Cuando el testimonio se cuestiona a sí mismo: «Sangre en el Sur», de Saúl Ibargoyen
Algunos antecedentes del debate teórico
América Latina ha conocido, desde los años 80, un fenómeno similar al que Annette Wieviorka (en L’ère du témoin) había denominado, en su momento, la “era del testigo”. La recurrencia de acontecimientos traumáticos, masacres colectivas y genocidios practicados contra las poblaciones originarias o los opositores políticos han sembrado el continente de sobrevivientes cuyas voces fueron acalladas durante mucho tiempo, sin que hayan podido ser definitivamente silenciadas. La tarea de reunir testimonios y hacerlos audibles, así como la necesidad de decir lo que se ha visto y sufrido en esas circunstancias, comienza a emerger en el subcontinente en los 80 y no hace sino amplificarse durante los años siguientes, apoyándose en la legitimidad que ha adquirido en Occidente el discurso testimonial referido a la Shoah, gracias al enorme trabajo de memoria y de reflexión realizado desde la Segunda Guerra Mundial.
Según Jaume Peris Blanes, en “Literatura y Testimonio: un debate” (2014,12),
Lo importante de este proceso es comprender que la eclosión de la literatura testimonial ha sido contemporánea de una creciente legitimidad de los supervivientes y, en general, de las víctimas de la violencia política como piezas clave en el relato de los acontecimientos históricos. Ello ha implicado el surgimiento de nuevas tendencias de la historiografía (la historia oral, por ejemplo…) e incluso la transformación del concepto mismo de Historia y de su posible transmisión: los proyectos masivos de recolección de testimonios de supervivientes así lo muestran.
Ahora bien, el discurso testimonial se presenta bajo variantes muy diversas, que van multiplicando los formatos y extendiendo sus alcances. Del testimonio judicial a los libros que, como Yo, Rigoberta Menchú, transforman en letra escrita los relatos orales de un testigo, gracias a un mediador “ilustrado” –letrado– como Elizabeth Burgos, y la polémica que los puso en cuestión por la reproducción estructural de una voz cautiva y apropiada por una instancia dominante; a lo que Miguel Barnet ha llamado “novela-testimonio”, en la cual una dosis de ficción contribuye a construir una voz que trascienda la experiencia individual, el testimonio ha ido constituyéndose como un género literario cada vez más híbrido. Esto lo expone a un recurrente discurso crítico y a atendibles cuestionamientos epistemológicos, sobre todo en los 90. Para Derrida, como recuerda Noemí Acedo Alonso en “El género testimonio en Latinoamérica: aproximaciones críticas en busca de su definición, genealogía y taxonomía” (2017,39-69),
Concebir la escritura testimonial como un género literario tiene implicaciones importantes en su recepción y en la distribución de los textos considerados testimoniales, en su inclusión (o exclusión) en el canon y en el atenuamiento del propósito que aparentemente los anima: ser una literatura de resistencia.
Lo que se pone en duda es no sólo la legitimidad de los modos de transmisión y los canales de difusión, sino también una supuesta desnaturalización de la veracidad del testimonio que, en algunos casos, sería menguada por los dispositivos de la ficción; y en otros, en la medida en que el testimonio es una imagen de una vivencia, es decir de la subjetividad más profunda del testigo, carecería de rigor histórico, como lo sugiere Beatriz Sarlo en Tiempo pasado. O sea que, en pocos años, se pasa de una sacralización de la palabra del testigo a una impugnación de su valor fuera de su enunciación en el ámbito de la institución judicial.
Según René Jara (1986,2), para quien el testimonio vendría a ser una imagen narrativizada del trauma histórico,
Más que una interpretación de la realidad esta imagen es, ella misma, una huella de lo real, de esa historia que, en cuanto tal, es inexpresable. La imagen inscrita en el testimonio es un vestigio material del sujeto.
