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Formas de (decir) la violencia en « Sangre en el Sur. El fascismo es uno solo»

Par Raúl Caplan : Professeur des Universités - Université Grenoble-Alpes – ILCEA4
Publié par atusa le 08/12/2020

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Este artículo se interesa por ((Sangre en el Sur. El fascismo es uno solo)) de Saúl Ibargoyen Islas. Este texto ocupa un lugar aparte en la literatura de testimonio sobre la violencia dictatorial en el Cono Sur de los años 70-80. Libro inclasificable, a la vez ensayo, memorias y testimonio, ((Sangre en el Sur)) se esfuerza por comprender y conservar una parte de la historia de Uruguay -y, más allá, del subcontinente latinoamericano. Saúl Ibargoyen propone una lectura personal, íntima y colectiva, militante y proliferante de estos años de plomo, que intenta sacar lecciones y poner de realce la capacidad de resiliencia de los pueblos oprimidos. El autor, protagonista y testigo de esta historia de violencia, busca nuevas vías, nuevas voces para expresarla, utilizando en particular la dimensión poética de la lengua.

Algunas claves para entender la violencia en Sangre en el Sur: crítica al sistema neoliberal, Tupamaros y dimensión traumática de la memoria

Como lo muestra su título, este libro de Saúl Ibargoyen es por lo menos doble: por un lado, testimonio de una violencia situada geográfica (el “[Cono] Sur”) y temporalmente (los años 1960-1970), a través de sus marcas y sus efectos (la polisémica “sangre”); por el otro, como lo indica el subtítulo entre paréntesis, con su dimensión ensayística, afirmativa y comprometida, este libro es un alegato, una tesis que interpreta el presente del siglo XXI partiendo de un marco de lectura afincado en la nunca desmentida fidelidad del escritor al ideal comunista. Desde una perspectiva muy marcada por las concepciones sesentistas, Ibargoyen identifica como una forma de “fascismo” al modelo capitalista neoliberal ((Los vínculos entre las dictaduras latino-americanas y el neo-liberalismo de los “Chicago Boys” fueron bien estudiados y documentados, particularmente en el caso de Chile.)), retomando el clásico esquema que asocia a la oligarquía, al poder militar y al imperialismo norteamericano, que quedan calificados como “fachos” (este adjetivo, un uruguayismo que corresponde al “facha” peninsular, es utilizado dos veces en el libro y califica en ambos casos a los “milicos”,-uruguayismo peyorativo para designar a los militares). Este esquema es el que Ibargoyen va a aplicar a otras realidades y situaciones, como por ejemplo la del país en que vivió sus años de exilio, ese tan contradictorio México al que un escritor de quien no se pueden sospechar simpatías con las izquierdas -Mario Vargas Llosa-, dijera en 1990 que es la “dictadura perfecta”.

Puede resultar algo artificioso separar estas dos dimensiones, la testimonial y la ensayística; de hecho el libro bien podría haber tenido un título en espejo: “El fascismo es uno solo (Sangre en el Sur)”, porque para Ibargoyen hacer memoria no consiste sólo en rescatar personajes, situaciones, heroísmos y cobardías propias y ajenas, sino que su intención es inscribirse en una dimensión militante, prospectiva, en esa fe tan nerudiana según la cual la poesía no habrá cantado en vano. Tras estas observaciones liminares que dan cuenta de la riqueza y del carácter pol(is)émico de este libro, este trabajo se interesará en un aspecto más reducido de Sangre en el Sur, a saber, los modos de decir la violencia. 

Este libro de Ibargoyen llega en efecto después de una serie de textos que, para quedarnos en el ámbito uruguayo, trataron el tema de la violencia bajo los gobiernos constitucionales de Pacheco Areco y de Bordaberry primero, y de la dictadura cívico-militar después. Es larga la lista de escritores que dieron cuenta de esta violencia: Mario Benedetti en su poesía (Hombre preso que mira a su hijo) y teatro (Pedro y el capitán), Eduardo Galeano en numerosos textos que hibridan ficción, crónica e historia (Días y noches de amor y de guerra, la trilogía Memoria del fuego), Ernesto González Bermejo en su testimonio a dos voces con David Cámpora (Las manos en el fuego), Fernando Butazzoni en sus novelas (El tigre y la nieve, Las cenizas del cóndor, Una historia americana), Rafael Courtoisie en su carnavalesca y provocativa novela Caras extrañas, Carlos Liscano en su relato-testimonio El furgón de los locos, Mauricio Rosencof en El bataraz y tantos otros en novelas, ensayos, poemas, etc. Sin olvidar a otros escritores que tuvieron menos fortuna editorial, como Nelson Marra, Miguel Angel Olivera y otros que escribieron sobre desde y bajo la violencia estatal. Queremos decir con esto que Ibargoyen escribe este texto cuando los testimonios de ese pasado reciente ya son numerosos y diversos.

