (8%), con un par de apuntes sobre la diferencia entre el norte y el sur, la riqueza, antigüedad y orgullo de la propia cultura (17%) o la importancia de las fiestas y costumbres tradicionales (7'5%). El fútbol es ídolo reciente, surge con fuerza (9%) y está claro que ascenderá en la escala. Con la religiosidad, alusiones a la Semana Santa incluidas, no ocurre como con la paella: los que han vivido aquí y los que no han venido nunca o han estado sólo de vacaciones mantienen una proporción muy parecida, alrededor del 20%. ¿Qué significa ese dato, en un país en el que las iglesias están cada vez más vacías?(7). Seguramente, la influencia del impacto que las múltiples manifestaciones externas de la religión, por secularizadas o folclóricas que aparezcan ante nuestros ojos aborígenes, causan en la impresión de otras retinas.
No es oro, astro, cirio, guitarra o traje de luces todo lo que reluce en el sondeo anglo. Relumbran también negros satenes. Hay agujeros negros. Los toros y la religiosidad, ya lo hemos dicho, aparecen en muchos casos dibujados con esos tintes sombríos. Sin embargo, previendo la proclamación de una imagen sin matices opacos, se hizo a los estudiantes una pregunta directa dirigida, nos corregirán para averiguar lo que de negativo percibían. Si el sol fue laurel de Hispania, la España negra se llamó machismo y tradicionalismo (33'5%, del cual un 3% cita la violencia doméstica). Más alejados asoman el terrorismo de ETA (16%) y el franquismo (12%), y como últimas imágenes significativas, el ruido (7'5%), el mal funcionamiento o la falta de eficiencia (7'5%), el atraso, la pobreza incluso (7%), el exceso de turismo, ejemplificado paradójicamente en Benidorm (7%), los fumadores (5%), el racismo (3'5%) y la criminalidad asociada a la droga (2%). Llama la atención la dispersión de impresiones desfavorables pero, sobre todo, el bajo porcentaje de sus referencias, después de requerirlas de manera expresa, frente a la cuantía y a la concentración de las propicias. Asoman la puntita, con una o dos concurrencias por reseña, estampas que hace unos años hubieran destacado mucho más: la inestabilidad política, la Inquisición, la impuntualidad, la pereza o, cerrando lo más negro con fundido en negro, la Leyenda del mismo color.
Del sondeo se desprenden dos tendencias icónicas. La más exitosa corresponde a un país cuya industria principal es el turismo, un turismo marcado por el buen tiempo, las playas, la gastronomía y la vida en la calle, y por lo percibido como todavía diferente, con la inmóvil trinidad de la cultura popular a la cabeza: fiesta taurina, fiesta religiosa y fiesta flamenca. Abriéndose camino a duras penas, imágenes movibles, políticas, muchas veces infelices, generadas a partir de las pocas noticias que sobre nosotros traspasan las fronteras septentrionales : las de un país moderno pero deudor de su pasado reciente, con cuentas que aún le pasan factura, donde el aumento de la armonía entre sexos se ve cuestionada por frecuentes casos de discriminación o malos tratos a mujeres, democrático pero atenazado por el chorreo terrorista, larvadamente racista, diverso a pesar de la tiranía (ni demasiado censurada ni, al parecer, incompatible con la modernidad) de un hato de impresiones uniformadoras.
3. ¿España es diferente?
En su reciente ensayo España no es diferente, Santiago González-Varas mantiene que aunque nuestro país no es «ni por su historia, ni por su cultura o cualquier otro factor, esencialmente diferente de los demás Estados europeos, en la actualidad España está presentando ciertas diferencias que pueden ser incluso más acusadas durante los próximos años»(8). Los mitos de la peculiaridad hispana, que generalmente se presentan en contraposición a una visión de Europa poco revisada, se mostrarían también en Estados como Gran Bretaña, Alemania, Francia e Italia(9). Sin embargo, prosigue el ensayista, concurre en el contexto europeo una verdadera anomalía española, la que consiente que «los jefes de ciertas Comunidades Autónomas [...] se presenten en el extranjero en viajes oficiales como emisarios de un país propio enfrentado con el Estado donde se ubican». No le falta razón a González-Varas en su apostilla, pero creemos que ésa es nada más la cresta de un peligroso iceberg, pues la gran originalidad española es aún más extremada y, sobre todo, arrastra repercusiones civiles mucho más graves. La nación plurinacional y plurirregional que es España luce condición de Estado plenamente democrático, una categoría que en realidad se arroga. Muy al pesar, a la voluntad y al esfuerzo de la gran mayoría, España no es, en la totalidad de su territorio, una democracia, ya que en dos de sus países, el vasco y, en buena parte de sus límites, el navarro, las libertades individuales han sido embargadas por una capilla que mantiene en situación de alarma permanente a la ciudadanía, muy en primer lugar vasconavarra y luego del resto de España; que extorsiona, secuestra, impide la expresión y el voto libres, amenaza de muerte y mata; probablemente los únicos territorios de la Unión Europea donde hay ciudadanos que se ven obligados a exiliarse hoy día. Sobre esas comarcas del actual reino de España no hay democracia.