Tal afirmación hace hincapié a la vez en la ineludible dimensión íntima del testimonio, emanación de la vivencia y del cuerpo del sujeto, y en su carácter de representación, mediada por la puesta en discurso. Como ya hemos dicho en otra oportunidad,
Conviene entender el alcance del término “verdad” no solo como una coincidencia exacta entre el relato y la dimensión fáctica –recordemos la afirmación taxativa de Marc Bloch: “no hay buenos testigos; no existe en absoluto una declaración exacta en todas sus partes” (Wieviorka, 1998,13) –, sino de manera más comprehensiva, teniendo en cuenta los procesos de la memoria y las investiduras subjetivas((Ver: Felman, Shoshana and Laub, Dori, Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis and History. New York and London: Routledge,1992: As a relation to events, testimony seems to be composed of bits and pieces of a memory that has been overwhelmed by occurrences that have not settled into understanding or remembrance, acts that cannot be constructed as knowledge nor assimilated into full cognition, events in excess of our frames of reference. (p.5) […] [Psychoanalysis] profoundly rethinks and radically renews the very concept of the testimony […] by recognizing […] that one does not have to possess or own the truth, in order to effectively bear witness to it; that speech as such is unwittingly testimonial, and that the speaking subject constantly bears witness to a truth that nonetheless continues to escape him, a truth that is, essentially, not available to its own speaker. (p. 15))), como lo sugiere Shoshana Felman (1992), para quien el testimonio está compuesto por fragmentos de memoria de una experiencia límite que la razón no ha podido procesar y que, por exceder los marcos de referencia, no pueden ser construidos como conocimiento (Semilla Durán, 2018).
Estas referencias tienden a ilustrar, de manera absolutamente parcial por incompleta, la variedad y complejidad de las problemáticas que derivan tanto de la práctica como de la reflexión en torno al testimonio, así como de su alianza eventual con la literatura y otros registros discursivos o disciplinarios, dando lugar a conjuntos sumamente heterogéneos y difícilmente abarcables que, al tiempo que introducen combinatorias innovadoras, engendran metadiscursos críticos.
Y éste es sin duda uno de los puntos que nos han parecido más interesantes y originales en el texto de Saúl Ibargoyen, Sangre en el Sur, que nos proponemos analizar, sobre todo teniendo en cuenta que el testimonio narrado es ficcional, pero está atravesado por voces que cuentan historias reales.
Escenografía y estructura
Desde el inicio del libro, Ibargoyen expresa, en una suerte de avant propos intitulado “Palabras necesarias” las razones por las cuales ha redactado el libro en el año 2006 (2013,9):
bajo la pulsión de cortar los nudos gordianos que, al cabo de incontables sucesos en que lo personal se entretejió con lo colectivo, ya presionaban demasiado ciertos espacios de la memoria, al punto que el mero y libre recordar se convertía en sombríos sufrimientos. Porque hay un dolor atado a la luz de un proyecto liberador, de la persona y de la sociedad; un sufrir que no se aleja de los horizontes de utopía que precisamos para respirar y actuar.
El autor escoge tres palabras: pulsión, memoria y dolor, que se constituyen por sí solas en una representación del trauma y su relato, es decir, el eventual testimonio. Pulsión del decir, dolor de la herida, persistencia y resurgencia de la memoria. Según Cathy Caruth,
En su definición más general, el trauma describe una experiencia sobrecogedora de acontecimientos repentinos y catastróficos, que suele producir como respuesta la aparición a menudo diferida, incontrolada y repetitiva de alucinaciones y otros fenómenos intrusivos ((Caruth, Cathy, Unclaimed experience. Trauma, Narrative and History, the johns hopkins university press baltimore and london, Baltimore, 1996, p. 11: « In its most general definition, trauma describes an overwhelming experience of sudden or catastrophic events in which the response to the event occurs in the often delayed, uncontrolled repetitive appearance of hallucinations and other intrusive phenomena. » La traducción es nuestra.)). (1996,11)
En el mismo capítulo antes citado, Caruth precisa, comentando un fragmento de Freud en Más allá del principio del placer:
El trauma […] es siempre la historia de una herida que grita, que se dirige a nosotros intentando decirnos una realidad o verdad a la cual no se puede acceder de otra forma. Esa verdad […] no puede ser vinculada únicamente con lo que es conocido, sino también con algo que permanece ignorado en nuestras acciones o en nuestro lenguaje ((Caruth, Cathy, Unclaimed experience. Trauma, Narrative and History, op. cit., p. 4 : « Trauma seems to be much more than a pathology, or the simple illness of a wounded psyche: it is always the story of a wound that cries out, that addresses us in the attempt to tell us of a reality or truth that is not otherwise available. This truth, […] can not be linked only to what is known, but also to what remains unknown in our very actions and our language ». La traducción es nuestra.)). (1996,4)