Hay que apuntar que en el plano de la memoria colectiva, el lugar que ocuparon los Tupamaros (miembros de un movimiento político uruguayo de extrema izquierda que actuó mediante la guerrilla urbana en los años 1960) en el relato de esta violencia estatal, opacó los relatos de otras víctimas, y entre ellas los de los comunistas. En efecto, debido a la particular condición de detención de los llamados “rehenes”, miembros de la cúpula del MLN-Tupamaros durante la larga década dictatorial, éstos tomaron una dimensión mediática muy importante, internacional primero (durante la dictadura), nacional después. Esta dimensión, que tiene sus antecedentes en la crónica-reportaje La rebelión de los cañeros de Mauricio Rosencof en los 60 o en La guerrilla tupamara de María Esther Gilio (libro premiado por Casa de las Américas en la categoría “testimonio” en 1970), se vio reforzada en los primeros años de la democracia gracias a la publicación de Memorias del calabozo de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, y posteriormente de la Historia de los Tupamaros de este último. Más recientemente, la transformación de José “Pepe” Mujica en ícono internacional del anticapitalismo (“el presidente más pobre del mundo”, el “héroe de la Antigüedad” del que habla Kusturica, etc.) o el estreno en 2018 de la película Compañeros (La noche de 12 años) de Alvaro Brechner han reforzado esta visibilidad de los Tupamaros, dejando en parte en la sombra a toda una historia de la resistencia y de la violencia que incluye a comunistas, socialistas, democristianos, pero también a miembros de los llamados “partidos tradicionales” a sindicalistas, estudiantes, o ciudadanos no afiliados a partidos políticos y que también fueron protagonistas de esa historia. También podría hablarse aquí de la tardía puesta en evidencia de la participación de las mujeres en esta historia; destacaría en este sentido algún texto pionero como el libro-entrevista que hace Lucy Garrido con Lilián Celiberti (Mi habitación, mi celda, 1988), y más recientemente Oblivion (2007) de Edda Fabbri o La tienta (2007) de Yvonne Trías. Estos dos últimos libros comparten con Sangre en el Sur el recurso a lo poético para decir la violencia.   

En el caso de Ibargoyen, hay que señalar como un interés suplementario el hecho de que su texto remite a un espacio extramontevideano: aquí también, hay que apuntar que la violencia dictatorial más difundida es la de la represión urbana, o la de las cárceles del extrarradio montevideano (cárceles de “Libertad” y de “Punta Rieles”, destinadas respectivamente a hombres y mujeres); y que la represión del interior que más se conoce es la de los cuarteles en los que estuvieron detenidos precisamente los llamados “rehenes”, esos Tupamaros que cada tantos meses pasaban de un cuartel a otro y sobrevivieron en condiciones infrahumanas. En cambio, la represión en las ciudades y pueblos del llamado interior del país no ha tenido la misma difusión, y conviene destacar el aporte de Ibargoyen a esta Historia aún no del todo escrita. En su caso, se trata de la particular zona riverense; este departamento, limítrofe con el Brasil, quedó, una vez más, relegado en el interés y en la memoria colectiva por el lugar que ocupó otro departamento fronterizo con el Brasil, Artigas, y especialmente la ciudad de Bella Unión, cuna simbólica del movimiento tupamaro a través de los “cañeros” ((Estos trabajadores estacionales en los cañaverales eran víctimas de une explotación vergonzosa y vivían en una precaridad extrema. Raúl Sendic los ayudó a crear un sindicato y organizó varias marchas hacia el Parlamento para denunicar sus condiciones de vida y de trabajo (cinco marchas tuvieron lugar entre 1962 y 1971).)), de sus reivindicaciones y de sus marchas. Este acaparamiento de la memoria resistente por parte de los Tupamaros ha sido un tema altamente polémico y que ha dejado sus marcas en el Uruguay contemporáneo.