Franco, la prueba del nueve de cualquier mutación susceptible de provocar sorpresa, comodín que viene explicando toda anormalidad' y todo atraso' contemporáneos y, en prodigioso giro reactivo, todo salto hacia la modernidad, pierde terreno ante los ojos extranjeros que nos miran. Recíprocamente, la gangrena terrorista de ETA y sus aledaños lo ganan. En medio subsiste una democracia liberal que se descubre intimidada, en su existencia diaria, por el fraude separatista que sostiene el terror. Nuestra cata histórica no puede surtirse de explicaciones simplistas o de elisiones interesadas. Ni sobre el espectacular cambio social forjado en los ochenta que, en realidad, se había iniciado en los sesenta a pesar de las sujeciones del aparato. Ni sobre las inevitables soluciones de compromiso y la vuelta de página de la transición española presentadas como modélicas, a pesar de haber sido edificadas sobre la renuncia a una breve, pero no por ello menos honrosa, legitimidad democrática, la republicana. Ni sobre la reconciliación de todos los españoles tras la brecha abierta en el 36, «Paz, Piedad y Perdón» del histórico discurso de Azaña en 1938, jamás cumplidos acaso vislumbrados ahora, con el inicio de las exhumaciones de fosas comunes, la rehabilitación política, social y económica de los represaliados y las iniciativas de homenaje y desagravio al exilio. Ni sobre el desafío que dirige hoy a los derechos fundamentales de todos los hombres el chantaje del nacionalismo etnicista lerdamente enmascarado de reivindicación de derecho elemental del individuo.
Dos son, como vemos, las horas últimas de España que más interés despiertan, tanto por sí mismas como por sus conocidas consecuencias, dentro y fuera: la Guerra Civil y la Transición. Su estudio y el de los caminos que nos condujeron a ellas resultan substanciales para entender lo que somos hoy. El peligro, cuando relatamos y calificamos episodios de la historia cercana, está en la tentación y, en momentos de emergencia, en la costumbre, de deslizarse por una rampa de ideas recibidas, maquinales simplificaciones y arengas emocionadas. Pero no se admitan otras excusas fuera de ésta de la efusión, y sólo por ser largo el vínculo emocional en las distancias cortas. Tanto más cuanto que los estudios históricos sobre el siglo XX español gozan de magnífica salud, la bibliografía especializada es ya abundante y, a pesar de lo inflamable de los períodos, los autores más solventes empiezan a acercar posiciones.
El franquismo no hizo sino revalidar la imagen de España como país excepcional, como peculiaridad dentro de un concierto, tan bien condensada en aquel publicitadísimo y nada inocente eslogan, Spain is different, que el Ministerio de Información y Turismo creara en 1963 para atraer a nuestras playas a turistas europeos de más arriba de los Alpes. Sin embargo el eslogan, cuyo éxito póstumo prueba el hecho de que aún provoque controversias, no es, como se suele pensar, responsable de la idea que lo sostiene, pues la red de la excentricidad ibérica se empezó a tejer, como mínimo, hace doce siglos, en plena Edad Media, cuando a España no se le ocurría aún ser España : una malla de símbolos culturales que tuvo su hilo axial en la invasión musulmana. La derrota de las tropas de Abd al-Rahmán al-Gafiquí por Charles Martel en Poitiers inició la configuración de un espacio anómalo en la periferia del horizonte europeo; la península Ibérica «volvió a convertirse en tierra de frontera y, por tanto, como en los tiempos prerromanos, lugar exótico y fantástico»(10). Luego, la propagación de la leyenda de Santiago y el éxito de su vía de peregrinación, la coexistencia de razas y religiones (excepción absoluta dentro de una Europa monocultural y monoétnica), o el carácter de «territorio de guerra poco menos que permanentemente abierta» harían de España marca de prometedoras aventuras. Tierra marginal, pues, escenario de peligros y albures pero también pórtico de un emporio insólito que ofrecía suntuosas mercancías : esencias, sedas, alhajas, especias... Oriente había penetrado a Occidente por conducto hispano.
No sería, sin embargo hasta la puesta de moda del grand tour, el viaje que, antes de sentar cabeza, realizaban en el siglo XVIII los hijos europeos de buena familia, con el objeto de procurarse el aprendizaje cosmopolita que ni el liceo ni los salones podían dispensar, que se espaciaría, a través de los libros de viajes, aquel estereotipo aglutinado durante siglos, el que consagraba a España como la excepción, como el otro: un país que, en términos negativos, se estimaba violento, supersticioso, negligente y atrasado. Tanto la costumbre como su desahogo literario se extendieron aún más en el siglo siguiente, revistiéndonos con la mucho más amable dignidad de país romántico por antonomasia y estableciendo, por último, la imagen internacional que pervive, la mejor impuesta, la más repetida, casi la única visión desde fuera y una de las más manoseadas dentro. Italia era en el XIX el destino predilecto para los romeros alemanes y para muchos ingleses y franceses; pero España ofrecía algo con lo que Italia no competía: Oriente en Occidente, un ámbito mítico fundado sobre cuatro espacios urbanos, las piedras angulares en las que se apoyaba el compás romántico de extranjería bien costeado: Sevilla, Córdoba, Ronda y Granada. El enorme éxito de aquella imaginería andaluzada se debe, en buena medida, a los giros retóricos de un Lord Byron o un Washington Irving, en primera hornada, seguidos de los suscritos por Victor Hugo, Théophile Gautier o Prosper Mérimée. Y, ya montados en el estereotipo de vía ancha, a los aditamentos de Alexandre Dumas y George Borrow.