Tanto por su contenido narrativo y su dimensión política como por el dolor revivido en el presente, podríamos referir el relato de Ibargoyen a tales categorías, en la medida en que ha sabido reproducir esos rasgos esenciales en el discurso de su testigo ficticio. Decir no implicaría en este caso solo la posibilidad de abrir los espacios de la memoria que los contenidos, diferidos y recurrentes, amenazan con hacer estallar; sino también una tentativa de extraer a la luz lo que no ha sido revelado, de conocer lo que sigue siendo oscuramente ininteligible. El trauma sufrido, comparable al de las víctimas de los campos de concentración durante la Segunda Guerra mundial, puede haber provocado efectos similares, en la medida en que desborda la capacidad de la razón para elaborarlo y deviene incomunicable, conduce a la ruptura con lo que Dori Laub llama “the inner You”, el yo interno: “Cuando uno no puede volverse hacia un “tú”, no puede decir “tú” ni siquiera a sí mismo. El Holocausto creó así un mundo en el cual uno no puede atestiguar de sí mismo ((Laub, Doris, ‘An event without a witness: truth, testimony, and survival’ in Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History, eds Shoshana Felman and Dori Laub (New York and London, Routledge), pp. 75–92, p.82 : But when one cannot turn to a ‘you’ one cannot say ‘thou’ even to oneself. The Holocaust created in this way a world in which one could not bear witness to oneself.)).” (1992,82) Y también:
La pérdida de esta capacidad de ser testigo de sí mismo y por lo tanto de testimoniar desde el interior es quizás el verdadero significado de la aniquilación, porque cuando la propia historia es abolida, cesa también de existir la identidad((Idem : This loss of the capacity to be witness to oneself and thus to witness from the inside is perhaps the true meaning of annihilation, for when one’s history is abolished, one’s identity ceases to exist as well. (Laub 1992: 82)). (1992,82)
El discurso testimonial representado aparece así, no solo como una manifestación material del trauma y sus efectos, sino como una posibilidad de regeneración y de restablecimiento de una identidad –de una unidad- perdida. Si a la suspensión de toda interlocución –no poder/saber contar, no ser oído- se suma el no reconocimiento del tú interno; es decir la imposibilidad de dialogar consigo mismo, se anula la subjetividad. El proyecto liberador que había inspirado los combates del pasado, y la mención renovada a la utopía del presente, son otras tantas formas de resistencia que tienen como objetivo restablecer la operatividad del sujeto.
Adelantamos la hipótesis de que el complejo dispositivo narrativo elegido por Ibargoyen para su relato puede ser leído a partir de este doble bloqueo comunicativo: el narrador-testigo crea una suerte de dramaturgia que instaura la presencia de un entrevistador que lo interroga –entrevistador cuya voz nunca entra directamente en el texto, sino que es siempre mediada por algún tipo de alusión del testimoniante, quien nunca lo cita, sino que transcribe incompletamente sus propósitos y, sobre todo, los interpreta–. El mismo Ibargoyen anuncia esta estructura:
Elegimos una especie de monólogo dramático dividido en dos partes o discursos que se alternan: por un lado, lo que el protagonista (hablante en primera persona del singular) dice, contestando con mucha maña las preguntas de un personaje incompletamente representado; y por otro lado, lo que el mismo protagonista (pensante en primera persona del singular) piensa pero no dice. (2013,10)
Ese entrevistador representaría la posibilidad de recuperar una forma de interlocución social, un otro externo, un oyente. Para Doris Laub,
El proceso testimonial funciona como un diálogo, no solo entre el auditor y el sobreviviente, sino también internamente, en el sobreviviente consigo mismo o misma, y por ende el testimonio es un paso hacia la restauración de la propia humanidad y en la reconstrucción de la mutualidad y la confianza”((Laub, Doris (citada por Welz, Claudia, « Trauma, memory, testimony: phenomenological, psychological, and ethical perspectives », in. Scripta Instituti Donneriani Aboensis, 27, 104-133. https://doi.org/10.30674/scripta.66571) « An event without a witness: truth, testimony, and survival’ in Testimony: Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History, op. cit., p. 141 : The testimonial process ‘functions as a dialogue, not only between the listener and the survivor, but also internally in the survivor’ with him- or herself, and therefore testimony ‘is a step in the restoration of one’s own humanity’ and ‘in the rebuilding of mutuality and of trust’.)).