Sangre en el Sur está concebido como un dispositivo narrativo complejo, en el cual, en un primer momento, el yo no aparece como (pro)motor de este testimonio: hay un interrogador (cuya identidad se desvela en el explicit), cuyo proyecto es hacer “una obra de testimonio” dentro de la cual las palabras del yo serán solo una parte. El íncipit anuncia el proyecto con una metáfora cargada de sentidos: “¿Así que usted quiere que yo revuelva la caca con un palito? Es una mierda vieja, a quién le importa… capaz que ni olor le queda.” ((Todas las citas están tomadas de la versión en línea en el sitio internet de PalabraVirtualhttps://palabravirtual.com/pdf/Sangre%20en%20el%20Sur%20_el%20fascismo%20es%20uno%20solo_Saul%20Ibargoyen.pdf. Por esta razón no se indica número de página.)) Convocar la memoria se asocia pues a una actividad infantil, lúdica y secreta que da cuenta de la ingenuidad y curiosidad del niño, el cual, explorando y ampliando su conocimiento del mundo, descubre lo excremencial, se acerca a las fronteras del asco. El texto propone esa asociación sirviéndose de la expresión sentenciosa y lexicalizada (“no hay que revolver la mierda [o: la caca]”) que remite a una forma de sabiduría popular; de modo que hacer esa inmersión en la memoria aparece como una actividad peligrosa y desaconsejada, pues puede hacer surgir el hedor apresado en su interior, la blandura encerrada en la costra seca. Pero a su vez el narrador minimiza (parcialmente al menos: “capaz que”) los riesgos, pues el tiempo habría -quizás- suturado las heridas (o secado la mierda).

La saturación de referencias a lo excremencial en este inicio genera una multiplicidad de sentidos: en primer lugar, pone de manifiesto la dimensión traumática que supone explorar esa memoria. Subraya también la presencia del excremento -y de otros humores corporales- como elemento central en el juego perverso de la violencia (por ejemplo, en el “submarino” o “tacho”, tortura consistente en hundir la cabeza del detenido en agua mezclada con orina y excrementos). Muestra por último la dimensión física, corporal que adquiere la actividad memorial. La memoria está situada en el cuerpo, el cuerpo está a veces habitado y hasta sitiado por la memoria: los recuerdos dolorosos, escribe Ibargoyen, se han “amontonado en las entretelas ((A notar que este término, literario y algo desusado de “entretela(s)”, aparece dos veces en el libro, una vez para hacer referencia a la “agrietada ánima”’ y la otra a la “memoria”. Según la RAE, “entretelas” en plural designa las “entrañas” (“cosas muy ocultas y escondidas”).)) de la memoria”, y desde allí, como animales hambrientos, “[mastican] los forros del corazón” ((En El tigre y la nieve de Fernando Butazzoni, se utiliza otra metáfora cercana a ésta, la de los “bichos” que viven en el interior del cuerpo de la ex-víctima de torturas, que proliferan y que salen a la superficie con los recuerdos.)), están hundidos en algún lugar del cuerpo e, impensadamente, afloran en “la superficie del cerebro”, son “cosas que duelen cuando uno las narra”. 

Este riesgo de acercarse al asco y al dolor va a dar lugar a diversas estrategias de distanciamiento. Como ya se ha apuntado muchas veces, es extremadamente complejo contar la tortura. El debate sobre la capacidad de la literatura en este ámbito es vasto, y se ha ampliado a reflexiones sobre el teatro, el cine, etc. En el Uruguay, Carlos Liscano necesitó casi tres lustros para poder sacar a luz su propia experiencia de la tortura en un relato. Las tentativas de dar cuenta de esa violencia con inmediatez, en el plano poético, se encuentran en un poemario poco conocido de Miguel Angel Olivera, Los que no mueren en la cama. Poética de la tortura, en el cual el poeta trata de expresar, con total crudeza, esas vivencias extremas. Sin embargo lo más corriente es que las víctimas se refugien en el silencio, o que busquen formas de distanciamiento para evocar estas cuestiones. En el caso de Ibargoyen, estos distanciamientos se obtienen mediante diferentes estrategias. En primer lugar, conviene distinguir la diferencia de tratamiento de la violencia sufrida por el yo de aquella sufrida por otros.

La violencia ejercida sobre los Otros

A propósito de la violencia no sufrida en carne propia (pocas veces la expresión se ha ajustado más a la realidad), la primera referencia que encontramos en Sangre en el Sur remite a una prostituta que protegió en algunos momentos al narrador: se trata de “Flora, la mulata más nalgona en muchos burdeles a la redonda”, y que, denunciada por la dueña del prostíbulo, es detenida, torturada y desaparecida. El narrador no entra en los detalles de esa violencia (las cursivas son nuestras):

En el cuartel a la mulata le hicieron de todo, que imaginación para el mal les sobraba y les sobra a los cabrones uniformados. Al final, como estaba impresentable hasta para mostrarla a la prensa como una subversiva, o una guerrillera, o una terrorista, la desaparecieron. 