Al mismo tiempo que los viajeros ingleses y franceses izaban su imagen oriental de España, asociándole atributos seductores como «belleza, melancolía, ruinas, honor caballeresco, hedonismo o pasiones intensas», los esforzados arquitectos oriundos de la identidad trabajaban en la suya o, mejor dicho, en las suyas, porque, como mínimo, hubo dos. En primer lugar, la confeccionada por los sectores conservadores, que hilvanaba su repertorio sobre la base del catolicismo contrarreformista (marcado por su oposición proverbial a lo musulmán, a más de antisemita y antiprotestante), la monarquía y la cultura castellana, y que definía el supuesto carácter nacional como belicoso y regido por sentimientos nobles. La versión liberal, entretanto, promovía su modelo a partir del mito de la Guerra de la Independencia y lo afianzaba por medio de la reivindicación del constitucionalismo, la soberanía popular, la convivencia entre religiones, la regeneración y la europeización; el progreso, en suma.
El fenómeno no fue ni mucho menos privativo de España, sino que se encuadraba de lleno en el paisaje contemporáneo. A lo largo del siglo XIX casi toda Europa se hallaba embarcada en procesos de construcción de identidades colectivas, con las élites culturales entregadas a un frenesí creativo que daría lugar a múltiples producciones «literarias, pictóricas, musicales, históricas o incluso pseudocientíficas» cuyo fin era diseñar una identidad nacional capaz de consolidar regímenes nuevos (el caso italiano, por ejemplo) o de refundamentar viejas monarquías (Francia o España) en la flamante fe nacional. Es lo que Eric Hobsbawm llamó, en expresión que ha hecho fortuna, la invención de la tradición(11). Sin embargo, como bien ha establecido José Álvarez Junco en su excelente estudio sobre la idea de España en el siglo romántico, «estos creadores no trabajan en el vacío, sino con materiales dados, preexistentes [...], que, por tanto, limitan o condicionan la tarea. De ahí que el término adecuado sea, probablemente construcción', en lugar de invención'». De los dos proyectos hispanos, el de los reformistas fue el que menor huella dejó, justamente porque su bastimento con «símbolos comprensibles» y con «materiales adecuados, esto es, con tradiciones y creencias aceptables para el conjunto o una parte significativa de la opinión» era muy inferior al que presentaba su proyecto rival, el tradicionalista, que, por otra parte, tampoco llegaría a dar consistencia interna a una identidad bien estructurada. Los diferentes procesos decimonónicos culminarían en el viejo continente con mayor o menor éxito, según el país, pero el alcance del caso español todavía se discute y entre los historiadores que lo avalan suelen reproducirse dos observaciones: fue incompleto y fue tardío.
Lo paradójico es que, andando el tiempo, se impusiera, como se impuso, incluso dentro de nuestras márgenes, no alguna de las visiones que con tanto denuedo se amasaban en el interior, sino la creada por la colonia itinerante. Sobre todo llama la atención que uno de los ingredientes básicos del perfil dibujado desde dentro, la oposición secular del cristianismo hispánico al moro infiel, perdiese la batalla frente al pabellón maurófilo, orientalista y andaluzado, que enarbolaban los viajeros. No hay duda: España es hoy, para el mundo, algo muy similar a lo que los estudiantes de Hispánicas de la Universidad de Leeds expresaron en la encuesta que hemos comentado más arriba: la suma de la impresión romántica, más el reajuste que supuso la incorporación de los mitos neorrománticos, por cierto surgidos en el siglo XX. Un estereotipo sólido al que, sin embargo, el mundo intelectual se aviene en desautorizar como infundado, sin raigambre en la mera realidad física. ¿Significa eso que nuestros visitantes improvisaron su vistosa imaginería, que no trabajaron «con materiales dados, preexistentes», que se sacaron sus iconos de la manga? Las ruinas de sinagogas que dijeron haber visto, los bandoleros, los refinados alcázares, manolas, toreros, gitanos y danzarinas, rejas, palique y guitarra, crucificados y penitentes en procesión ¿fueron alucinaciones de su anhelo de exotismo y pasiones violentas o los compuso el pueblo a su paso, como en la famosa película de García Berlanga, prestos para el grabado y el apunte lírico?
Los hubo, y bien poco tuvieron que ver escritores como Byron o Dumas con su existencia física, como poco o nada intervinieron aquellos ánimos transeúntes en la gestación y el primer desarrollo, contemporáneos de sus excursiones, del arte flamenco. Pecaron, eso sí, de incontinencia sensorial, divisando figuras pintorescas en demasiadas esquinas, pero es desatinado sostener que trabajaban ex nihilo. Jorge Luis Borges, que no era exactamente inglés ni completamente romántico, dijo haber experimentado hace menos de treinta años, ayer mismo en términos de caducidad o permanencia de símbolos, en esta parte del mundo, la fascinación que el lugar impenetrable que denominamos Oriente ha ejercido siempre para los hombres occidentales: «Hay algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he sentido en Granada y en Córdoba»(12). Es decir que, en 1980, un eminente visitante argentino percibe aún algo que otro ilustre testigo había observado en 1863, un conmovido Hans Christian Andersen que arranca unas flores en los patios nazaríes, las intercala en su cuaderno de notas y se las lleva a casa, y que eso no difiere demasiado de lo que experimenta quienquiera que visita Toledo, ve bailar a Eva la Yerbabuena, prueba las rosquillas de ángel de las Dominicas Dueñas de Zamora o pasea por Vejer de la Frontera. Entresijo y cifra de lo lejano sin salir del todo de casa; exotismo controlado, dentro de unos límites, los propios.