Al mismo tiempo, en este caso preciso, el testigo desconfía del entrevistador, con quien no se reconoce afinidades y en quien no percibe empatía alguna, lo que introduce una falla en el esquema teórico inicial. La primera consecuencia de esa distancia es el diseño de una estrategia de reticencia discursiva: se le dirá sólo una parte del contenido de la memoria, se reservarán celosamente otros, y se tratará de orientar lo comunicado con el fin de obtener ciertos efectos en el interlocutor. Esa falla entre lo dicho y lo pensado/recordado da lugar a un segundo diálogo con lo que podríamos entender como el yo interno del que habla Laub; un intercambio consigo mismo en el que se da cuenta de la distinción entre lo íntimo y lo público, entre el duelo y el proselitismo, entre el sufrimiento y la teoría política. Ibargoyen consigue así, a través del simulacro de teatralidad que instaura tal dispositivo, recrear las condiciones de comunicabilidad del testimonio, restaurando al mismo tiempo la identidad disociada de su narrador. Ello es posible gracias a la exigencia de una negociación entre el dolor de la memoria del pasado y la necesidad de una utopía de futuro. El texto sería el modo de articular esos dos compromisos históricos, una manera de abrir el camino hacia nuevas formas de praxis. Anotemos al margen que la situación dialógica aludida no es sólo la escena paradigmática del testimonio, sino también la del interrogatorio y la de la práctica psicoanalítica.
La eterna pregunta acerca del cómo escribir lo que para algunos es inenarrable, del cómo construir la voz que lo enuncie, desemboca en una propuesta coral: el testimonio propio y los innumerables testimonios de tantos otros, que circulan y se imprimen en la memoria y en los afectos, se entretejen hasta fundirse en una sola voz numerosa, parafraseando a Nora Strejilevich; (nos referimos por supuesto al título su texto testimonial, Una sola muerte numerosa, en el que cuenta la historia de su secuestro y tortura, así como la del asesinato de otros miembros de su familia [Córdoba, Alción Editora, 1996]). La conciencia del narrador-testigo vendría a ser como una especie de repertorio de los traumas conocidos: de los vividos y de los relatados, de los que se imprimieron en el cuerpo propio o en los ajenos; configurando un todo complejo e inabarcable, en el que unos testimonios suceden a otros, en un flujo continuo, sin fin, sin límites. Tal polifonía es una de las formas de resistencia que opone el testigo a su entrevistador, al que se representa como alguien que pretende una objetividad “científica” absoluta y se ciñe estrictamente a un protocolo de interrogación elaborado para un individuo. El relato colectivo del narrador transgrede las reglas impuestas y escapa a la descontextualización prevista. En realidad, y a pesar de la voluntad explícita del marco pactado, el testigo disputa a su entrevistador, durante todo el intercambio, el poder sobre la palabra: no sólo porque él es el único que regula la transmisión y por lo tanto lo que transmite es una construcción deliberada e incompleta, sino porque la palabra del otro no existe en el texto sino en la versión del testigo, que lo es a la vez de sí y del otro. Esto significaría invertir la relación de poder de la voz del transcriptor que tanto se cuestionó en el caso de Rigoberta Menchú/Elisabeth Burgos. Además, el narrador desorganiza deliberadamente el orden del discurso que el entrevistador pretende imponer, ya sea negándose a toda forma de linealidad temporal, ya sea imponiendo las pausas, interrupciones y ritmos, haciendo gala de rupturas sintácticas y de incongruencias discursivas. Si la tesis que el testigo desarrolla a lo largo de su discurso es que el fascismo es uno solo, y que sigue estando presente bajo nuevas formas, la rígida disciplina que el entrevistador intenta en vano preservar como marco de la indagación es percibida por el testigo como una de las manifestaciones de ese fascismo, y por lo tanto resistida en todo momento. Allí donde el interlocutor espera la estricta descripción de una experiencia individual ya lejana, emerge a menudo una reconstrucción de apariencia caótica, a veces aleatoria; un discurso panfletario, con constantes fugas hacia el análisis y la diatriba política, y la intrusión recurrente de las analogías entre los distintos países de América Latina. La desorganización del espacio y de la experiencia del espacio, las oscilaciones, desplazamientos y puntos fijos de la memoria, la resignificación del deíctico, la simultaneidad de las asignaciones y las representaciones ponen en escena la inabarcabilidad de la experiencia y el desborde de la memoria:
uno necesita soltar mucho que se fue amontonando en las entretelas de la memoria. Recordar… es difícil, es peligroso… Porque es como respirar todo eso de nuevo, y uno con los pulmones gastados, flemosos, chorreando cosas para los adentros… (2013,12)