La violencia queda reducida a cuatro palabras (“le hicieron de todo”) y a los efectos de esa violencia (“estaba impresentable”): se evoca la “imaginación para el mal” de los torturadores, la cual convoca, como reflejo, la imaginación del propio lector. De este modo se invita a pensar el mal, a enfrentarse con él, a aceptar también que esa “imaginación para el mal” está virtualmente en cada uno de nosotros. Más adelante leemos que “A dos o tres camaradas […] los sumieron en el cuartel como a la Flora… y nunca más se supo nada…”. La violencia ejercida es tratada también aquí de manera elíptica: viene anunciada por el verbo “sumir”, que tiene múltiples connotaciones, pues ese “hundimiento” puede remitir a espacios reales (a menudo las salas de tortura eran subterráneas), pero también a técnicas de tortura (como el ya citado “submarino”). La presencia reiterada de puntos suspensivos da cuenta de ese espacio-tiempo de la tortura; las palabras sólo se detienen en los efectos de esa violencia, a saber la invisibilización de las víctimas: ese “y nunca más se supo nada” engloba el hecho de no tener noticia de esas personas y remite a la desaparición de los cuerpos como estrategia del poder represivo.

El narrador apunta en varios momentos que no quiere contarle al entrevistador (ni contarse a sí mismo) escenas precisas de tortura: este rechazo responde a una voluntad de protegerse, pues la evocación de las torturas sufridas por otros despierta recuerdos propios, y/o de proteger a las personas involucradas, que pueden haber reaccionado de manera muy diferente a la tortura (por ello los nombres suelen ser cambiados: “una conocida mía, llamémosla Gabriela”). Este pudor para contar escenas de violencia puede también ser el fruto de una desconfianza sobre la eficacia del acto mismo de contar, e incluso sobre los usos (y abusos) posibles de la violencia en los discursos, que pueden caer en formas de obscenidad, de espectacularidad. El autor-narrador no quiere agregar unas líneas más al recuento de violencias que, por abundantes, pueden generar formas de saturación o hasta convertirse en estrategias de marketing del sufrimiento: “Ah no, ¿que quiere usted un ejemplo especial de suplicio? Mire, no me agrada narrar esas cosas: ya hasta hay demasiada literatura, y el cine y la tele y las narrativas orales…”.

Por otra parte, la tortura es vista desde dos puntos de vista; por un lado, como estrategia, como mecanismo extremo de biocontrol (herramienta del “sistema”, como lo llama Galeano en Días y noches…). Es por ello que se la sitúa en una diacronía, y que aparecen diversas referencias históricas: “las crucifixiones múltiples de esclavos en la antigua Roma”, “la violencia de la Santa Inquisición”, la violencia del nazismo (a través del resistente comunista checoslovaco Julius Fučík y de los campos de concentración). Otras referencias remiten a la extensión de la tortura en América latina, a la presencia de una internacional de la tortura (las “academias de Panamá”, los “asesores gringos, brasileños, argentinos, chilenos, paraguayos, israelíes e ainda mais…”), al papel de la CIA (“la ci-ai-ei”, presentada siempre a través de la escritura fonética que pone en el centro, también fonéticamente, el grito de dolor (ai=ay)). Por último, el contexto de escritura lleva al yo a apuntar a las prolongaciones en el presente, a través de las referencias a la intervención violenta de fuerzas policiales y militares en México (los llamados “Disturbios de Atenco” de 2006 en San Salvador Atenco y, ese mismo año, en Oaxaca, la violencia que dejó un saldo de varios muertos, muchos de ellos por responsabilidad de grupos paramilitares). Se puede citar en este apartado sobre la tortura como estrategia del poder el testimonio de un comunista español (“Leonardo o ‘Lolo’”) refugiado en Uruguay, a quien el narrador conoció en su infancia, y cuyo relato le dejó profundas huellas: "fueron las primeras lecciones sobre represión que me daban, en mi niñez";

[el Lolo] me contó lo que hacían los marroquíes del enano Franco y sus camisas pardas con las mujeres de toda generación al grito de: ‘¡Bragueta libre!’ Y los asesinatos en plena calle, y las mazmorras llenas de mierda y de coágulos y de trozos de ciudadanos desparramados como basura.