Esa misma extrañeza de nuestra impronta, que tan atractivo señuelo hace para el hombre septentrional, se ha esgrimido a menudo como uno de los rasgos que con más fuerza nos impedían ser modernos. Los irritados por el proverbial atraso no sólo aducen causas sociopolíticas y económicas cuando se trata de fundamentar sus tesis, sino que suelen culpar del mismo a ciertas expresiones culturales, considerándolas ya obstáculos, ya fachada que oculta los verdaderos problemas, y entre las muestras de campo que invocan aflora invariablemente alguno de los componentes de la trinidad de la cultura popular. En su esquema, la pervivencia en el siglo XXI del espectáculo taurino representaría uno de los restos más perversos de nuestra antigua crueldad, el auge de las procesiones un ejemplo palmario de superstición y desvarío colectivo, y la difusión que los medios de comunicación dispensan al flamenco, o a su hija natural, la copla, un retazo penoso del franquismo que los promovió, cuando no los creó(13). Eso, tomándolos por separado. Porque la mezcla de los tres da lugar, en el alegato progresista, al cóctel vergonzante, impuesto desde arriba, del pintoresquismo y la afectación más trasnochados. Como si tuviéramos que optar irremediablemente entre prescindir de todo eso para acceder a la modernidad, o bien renunciar a ella, caso de persistir en el culto a las reliquias. La realidad, algo más caleidoscópica sin embargo, nos muestra que desde 1863 hasta 1980, y de este año al presente, España, sin renunciar a ambigüedades ni a paradojas, figuras retóricas en las que, por otra parte, se mueve a gusto, ha cambiado. En especial en el último cuarto de siglo nuestro país ha conocido un progreso que hoy sólo ponen en duda los cuatro nostálgicos del pesebre, el bozal y la brida nacional-católicos, sus pares de la izquierda autocrática y una parte considerable del abertzalismo. Con las desventajas y carencias de todos conocidas (paro, corrupción y favoritismo, precariedad de algunos transportes, niveles educativos o profesionales por debajo de la media europea, ineficacia administrativa y clientelismo(14)) pero razonablemente modernos, al cabo.
La marca negativa que aquellos espectáculos portan es innegable. Hay saña en la corrida, hay idolatría y jactancia en procesiones y romerías y un desgarramiento y una rabia consustanciales al cante jondo que lo hacen casi intolerable para el profano. El kitsch se enseñorea en cada uno de sus aspavientos. Lo cutre se esconde en sus trastiendas, allí donde el brillo rutilante de su cualidad escénica no alcanza. Pero incluso en las zonas expuestas a la luz existe riesgo: muy fanático de la tríada ha de ser uno para no admitir que el aburrimiento y el empalago la acechan de forma obstinada. Para oír un buen cante o ver un buen baile se precisa una tolerancia infinita hacia la potencial informalidad o el estado de las facultades del intérprete (el buen flamenco requiere siempre aptitudes no ya artísticas, físicas, extraordinarias), soportar mucha morralla gritona, mucha falsía y mucha zapateta mientras se recorren festivales y peñas, teatros y convites. Presenciar esa tanda mágica de naturales de la que luego se extasiarán hablando los aficionados en tertulias taurinas supone haberse tragado antes miles de zafios derechazos y haber visto mucho bicho mal morir. Quien quiera disfrutar de los diez minutos de gracia que procura la contemplación de un paso de palio felizmente mecido al compás de una saeta bien entonada que alguien dirige a una Soledad mejor encarada, ha de prepararse para acechar durante horas y aguantar pisotones y exabruptos.
En Andalucía, el dominio de estas tres (cuatro, si incluimos la copla) manifestaciones culturales es tal que silencia a cientos de otras, más modestas, menos estereotipadas, incapaces de resollar ante prepotencia tan ubicua. La llegada de la Pascua supone, año tras año, la invasión y el colapso del espacio público durante siete días, es decir, coacción y ruido, tormento sistemático para los ciudadanos que no gusten de la celebración o que, sencillamente, quieran descansar en su ciudad durante las vacaciones. Pero ya nacen nuevas cofradías y una fórmula difusora se expande, y afecta a otras ferias, como la Cruz de mayo en Granada, el Rocío o los Carnavales de Cádiz, impulsando un concepto de la fiesta que no conoce restricción. Cada año ocupan más horas, más días, más ciudad, cada convocatoria capta nuevos adictos y cada neófito deja en su éxodo un presente: basura. Muñoz Molina lo llamó la Andalucía obligatoria, en un artículo que se alineaba con las posturas racionalistas que relacionan ignorancia, atraso, superstición y folclorismo, y que levantó querellas(15). Pero, aparte de esa asimilación, que no compartimos, reprobaba el novelista, con mucho tino, una Andalucía que se ha impuesto por decreto en la propia Andalucía, especie de desbordamiento al mismo tiempo popular y oficial de sevillanismo espeso. Los andaluces de la no-obligatoriedad la sufrimos a diario, por eso entendemos bien el malestar de tantos españoles, repartidos por los otros dos tercios del país, cuando este sur en pie de juerga, corneta, faralá, tambor, miarma y ole, empuja e invade, avalando una imagen no ya de Andalucía, de España, que tuviera por capital una excrecencia metropolitana: Hipersevilla.