Ese mismo fluir errático se hace carne en un discurso mechado de términos populares y crudos, referencias cultas o eruditas, formas sincréticas o mestizadas, herencias lexicales de los distintos países en lo que ha vivido, dando lugar a una voz contaminada por otras voces, a un discurso penetrado por otros discursos e impregnado de ironía sobradora: “A ver si me lo chingo metiéndole variantes idiomáticas a mi contestadero…” (2013,16)
El lector, por su parte, es testigo del diálogo íntimo entre el sujeto y su yo interior, y por lo tanto de la selección, descarte o sacralización de ciertos recuerdos que no serán contados. También conoce los rasgos negativos que el testigo atribuye al entrevistador –cuya ideología aparece reflejada como en un espejo invertido en los comentarios no dichos del entrevistado- y que vendrían a justificar la inexistencia de un verdadero pacto de confianza entre ambos.
Al revelar así la fábrica interna del testimonio, al desdoblar la conciencia del sujeto y disociar la voz del pensamiento, Ibargoyen no hace otra cosa que poner en cuestión el valor de veracidad del testimonio. Y no únicamente porque haya inadecuación entre lo dicho y lo pensado, sino porque también la hay entre lo que el testigo enuncia como voluntad y lo que hace como hablante. Ese es otro rasgo distintivo de esta práctica particular del género que Ibargoyen pone en escena: la conciencia de la dificultad del ejercicio, de las tensiones que desencadena, de las limitaciones que enfrenta, tanto en relación con el que lo escucha –interlocutor exterior- como cuando se escucha –el yo interior-.De allí que el testimonio sea a la vez un meta discurso, una reflexión sobre el testimonio y sus incertidumbres, sobre lo que llegaremos a saber o no de esa experiencia límite.
Discurso, metadiscurso y verdad
La noción de la “veracidad” testimonial es constantemente asediada, el espesor de la palabra o del silencio calibrado, el control sobre la propia voz puesto en duda:
Se quedó bien silenciado el preguntador. Será porque me salió muy limpita la respuesta, si hasta yo mismo no reconocí mi manera propia de hablar… ¿Es que el preguntar te cambia las mañas del responder? ¿O el responder hace distinto el modo de preguntar? Pero ya había decidido mezclarle las maneras del habla, así que se aguanta y chau. Aunque también hay manera de mezclar los distintos silencios que caminan entre las palabras y los pensares. (2013,23)
La situación dialógica es así indagada en la doble dimensión pragmática de su performatividad: la externa, la de la palabra proferida –¿la pregunta hace la respuesta? ¿La respuesta hace la pregunta?-; la interna, que se autoriza, al disociar las palabras y los pensares, no solo hablar con el silencio –el del entrevistado, el del entrevistador-, sino hablarse en silencio; y al mismo tiempo confrontar el discurso –la palabra proferida- con la voz que se supone propia y no se reconoce. Hay también allí una disputa de poder sobre el lenguaje, pero no ya entre el entrevistador y el testigo, sino entre la voluntad del hablante, el dictado de su conciencia, y la realidad del habla, la libertad del lenguaje como el lugar donde el inconsciente anida:
¿Qué me pasa, coño, si hasta pienso como si fuera otro? [No se puede nada contra la necesidad. […] Aunque lo que más me inquieta es la cauda incontenible de imágenes, angustias, estallidos de luz y de sombra, explosivas pulsiones, etc., que buscan con fuerza quedar representadas en este palabrerío. (2013,27)
Ya no se trata solo de disciplinar las palabras que se usan en aras de una deliberada estrategia comunicativa diseñada en función del interlocutor, sino del conjunto de memorias, sensaciones y sufrimientos que la palabra convoca, de la re-vivencia de una experiencia caótica y fragmentada((Ver Claudia Welz, Trauma, Memory, Testimony Phenomenological, psychological, and ethical perspectives, op. cit., p. 115: “[…] a number of re-experiencing symptoms, which imply that traumatized memory, time and again, ‘catapults’ the patient back into a past that imposes itself also in the present”)) que desdobla al sujeto, estableciendo un hiato entre el pensamiento y la palabra, una no-correspondencia perturbadora susceptible de degradar a la palabra en “palabrerío”. Si el diálogo reticente con el interlocutor desplegaba la dramaturgia externa de la función testimonial, lo que se pone ahora en escena es la tensión con el yo interno. Sin embargo, en ambos casos hay un rasgo común: ya sea por su carácter parcial – la verdad transmitida no incluye toda la información y además es orientada- o por la inadecuación entre lo pensado y lo hecho, la veracidad proferida aparece como discutible y discutida, al mismo tiempo que esa vacilación está perfectamente justificada por el carácter devastador de la vivencia que retorna. En ese caso, el lenguaje puede ser incapaz de expresar la experiencia, en la medida en que el trauma no se resuelve, sino que se activa y se reitera en el ejercicio de memoria.