El hecho de que la tortura aparezca como una suma de conocimientos acumulados y transmitidos ((“También por esos tiempos, parece que el Ejército envió expertos en tortura como asesores a El Salvador, igual que hicieron las fuerzas armadas de Israel y posiblemente de Argentina.”)), y de que exista una ciencia o disciplina de la tortura -que el yo denomina con humor mediante el neologismo “torturería”- va en el mismo sentido. Todas estas referencias se sitúan en la lógica demostrativa de la que hablamos inicialmente (a saber, que “el fascismo es uno solo”) y por esta razón no nos detendremos tanto en ellas aquí. 

El otro punto de vista remite a una dimensión menos política y más humana: el narrador muestra cómo en la tortura confluyen los objetivos macro (del capital globalizado) y una dimensión individual, psicopatolٕógica: la tortura es esa actividad que permite liberar los fantasmas de los torturadores y poner en práctica todo tipo de perversiones. En algunos casos, son situaciones anecdóticas, inocentes casi (como “[la] del soldadito que coleccionaba calzones de la gente en cana” [cana: uruguayismo por “prisión”]). En otros se tratan de perversiones mórbidas como la de ese torturador frente al cadáver de una detenida que ha muerto asfixiada por el “submarino seco”: “¡Mirá si no parece un pescado afuera del agua!’ se rió un torturador hijueputa”.

El placer de los torturadores se subraya en la referencia recurrente a gestos, a menudo gratuitos, que se concentran en zonas erógenas: “Uno sin importancia cualquiera te apretaba los huevos en un interrogatorio, otro te metía la picana eléctrica en el mero culo, otro más se tiraba con violencia a alguna de las detenidas.” Es significativo en esta cita el uso del “tú” impersonal, que incluye al yo en ese grupo de las víctimas, y que sólo desaparece en la parte final pues las víctimas son en este caso exclusivamente mujeres. Un ejemplo de la liberación de los fantasmas más perversos es el caso de la llamada Gabriela, donde se narra la violación de esta joven por un perro, orquestada por un oficial. La escena es una de las pocas que viene contada con bastantes detalles: se trata de un “perrazo, que, de inicio no más, empezó a olfatear a la Gabriela por cuantas partes podía, y a lamerla también” y que luego “se [trepa] a la joven, “desgarrando las pieles de la espalda a punta de pata, babeándose sobre la nuca, buscando furiosamente la posición para el encuentro, mientras a la Gabriela la sujetaban dos milicos…”. Además de proyectarse en los sentimientos de la muchacha (que “temblaba de asco, de los dolores acumulados, de la vergüenza interminable”), la voz narrativa establece una relación entre ese oficial perverso y “el Bicho” (nombre del perro). En la escena, ambos están igualmente excitados y lo manifiestan del mismo modo: el Bicho actúa “babeándose”; el militar observa y da instrucciones con una voz “salivosa”. El perro es pues una prolongación de este oficial, la “bestialización” es aquí total y literal. Esta sexualización de la tortura es percibida como la gran amenaza por los resistentes o detenidos. Así, durante una reunión clandestina en la que participa el protagonista, llaman a la puerta y el miedo que esta llamada imprevista genera es “un congelamiento súbito de testículos y vaginas”. En otro caso, a un prisionero lo obligan a hacer una felación y para defenderse, en un acto heroico, muerde con violencia el sexo del agresor.

En otro momento se evoca la creatividad de los torturadores en su búsqueda de nuevos métodos, algo que relata Carlos Liscano en El furgón de los locos, cuando da cuenta de cómo experimentan con él una nueva técnica (“Esto se llama caballete. No lo conocía. Ellos lo están estrenando conmigo, y aprendiendo a usarlo.”((Luis Yarzábal apunta que el caballete “Parece ser un aporte tecnológico del régimen uruguayo. Se originó en los cuarteles de caballería, utilizando los caballetes donde se dejan las sillas de montar. Se sienta al prisionero sobre la barra horizontal (que se coloca entre sus piernas) dejándole como único punto de apoyo el periné. Causa dolor intolerable, laceración de la superficie perineal, lesiones neurológicas (traumatismo de los nervios pudendos) y lesiones génito-urinarias.” (in “La tortura como enfermedad endémica en América Latina: sus características en Uruguay”, Nueva Antropología, vol. VII, núm. 28, octubre, 1985, pp. 75-92 Asociación Nueva Antropología A.C. Distrito Federal, México. Disponible en https://www.redalyc.org/pdf/159/15972806.pdf.))). Algo similar describe Ibargoyen al hablar de la técnica consistente en colgar al preso y atarlo con alambres, desatándolo brutalmente después para producir derrames sanguíneos por todas partes del cuerpo que pueden conducir a la muerte.