Hay un defecto elemental en los dictámenes, digamos, antagonistas, a saber, que de su crítica a la exuberancia festiva que padecemos pasan con desenvoltura a reprobar la fiesta en sí, su existencia y, en ocasiones, hasta su esencia. Esto es fruto de un fatal desplazamiento, de un salto lógico indebido, la descalificación del todo por la tara de una de sus partes. La reprobación asoma unas veces de manera subrepticia, otras de frente, pero no acaba de concretar su propuesta de relevo, porque con algo habría que llenar el vacío social que dejarían, de ser liquidados, lidia, zambras, simposios o romerías. Se nos participa que la subversión vital de la fiesta supone un residuo de antigua barbarie, pero no queda claro qué tendríamos que hacer para civilizar a toda esa masa que acude a su llamada. La lectura entre líneas de las invectivas parece sugerir que la suspensión de actividades comportaría distribuir obras de Diderot a la multitud, en vez de cirios y manzanas caramelizadas. Pero, ¿y si esos «gastos rituales», los festejos y las ceremonias, fueran benéficos? ¿Y si la fiesta fuera, en nuestra sociedad, algo tan insustituible que en caso de reemplazarlo pasáramos a ser otra cosa, una que no somos todavía y que acaso no deseamos ser? Sumergirse en ella supone interrumpir la marcha del tiempo por parte de un colectivo, «una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente»(16). De esa inmersión en el caos el grupo sale reafirmado en su identidad, puesto al día en sus relaciones sociales, purificado. Desertar de ella conduce a una forma de suicidio.
Y no parece, la verdad, que España esté preparando aún la soga. Un país que cuenta con tal cantidad de fiestas populares, que incluso se ha permitido, en los últimos años, reinventar celebraciones desterradas u olvidadas, no camina hacia la deserción. En su libro Fiestas populares en España, día a día, María Ángeles Sánchez considera unas tres mil, con la advertencia de que ese número supone menos de la mitad de las que en realidad existen(17). De seis a siete mil fiestas al año, por tanto; más la cantidad de días feriados que tal descarrío implica; qué entrega a la galbana, qué poco modernos: de esta suerte moraliza el sermón posilustrado. Pero hay otra forma de percibirlo. La fiesta supone una forma activa de enfrentar el ocio, nada que ver con cruzarse de brazos; y antes que anticuados nos hace adelantados, porque verdadero adelanto humano es cultivar la táctica de balizamiento del tiempo, marcando en él cosechas, frenándolo para estrechar nuevas alianzas o asegurar las viejas, prevaricar con los dioses, celebrar la vida y evocar a los muertos. En el acomodado norte, donde cada vez hay menos espacio y menos tiempo para ese lujo, la cohesión social, sin celebraciones periódicas que la refuercen, se ve debilitada, la armadura de lo recíproco, carcomida. La interrupción simbólica del devenir autoriza al tiempo a volver a ser «lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian»(18), y si el tiempo no puede descansar de su mismo suceder, cómo librarnos nosotros, siquiera por unas jornadas, de la maldición constante de la expectativa. Las famosas parades neoyorquinas no logran ese alivio; de hecho, a cualquiera que provenga de un país donde los festivales no hayan perdido aún su verdadero sentido de reconocimiento mutuo y alto en el camino, aquellos desfiles le producirán una incomodidad ante la cual no hallará clara razón, y es que en ellos se ha producido el vaciado y la momificación de un organismo que un día estuvo vivo.
El ritual, el sacrificio y el arcano atraviesan nuestra terna de arriba abajo. Minuciosos ceremoniales imitan, reinventándolos, los oficiales, para acabar revelando en éstos la adscripción mítica y pagana que la propia ortodoxia suele recriminar a sus renuevos. La santa alianza de la fiesta y la muerte se remoza en aras de asfalto, madera y arena, ya ostensible, ya secretamente. Sacrificio del animal totémico; inmolación del Hijo del Hombre; asistencia del trance a las fatigas del cante y el aspa del baile: el duende, si Manuel Torres y Federico García Lorca no nos engañaron, no es sino la comparecencia de la muerte. Y junto a Thanatos, Eros. Hacer lunas llaman a capear desnudos los maletillas, en la noche de plenilunio, los toros en el campo. Testimonios hay de matadores que en plena corrida se han sentido desbordados por un éxtasis no precisamente simbólico «qué maravilla le roza la taleguilla», detalla el pasodoble de Quintero, León y Quiroga, cuya certificación descubren una vez acabada la faena. La noche de primavera ve pasar imágenes de María que debieran, en la provincia del sentido común, tener facciones de ancianas, pero que en el campo legendario de las ciudades convertidas en templos son milagrosas bellezas dolientes de sólo veinte años, cuyos hijos, en la treintena, figuran más amantes suyos. Noches sin dormir, turbas que se mueven de la calle al bar para reponer fuerzas y del bar a la calle para derrocharlas; apretarse de los cuerpos, florecimiento y exhalación. Estertor del cante, convulsión del baile. En la noche asaeteada, en el círculo de arena, en el cadalso del grito luchan Apolo y Dioniso. Son momentáneos, aunque la retina los quiera indelebles, los triunfos de Apolo. La victoria es siempre del dios del arrebato. En las sociedades occidentales, cada vez más secularizadas, nuestra racionalidad se siente ora incómoda, ora fascinada, con estas expediciones al otro lado sin salir de éste. España una España, bien es cierto, orientada al mediodía en tres de sus manifestaciones populares más señeras mira al misterio, o así lo sienten los ojos que, mientras nos acusan o admiran, nos construyen.