Para Elzbieta Sklodowska,
El discurso del testigo no puede ser un reflejo de su experiencia, sino
más bien su refracción debida a las vicisitudes de la memoria, su intención, su ideología […] Así pues, aunque la forma testimonial emplea varios recursos para ganar en veracidad y autenticidad -entre ellos el punto de vista de la primera persona-testigo- el juego entre ficción e historia aparece inexorablemente como un problema.” (1982,379)
Graciela Velázquez, por su parte, precisa esa condición problemática desde la óptica del historiador:
A la dificultad antepuesta agreguemos la que tiene el historiador para establecer la condición veritativa del testimonio. Por supuesto, el testimonio no se corresponde en una escala uno a uno con los acontecimientos del pasado; no se puede decir que haya en él una verdad por correspondencia, sino a lo único que puede aspirar el historiador es a obtener del testigo una verdad como discurso coherente entre el hecho atestiguado en el pasado y la experiencia narrada en el presente. […]. Así que a mi entender, el testimonio no solamente debe valorarse por su contenido fáctico sino por el contenido de sentido que le otorga el testigo. (2016,218) [el subrayado es nuestro]
En uno de los pasajes que expresan la voz del yo interno en forma de monólogo interior, Ibargoyen vuelve a evocar el “desborde” de la palabra, esta vez haciendo hincapié en la enunciación de lo que él llama “sustancia personal” en el seno de la descripción realista. Como si ese aporte, no reclamado por el entrevistador –es más, censurado por él – permitiese franquear el umbral que va de la crónica a la ficción, desdibujara las fronteras genéricas y operase, al hacerse voz proferida, una metamorfosis profunda que, más que modulación del testimonio, anuncia una suerte de epifanía del sujeto:
A veces me sucede como que estoy inventando todito: al entrevistador y su oreja dispareja (porque no entiende puta de ciertos temas), al entrevistado para poner sus palabras en un libro, a las interacciones verbales, a los hablantes silenciosos como éste… Este jijo al final logra que diga yo hasta lo que nunca había recordado, capaz que hasta lo descubro o invento como pedazos de una tremenda verdad. (2013,36)
De hecho, lo que se explicita es el proceso de construcción de la verdad vivida, -subjetiva- que es otra que la verdad histórica –documental– buscada por un interlocutor que inhibe no sólo lo que puede parecer confuso, sino sobre todo lo que excede una imposible neutralidad.