La referencia a la tortura pasa a veces por la simple enumeración: “Desde el submarino hasta el caballete, desde la picana eléctrica hasta la arrancada de uñas, desde reventarles los oídos hasta meterles un palo en el culo, desde hundirlos en un pozo hasta colgarlos como reses en el matadero.” Se subraya así el aspecto sistémico, organizado, y también se da cuenta de la lógica de la tortura, cuyo objetivo es, como bien se sabe, múltiple: obtener confesiones de los torturados (hacerlos “cantar”), destruirlos psíquica y físicamente, diseminar el miedo dentro de toda la población. La lista de torturas posibles da cuenta de esta industrialización y banalización de la tortura. 

La violencia sufrida en carne propia

El dispositivo narrativo creado por Ibargoyen hace del narrador un entrevistado (por un “periodista” o tal vez un “investigador politólogo”, como se afirma de manera algo ambigua en las primeras páginas), pero el texto incluye tanto sus respuestas como lo que se guarda para sí -y para su lector, pues esos textos en cursivas funcionan como los apartes en el teatro. El relato de la propia experiencia comienza de manera clásica, evocando la técnica del ablande, llamada el “plantón”. La interrogante del encuestador (presente implícitamente e insertada en el discurso del narrador) da pie a una explicación de esta técnica de tortura (“¿Cómo era eso? Pues…”), mediante una descripción detallada pero que no se basa exclusivamente en la experiencia propia sino que, mediante el juego de los pronombres personales, diluye la experiencia personal en la colectiva: esto se logra gracias al uso de formas impersonales que pueden incluir al yo (“a usted lo paraban”; “a uno […] se le ponía blandito el corazón”) o excluirlo (“Hubo quien vomitó”; “a veces algún detenido se desmayaba”), y de (escasas) referencias a la primera persona (“Huele feo el pelo quemado, pero la cachucha algo me protegió”). Incluso, las referencias en primera persona resultan ser formas también generalizantes, como cuando escribe “Aguanto, luego existo”, pues la parodización del cogito subraya el alcance universal de la reflexión. También el uso de los tiempos verbales contribuye a este distanciamiento en el relato de la experiencia vivida: el relato en pretérito, que remite a la vivencia propia, es el menos presente; en cambio, abundan los imperfectos (“algún detenido se desmayaba”, “se ensañaban”, etc.) que insertan la experiencia propia dentro de la colectiva.

El relato de las torturas sufridas viene presentado pues de manera bastante tangencial, incluso en uno de esos textos reflexivos en cursivas aparece la reflexión del yo sobre la necesidad o la pertinencia de contar tales experiencias. Las razones aducidas para callar (o haber callado hasta ese momento) son varias: porque se trata de algo “demasiado personal”; porque no quiere parecer que “[está] llorando o jugando a la pobre víctima indefensa”; porque “sólo cayendo en medio de las flamas sabemos cuánto quema el fuego”. En otras palabras, la experiencia de la tortura parece ser personal e intransferible, pues pone a prueba los límites de la resistencia del individuo, límites que sólo en circunstancias como esas pueden establecerse realmente. Sin embargo hay otra razón para callar o evitar el tema, y es que contar la experiencia de la tortura toca zonas demasiado sensibles de su propio ser. Como lo dice con humor e irrisión distanciadoras, hacerlo supone emprender ese “cacareado viaje al fondo de uno mismo”, el cual presenta grandes riesgos para la propia integridad, porque nunca se sabe “cómo regresaremos de ese viajecito”. Cabe notar que el uso del término “cacareado” resulta doblemente interesante ya que permite introducir una nota de irrisión (quien cacarea actúa como un “gallo”, presumiendo de algo), pero también incluye lo que Henri-Paul Jacques llama un “intrasignificante”. (( Cf. Du rêve au texte. Pour une narratologie et une poétique psychanalytiques, Montréal, Guérin littérature, 1988, p.171.)), es decir palabras que en un texto se ocultan dentro de otras (aquí, la palabra “caca”). La metáfora del viaje será completada y rectificada páginas después, cuando hable del dolor como una “bestia colmilluda” al acecho dentro del “ánima” ((Ibargoyen prefiere este término al más usual de “alma”, tal vez por las connotaciones cristianas de este último, que establecen una dicotomía entre cuerpo y alma, mientras que “ánima” destaca, por su etimología (=soplo, aliento) la dimensión inseparablemente espiritual y corporal del ser.)), y nos dé a entender que, aunque no se la transforme en relato, la experiencia traumática de la tortura no es simplemente un ir hacia algo pasado, sino un estar, una presencia permanentemente amenazante para la víctima. De ahí que el yo llegue a esta paradójica conclusión: “En fin, creo que mejor le edulcoro las respuestas sobre los interrogatorios que me hicieron, así este tío se calma y me deja pensar en otros temas.” (las cursivas son nuestras).