Yerran quienes establecen una correspondencia solidaria entre el franquismo y el trébol español de la cultura de masas. El favor del público hacia tales expresiones no había sido menor durante la República, o en los años diez y veinte. Lo que hicieron los ideólogos del régimen fue apropiarse de expansiones populares arraigadas con la intención, nada original, por cierto, de atraerse la inclinación de la mayoría. La sola nómina de profesionales vinculados a aquellos campos, exiliados o disidentes tras la guerra, bastaría para desarticular tal tesis. Se trata, además, de tres fenómenos polisémicos y contradictorios, capaces de moverse con astucia entre dos aguas, abanderando, cuando conviene, proyectos reaccionarios o escapándose, con una mueca finísima de burla, de los más opresores corsés morales y sociales. Hubo, sin duda, exceso, un exceso tal que desembocó en hartazgo: sólo un poco superior al que padecemos en la actualidad. Ése y no otro es el auténtico peligro que corren hoy las artes tradicionales, su depreciación por sobredosis, sobre todo mediática(19). Un sinfín de cadenas de televisión les brinda una existencia amplificada y fulgurante a cambio de adulterarlas, al tiempo que nos transforman en un gigantesco parque temático.
4. La imagen de España en las campañas de promoción
En 1996, el Instituto Nacional de Turismo invitó a diez de los más renombrados fotógrafos del momento a que interpretaran, con una instantánea, el eslogan España : pasión por la vida para su campaña de promoción en el extranjero. David Bailey, Elliot Erwitt, Michael Kenna, Annie Leibovitz, Jean Baptiste Mondino, Herb Ritts, Sebastião Salgado, Jean Loup Sieff, Ellen von Unwerth y Javier Vallhonrat fueron los designados. Bailey retrató a Tápies junto a una de sus obras. La preferencia de Kenna fue un horizonte manchego con molinos de viento. Sieff situaba a una mujer desnuda, alejándose, en el centro de un paisaje volcánico. Javier Vallhonrat, el único español del conjunto, y Herb Ritts eligieron un mismo motivo iconográfico: la española. Con resultados felices en ambos casos, no obstante su talante encontrado.
El de Ritts es un retrato en blanco y negro del busto desnudo de Helena Christensen. Maquillada con mesura, el pelo recogido en una castaña alta y coronado por una peineta, la modelo despliega un abanico cuyo calado se proyecta en sombra sobre un brazo, el mismo que censura la firme curva del pecho. Su mirada de agua marina se dirige al objetivo. Distintivos de españolidad son aquí el abanico, la peineta y el peinado; la pasión está presumida en ellos, antes que en su expresión gélida o en la sensualidad, tan disciplinada. Vallhonrat escogió, en cambio, el color, un color de efectos candentes cuyo empleo es ya una declaración y una exégesis. Su española, sobre un fondo que sugiere el crepúsculo, apunta un paso de flamenco, la postura de las manos y el vuelo del mantón así lo indican, la calidez de los tonos y la ropa ligera aluden al verano. Su delgadez, el afeite suavemente llamativo y tres cortes conexos: de pelo, cara y vestido, muestran a una mujer actual, mucho más actual que la de Ritts, la cual, merced a sus atributos y su actitud, se tornaba intemporal. Se trata de dos distinguidas versiones de un tema en el que ha abundado la historia del arte desde Goya, una extranjera, la otra local, aunque esas dos etiquetas serían intercambiables si no hubiera un pie de foto que identificase sus respectivas progenituras. Hoy día se estimará engorroso reclamar refrendos o cismas nacionales sobre un tópico tal, por una poderosa razón: el enorme tirón estético y el ascendiente de un motivo clásico que ni siquiera la iconoclasia de las vanguardias osó asaltar y que subsiste.
Han pasado siete años desde la confección de las españolas de Ritts y Vallhonrat y Turespaña ha lanzado su última operación publicitaria, esta vez bajo el lema Spain marks, España marca', o España deja huella', un total de veintiún pósteres, donde se despliegan las señales que nuestro país ha impreso en sendos visitantes extranjeros. Ideas brillantes, metáforas ingeniosas, greguerías visuales a la búsqueda y captura de la sorpresa. La gran mayoría de «marcas» dejadas en los cuerpos o la ropa de los turistas han sido provocadas por el sol y el mar. Luego están las causadas por el arte, la historia y la naturaleza, la comida, incluso los campos de golf o el aprendizaje del español. A la convocatoria no falta nuestra troica de referencia, que acude a aportar algunas de las más sugestivas ilustraciones de la serie: una joven nórdica lleva un caracolillo pegado a la frente, un chico japonés una camisa de gruesos lunares: flamenco y feria. En plano inserto, un hermoso medio perfil femenino llora una lágrima larga sin descomponer el gesto; por si la asociación no estaba clara el retrato de la Macarena nos auxilia desde la esquina. A través de un desgarro en el pantalón vaquero se muestra, provocador, un glúteo masculino; lo lleva hoy, tal vez en su país, porque en Pamplona corrió un encierro(20). Curiosas, cuando menos, las coincidencias icónicas entre esta serie publicitaria diseñada por Luis Solero y Mari Luz Sánchez y los resultados de la encuesta de los chicos ingleses, con un distingo: lo que en los escrutinios se revelaba previsible y molesto, aquí concita el aplauso(21) La serie sugiere la idea de integración del visitante por medio de los tópicos que exaltaron los viajeros románticos, más algún otro de nuevo cuño, tópicos que ahora son incorporados y llevados a casa como preciado souvenir.