Y ello porque, como en el proceso psicoanalítico, el relato acaba alumbrando una verdad que el mismo sujeto no puede abarcar cognoscitivamente. Entre la presentación y la representación hay un umbral imposible de franquear a pesar de los esfuerzos por controlar el discurso, puesto que para ello habría que neutralizar la siempre actual latencia del dolor y su retorno, salir de las palabras:
Es que hay cosas que duelen cuando uno las narra… ¿Cómo quiere usted que uno pueda vivir fuera de las palabras que uno mismamente usa? (2013,41)
Ese entramado de tensiones que condiciona la palabra y la perturba produce una suerte de extrañamiento respecto al lenguaje, a sus potencialidades expresivas y representativas, a las voces que lo atraviesan y lo desorganizan:
Siento que entre los dientes se revuelven parlamentos no usados, como si uno fuera el actor del soneto de Shakespeare, aquel que “demudado y torpe” suelta frases que corresponden a otros personajes de un drama sin título, y al final habla por todos y por nadie…la verdad, es que ando medio perdido entre tanta palabra cabra desmandada, como escribió mi amigo el poeta Juancito Cunha. (2013,61)
Contaminación afectiva, contaminación colectiva, multiplicación de planos o de voces, simulaciones y liberaciones; palabras olvidadas y redescubiertas, palabra poética… Resistir es salir del cauce, de la fórmula, del lenguaje vaciado o disciplinado, de la norma: “Hay algo que nos defiende, y eso es un desorden, un cierto desmadre, un poco de caos.” (61) El discurso se vuelve hospitalario y se colectiviza: acoge todas las adherencias de la memoria, las huellas del cuerpo, los objetos y los fluidos, los gritos y los silencios, la textura de lo indecible:
misturas de voces disímiles, versos pasajeros, canciones imborrables, escritas con erratas, sudor sin testigos, fotografías estropeadas, ropas con sangre, fragmentos de periódicos, grabaciones inaudibles, zapatos con barro, tripas del pueblo gimiendo a deshora, viejas banderas…(2013,66)
Restos, retazos, desgarramientos que siguen siendo aunque no se puedan nombrar ni recuperar: el lenguaje restaura el ser escamoteado que ya no es. Sin embargo, incorpora al mismo tiempo, como habíamos adelantado, un nivel metadiscursivo, ya que las condiciones mismas del intercambio y los códigos de la interlocución son sujetos a análisis crítico y deconstruidos, en la medida en que interfieren “preguntas engañosas y contestaciones desconfiadas”, toda sanción de verdad es dudosa: “¿Quién pregunta, quién riposta, quién redacta, quién interpreta, quién lee, quién miente o sueña? Sí, ¿quién?” (2013,78) Aquello de lo que Ibargoyen está a su vez “dando testimonio” es de la disputa de sentidos que se despliega, no sólo en el seno del lenguaje, sino en la enunciación misma del testimonio y en su circulación; en su construcción social y su proyección política.
La Historia está claramente establecida en el libro por los crudos relatos de torturas, desapariciones y muertes; por la interminable lista formada con los nombres encadenados de los desaparecidos, por el “catálogo de los horrores”. Hay sobrevivientes que testimonian la imposibilidad de testimoniar, y al mismo tiempo lo que Giorgio Agamben calificaría como “intestimoniable” se infiltra en el discurso por esos caminos alternativos. Débora Cerio recuerda la posición de Agamben: (Cerio,s/f,3)
Si la autoridad del testigo consiste en que puede hablar en nombre de un no poder decir; esto es, si ella no proviene de la conformidad entre la memoria y lo acaecido sino de la relación entre lo decible y lo indecible, la posibilidad de acercarse a la verdad está del lado de la comprensión
Manuel Reyes Mate, por su parte, comentando los Materiales preparatorios para las Tesis de la Filosofía de la Historia de Walter Benjamin, precisa que:
[…] el carácter científico de la historia se compra con la extirpación de todo cuanto evoque la condición originaria de la historia como recordación. La falsa vitalidad de la reactualización, la eliminación de la historia de los ecos que vienen de los “lamentos”, anuncian el sometimiento definitivo de la empatía al concepto moderno de ciencia.” (2006,306)
En ambos casos se impugna la pretensión documental de la Historia, que es la posición aparentemente adoptada por el entrevistador. En ambos casos el carácter científico inhibe la vivencia; en ambos casos la inasible dimensión de la experiencia traumática sólo puede colarse por los intersticios y apelar, no a los archivos, sino a la comprensión y la empatía. Allí es donde anida el sujeto incierto y herido del sobreviviente.