Edulcorar (suavizar) el relato de la tortura sufrida es una forma de protegerse, pero también una forma de asumir esa incomunicabilidad de la que hablábamos antes; lo más que se puede hacer, parece decirnos, es acercar al lector al umbral de esa experiencia, pero no se lo puede llevar más allá. El narrador renuncia, en cierto modo, a servir de guía, de cicerone, como Virgilio en el Infierno de Dante. El lector debe aceptar que sólo le llegará parte de esa experiencia y que, de todos modos, si se la relataran en detalle, nunca llegaría a comprenderla en su cabalidad. Tras estos pruritos y reticencias (que volverá a manifestar otras veces; por ejemplo: “Creo que ya le dije bastante”), viene el relato del primer interrogatorio, con su puesta en escena clásica (la presencia del torturador “malo” y del “bueno”), pero cada zambullida en esos recuerdos genera dolor (lo que lo lleva luego a “[solicitarle al entrevistador] vacaciones por un par de días”, a detener la charla para no dejarse llevar por ese torbellino de recuerdos dolorosos).

Vemos pues que en este texto hay diversas estrategias de acercamiento a  (y distanciamiento de) la tortura: algunas de ellas ya las hemos presentado, como la elipsis, la enumeración, la utilización de formas impersonales o generalizadoras, el uso del humor. Se podrían agregar otras como el juego con distintos registros de lengua (el choque de registros diferentes o contradictorios; la combinación de uruguayismos, mexicanismos y peninsularismos; la dimensión coloquial); los juegos de palabras, el ir y venir entre las historias individuales y la Historia, etc.

La poesía como estrategia para decir la violencia

Antes de terminar, quisiera centrarme en una estrategia poco frecuente en los primeros testimonios de la violencia rioplatense, pero que comienza a despuntar en los 2000, sobre todo en textos de mujeres, como por ejemplo Edda Fabbri en Oblivion o Yvonne Trías en La tienta. Se trata de la utilización de la lengua poética. Es cierto que el encierro y la tortura habían dado lugar a numerosos textos poéticos, pero es menos habitual que se inserte lo poético dentro de textos puramente testimoniales. No obstante, Ibargoyen es antes que nada poeta, y su relación con la escritura pasa por la experimentación propia al lenguaje poético. Lo poético debe entenderse en Ibargoyen no como una cuestión de versos, rimas o metros, sino como una manera de confrontarse al lenguaje, de desmontar los lugares comunes, de deshacer las certezas y de proponer encuentros inesperados que produzcan una chispa. La palabra “poesía” aparece sólo dos veces en este texto, y si dejamos de lado una que hace referencia a un amigo cubano fallecido (el poeta y ensayista Luis Suardíaz), la otra da cuenta de una experiencia del encierro, a saber la promiscuidad en la Jefatura de Policía cuando varios detenidos están a la espera de la liberación.

[…] empecé a realizar ejercicios físicos en espacio reducido, según me enseñaron algunos compañeros, y por mi cuenta a probar una serie de posturas yogas de mi invención. Un día abro los ojos para salirme del estado de ensoñación, más propio de la poesía que de la cárcel, y veo que varios de los inquilinos de la celda estaban en lo mismo. ‘Me calma en pila [=mucho] y además me quita el hambre’ una de sus voces de ellos. ‘Te baja la angustia oral, pelotudo’ otra de sus voces. Verdad o no, aquello sin querer disminuyó la tensión colectiva producida por un continuo rozar cuerpos ajenos, respirar olores ajenos, soportar mierdas ajenas, aguantar historias ajenas, escuchar masturbaciones ajenas, despertar por ronquidos ajenos, tolerar culpas ajenas, absorber mezquindades ajenas, digerir delirios ajenos…