Hay otros reclamos, más modestos, destinados al público interior, que participan también de esta aspiración actualizadora del imaginario antiguo. Así ocurría con el cartel oficial de la Semana Santa malagueña de 2001, en el que por obra del pintor Eugenio Chicano la Virgen de Gracia quedó transfigurada en un encantador icono pop, tanto como puedan serlo hoy las efigies tratadas de Marilyn, Camarón, Einstein o el Che. Su autor reprodujo el busto mariano a partir de un cliché, utilizando manchas planas de colores pálidos, ocres y violados, muy a la manera del pop-art. Es enorme la proliferación actual de carteles de Semana Santa, y se corresponde con el auge de todo lo cofrade, imposible de explicar en términos de fe : hoy, casi cada hermandad tira su propio cartel. El que editó en 2003 la cofradía granadina de la Aurora presentaba, en la línea emprendida por la composición de Chicano, aunque de modo más tosco, una iniciativa absolutamente insólita. Dividido el rectángulo del pliego en cuatro partes iguales, la imagen de la titular acontecía, uno afirmaría que por primera vez en los anales de la tediosa iconografía de Semana Santa, cuadruplicada, variando en cada uno de los facsímiles las masas de colores vivos la cita de Andy Warhol ahora expresa. De este modo el ídolo popular, ya no estrella de la canción, el cine, la ciencia o la revolución, sino de la cultura piadosa, seriado y despersonalizado, semejante a otras mercancías, es promovido como manufactura asimilable, no enfrentada, pop(22).
Frescas representaciones de usados iconos para la sociedad que se autointerpreta. Presentes en carteles, fotografías, pinturas, textos literarios, ballets, películas, óperas, canciones y colecciones de moda. Tópicos partidarios e invasores, problemáticos; pero también vigorosos, deslumbrantes, fértiles de simbología. Hubo una época, el primer tercio del siglo XX, en que la alta y la baja cultura vivieron en España un momento de tal simpatía que parecían superados históricos recelos. Coincidió con lo que los críticos llaman hoy la Edad de Plata: de Falla a Picasso y de Lorca a Buñuel, nada menos. Pero también en eso el franquismo significó ruptura y fracaso, también eso ha habido que reinventarlo. Hoy, las miradas exteriores e interiores sobre la cultura popular se buscan o convergen; apenas sin complejo las nuestras, las suyas cada vez con mayor matiz. Un éxito cuasi planetario como el de Almodóvar no se explica sin su elaborada puesta al día, en límpido tecnicolor, de los estereotipos del exotismo español y su escolta alegórica, siguiendo un camino de perfección que afecta no sólo a la técnica cinematográfica o la consistencia de los guiones, sino también al tratamiento del cante, el baile y la canción, la religión popular y la lidia. Paralelamente, la escena I de la Gloriana de Opera North podría haberla firmado perfectamente un director de escena español. En nuestros eclécticos días, sospechosos habituales como Eduardo Arroyo, Terenci Moix, Rogelio López Cuenca, Almodóvar, Jorge Represa, Pablo García Baena, Bigas Luna, Victorio & Lucchino, Lluís Pasqual, Francesc Torres, Antonio Gades, José Miguel Ullán, Chávarri, Ramón Gaya, Ana Rossetti, Jordi Savall, Gutiérrez Aragón, Joan Brossa, Vázquez Montalbán, Juan Barjola, Serrat, Sabina, Saura, Costus, Cristóbal Halffter, Forges, Juan Goytisolo, Martirio o Pilar Albarracín son sujetos convictos de un ejercicio de manipulación inteligente y distante sobre el imaginario ritual popular que o insiste en la interjección y la distorsión expresionistas, de larga tradición entre nosotros, o incorpora, con frecuente sesgo surreal, dos exigencias modernas, el humor y la ironía, o rinde, desde una veta serena y esteticista, liso homenaje. Pero no están solos, nunca lo estuvieron, los acompañan miradas extranjeras. Las de Christine Spengler, Kazuo Ohno, Carlos Fuentes, Robert Motherwell, Pierre et Gilles, Julian Schnabel, Juan Fresán, Pina Bausch, Michel Houellebecq, Alexander McQueen, Léo Ferré, Peter Brook, Marc Almond, Paul Ingendaay, Ronald Brooks Kitaj, Moschino, Cees Noteboom, Peter Handke, Miles Davis, Michel Leiris, Christian Lacroix, The Clash, Paolo Conte, Phyllida Lloyd... La lista no puede ser sino fragmentaria. De llegar a abordarse, el catálogo no se lograría acotar, porque su naturaleza forzosamente imperfecta le obliga a tolerar intrusiones y cuestionamientos continuos. En este preciso momento alguien lo perfora y discute: usted, seguramente. He aquí el signo del animal simbólico: fabricar, una tras otra, metáforas, con el anhelo de aprehender la realidad a su través. Cada vez que cerramos una respiramos reconfortados, sin reparar en que nuestra fortuna reside en no abrocharlas del todo, en no acabarlas nunca. Válganos España.