En el discurso de Ibargoyen conviven el testimonio personal de la prisión y la tortura con el de los otros, conocidos directamente o no, que han sufrido experiencias similares; es decir, lo testimoniable y lo intestimoniable, el relato de los supervivientes y el relato imposible de los muertos. Las relaciones entre esos dos planos –en tensión- del testimonio, que consiste a menudo en relatar los relatos, son sintomáticas de otro combate: el de preservar un núcleo íntimo de toda forma de profanación. Puede observarse, por ejemplo, que el narrador no relata con el mismo detalle y la misma crudeza las torturas que él ha sufrido que las que han soportado los otros “testigos” convocados. Y que cuando parece que va a hacerlo, siempre acaba desviando el relato y contando el martirio de otro u otra que habla por ese sujeto pero también por el yo. Tal desplazamiento de las voces – que implica a la vez una unanimidad de la vivencia- responde también a otras motivaciones: no adquirir protagonismo indebido –una forma de pudor frente a las víctimas reales- y hacer del propio discurso un testimonio colectivo al que todos tengan acceso y en el que todos sean hermanados, no sólo por el dolor, sino por la resistencia y por la utopía. En el que los testimonios se valgan los unos a los otros, se colectivicen y al mismo tiempo se equivalgan y fusionen en un reconocimiento unánime, aunque ello signifique aceptar algún grado de desposesión :
Lo que es muy cierto, señor, créame, es que uno termina por no darse cuenta si vivió la coyuntura o se la contaron o el que hizo la narración la recibió de otro camarada cualquiera como una vez que alguien me contó mi propia historia que yo le había contado… como si fuera la de él. El recuerdo compartido, polifónico, claro, duele menos… (2013,86)
En la instancia de interlocución con el entrevistador, la circulación de la palabra testimonial incluye un gesto de re-narrativización que unifica las historias en la historia y, paradójicamente, convoca las individualidades al tiempo que las disuelve. En el monólogo interior, en cambio, queda todavía espacio para la reivindicación de lo íntimo, privado y no comunicable: “A este tipo le cuento lo que quiero: la historia es mía en mí, mi historia es más libre que yo” (105), “No sé si entrarle al tema de los interrogatorios, es demasiado personal” (114), o bien: “creo que mejor le edulcoro las respuestas sobre los interrogatorios que me hicieron.” (114) En ese espacio de lo no dicho, en el que pensamiento y memoria van juntos, la unicidad del sujeto puede ser preservada en el santuario de lo íntimo: “Cada rememorización conlleva lo suyo muy propio, lo intransferible, lo que la define como instancia única e irrepetible, como una gota de agua que tiene su propia propuesta de lluvia…” (135)
Ese núcleo de lo incomunicable contiene dos ejes fundamentales: la dimensión privada de lo familiar, la dimensión del cuerpo torturado, que no es nunca contada en primera persona sino por persona interpuesta, no como un testigo de sí mismo, sino como testigo de un alter cuya voz ausente es rescatada o recordada, por delegación o por reflejo. Porque la verdad, si puede ser intuida, es esa multitud que el narrador ve cuando se mira en el espejo: ese flujo de restos, de hilachas, de fantasmas que nunca abandonarán al sobreviviente, y que colman todos los huecos de la representación:
Y las tantas sombras carnales, figuras humanas destruidas, contornos de muchachas violadas, perfiles de mozos marchitos, rasgos de ancianos pisoteados, montonera de libros y diarios calcinados, señales de zapatos perdidos, manchas de sémenes estériles, calzones enmierdados, coágulos de menstruaciones inútiles, hueserales brotando de tumbas saturadas, instrumentales de sórdidas cirugías, verbalizaciones mancilladas por un pútrido silencio”. (2013,197-98)
El testimonio, en la voz del testigo ficticio de Ibargoyen, no es, no puede ser una descripción objetiva y realista, histórica en el sentido disciplinar del término, sino una trama en movimiento de materiales residuales y una tensión constante entre la vivencia, el sujeto y el lenguaje. Palabra que se mide a sí misma y consigo misma, reivindicando sus impotencias y sus vacilaciones, acogiendo los huecos y las adherencias de la memoria y de los cuerpos, hasta proyectarse hacia un más allá del lenguaje que, finalmente, dice.
Notas
Bibliografía
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Pour citer cette ressource :
María Angélica Semilla Durán, Cuando el testimonio se cuestiona a sí mismo: Sangre en el Sur, de Saúl Ibargoyen, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), décembre 2020. Consulté le 21/11/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/ojal/cuando-el-testimonio-se-cuestiona-a-si-mismo-sangre-en-el-sur-de-saul-ibargoyen