LEÓN, José Javier, Compás de extranjería, Editorial La Vela, Granada, España, 2008.
Notes
(1) Gloriana se estrenó en la Royal Opera House de Covent Garden el 8 de junio de 1953, seis días después de la entronización, en una gala destinada a diplomáticos y altos dignatarios.
(2) R. DEACON, «New Bases for Old Sculpture», DEACON, R. and LINDLEY, P., ed.: Image and Idol: Medieval Sculpture, Tate Publishing, London, 2001.
(3) D. MACCULLOCH, «The Myth of English Reformation», Journal of British Studies, vol. 30, 1991.
(4) Nos referimos a la dolorosa de vestir tal como se la concibe, en términos estéticos y representativos, de Despeñaperros abajo. Tal atención no implica menoscabo de otras semanas santas españolas de resonancia, fundamentalmente las castellanas, la aragonesa y la murciana.
(5) Se sometieron a la encuesta los alumnos que asistieron a clase aquella semana. Únicamente no están representados los estudiantes de 3º, que es el curso de estancia en un país extranjero, con frecuencia España.
(6) J. ÁLVAREZ JUNCO, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2002.
(7) «De 1964 a 1988, el porcentaje de católicos practicantes cayó del 83 al 41% de la población, aunque en esta última fecha sólo el 1% pertenecía a otras religiones». S. GINER, Los españoles, Plaza & Janés, Barcelona, 2000.
(8) S. GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, España no es diferente, Tecnos, Madrid, 2002.
(9) Según el autor, estos mitos serían: la diversidad interregional y la de los hombres interregionales, la unidad inacabada, la ausencia de una identidad común, las dos Españas, la decadencia, un peculiar carácter, la imposición de Castilla sobre las demás regiones y, como capítulo de especial importancia para la justificación de sus tesis, la pluralidad lingüística.
(10) En tanto no se especifique otra cosa, las citas que a continuación aparecen, entrecomilladas, así como el soporte teórico de nuestra argumentación sobre la construcción de la identidad colectiva se deben a la obra antes citada de José Álvarez Junco.
(11) E. HOBSBAWM y T. RANGERS, eds.: The invention of Tradition, Cambridge U. P., 1983.
(12) J. L. BORGES, «Las mil y una noches», Siete Noches, Fondo de Cultura Económica, Colección Tierra Firme, Buenos Aires / México, 1980.
(13) Sirvan como muestra los testimonios de tres escritores españoles, tomados de las páginas de la prensa en el año 2000: «Esta bajada de sangre a las pezuñas es el último vestigio de una violencia ritual que nos impide ser modernos» (M. VICENT, «Más toros», El País, 7-V-2000). «Quienes no vemos en la crucifixión más que un método expeditivo para acabar con cierto trovero alelado y sentimental no sé yo por qué hemos de padecer un martirio que nos es tan extraño como el historial médico de Poncio Pilatos» (J. SOTO, «Tambores cercanos», El País Andalucía, 17-IV-2000) «Es injusto más que cruel, y posiblemente constituya una aberración cultural, pero para una inmensa minoría de este país, entre la que me cuento, el flamenco y la copla se asocian a la españolada, y ésta al país que nos gustaría enterrar bajo llaves en el mausoleo de Franco» (V. MOLINA FOIX, «¡Ay, Maricruz!», El País, 29-II-2000).
(14) S. GINER, Op. cit.
(15) A. MUÑOZ MOLINA, «Andalucía obligatoria», La huerta del Edén, Ollero & Ramos, Madrid, 1996.
(16) O. PAZ, «Todos santos, día de muertos», Los signos en rotación y otros ensayos, Alianza, Madrid, 1971.
(17) M. A. SÁNCHEZ, Fiestas populares en España, día a día, Maeva, Madrid, 1998.
(18) O. PAZ, Op. cit.
(19) S. GINER, Op. cit.
(20) El motivo tiene un precedente: la publicidad de Canal + para la Feria de San Isidro 1994 Nadie se arrima más a la feria, cuyo reclamo era una fotografía de un torero, de espaldas, en jarras y con el traje de luces rasgado justo en la misma región anatómica.
(21) Excepción hecha de la reacción protagonizada por varios grupos feministas y socialistas catalanes hacia una de las imágenes, en la cual una mujer de espaldas exhibía la marca dejada por un tanga. Turespaña cedió a las absurdas protestas y retiró el cartel. Publicis lo reivindicó.
(22) Se podría deducir de esta doble alusión gráfica a Warhol un vínculo buscado entre la sensibilidad cofrade y la camp. Sin embargo, tal convergencia no es sino el corolario lógico de un antiguo fervor. Lo camp era rasgo distintivo de la Semana Santa sureña mucho antes de la confección de estos carteles. Como lo es de la copla y, si nos apuran, del toreo. El homenaje de sesgo abiertamente homoerótico, que artífices como Pierre et Gilles, Costus, Christine Spengler, Ana Rossetti o Marc Almond dedican a los mundos capillita, coplero y taurino ni es pura invención ni casualidad: son artistas atraídos por un gusto que reconocen y recrean.
Pour citer cette ressource :
José-Javier León, Imago Hispaniae, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), mars 2008. Consulté le 24/11/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/civilisation/histoire-espagnole/perception-de-lespagne-et-de-lespagnol/imago-hispaniae