A través del paralelo con la práctica del yoga, la poesía aparece aquí no como un acto de creación, sino como una práctica que permite abstraerse del entorno y establecer un contacto diferente con la realidad, generar un “estado de ensoñación” que es una manera de conectar con el imaginario del individuo. Lo interesante es que esta experiencia esencialmente individual resulta compartible y compartida, de modo que la experiencia de poetización que hace el individuo culmina en un encuentro con el otro. A la manera de los místicos (pero con la dimensión siempre colectivista que caracteriza a Ibargoyen), el yoga (la poesía) permite acceder a una consciencia superior: “En definitiva, y más allá del origen genético y social, éramos fragmentos de algo más grande que la multiplicación de todos nosotros por todos nosotros”. De estrellas aisladas a constelación, de supuesta totalidad individual a aceptación de nuestra dimensión fragmentaria, imperfecta, la poesía es la puerta de acceso a nuestra propia humanidad, y como tal aparece en este testimonio. La poetización es como la flor en el basural; en el final de la extensa cita que acabamos de dar, la dimensión poética es evidente: “rozar cuerpos ajenos, respirar olores ajenos, soportar mierdas ajenas, aguantar historias ajenas, escuchar masturbaciones ajenas, despertar por ronquidos ajenos, tolerar culpas ajenas, absorber mezquindades ajenas, digerir delirios ajenos”.

Esta poetización se hace patente en esta cita a través de los numerosos paralelismos, de las repeticiones (el adjetivo “ajenos/as” aparece nueve veces), de la presentación en cada sintagma de dos polos que se oponen (Yo y el Otro).También se nota por la organización de los términos: en una primera parte dominan lo sensorial (tacto, olfato, oído) y lo corporal (fluidos, humores, excrementos); se agrega luego una dimensión mental o moral (con las referencias a “historias”, “culpas” y “mezquindades”) que se va imbricando en esa realidad primera (“masturbaciones”, “ronquidos”). Cuerpo y alma (o cuerpo y ánima, dixit Ibargoyen) terminan confundiéndose en el último término de esta enumeración: “digerir delirios ajenos”. En efecto, la formulación combina voluntariamente ambos registros, el corporal (la digestión) y el mental (el delirio), multiplicando los lazos por la presencia de las asonancias (en i) y las aliteraciones en d y en g. Sin embargo, a diferencia de lo que marcaban los verbos antes usados, que ponían el acento en lo desagradable de la experiencia de la promiscuidad (soportar mierdas, aguantar historiasٕ despertar por ronquidos, tolera culpas, etc.), la digestión del delirio del Otro es la forma más perfecta de aceptación e integración del mismo: “digerir delirios ajenos” es hacerlos propios, del mismo modo que el Quijote hace suyas las alocadas historias de las novelas de caballería.

El verbo “digerir” enlaza con la dimensión corporal apuntada al inicio de esta ponencia y visible en el íncipit. Pero “digerir” es también un verbo que da cuenta de la necesaria actividad del lector confrontado a un texto cuyo estatuto híbrido es constantemente reivindicado: caracterizado las más de las veces como “entrevista”, también a menudo como “crónica” (o “rara crónica”, o “especie de crónica”), el texto es también presentado como “historia”, “testimonio”, “relato” y, en el explicit, se revela como falso “diálogo”, “monólogo dramático” o “monodiálogo unamuniano” (pues en la “vuelta de tuerca” final nos enteramos de que el entrevistador “¡nada más no existe!”). A todos esos términos podrían agregarse otros: ensayo, panfleto, drama, fábula, relato autobiográfico, memorias… Yo quisiera agregar otro, aunque esté ausente: en efecto, nunca se define a este texto como poema, cuando bien se lo podría considerar como un extenso poema épico, en el cual el héroe sería no individual sino colectivo. A la manera de la Cantata de Santa María de Iquique de Luis Advis, popularizada mundialmente por el grupo chileno Quilapayún, a partir de unos hechos históricos precisos (una tragedia con una dimensión sociopolítica evidente) se construye un fresco que busca dar cuenta de la humanidad con su grandeza y sus miserias, sus actos de coraje y sus traiciones, que busca salvaguardar memoria propia y memorias ajenas. Las fechas de creación que quedan estampadas en la última página (“7 de septiembre-11 de diciembre 2006”) dan cuenta de la premura, o incluso de la urgencia con que fue compuesto este libro. Voluntad abarcadora, a la manera de Asturias en sus Leyendas de Guatemala, de Neruda en su Canto general o de Galeano en sus Memorias del fuego, el poema se cierra sin embargo con otras referencias intertextuales: la más transparente al “otro” gran poeta del siglo XX latinoamericano, César Vallejo, y a su soneto “Intensidad y altura”. Del mismo modo que la voz poética vallejiana “[Quiere] escribir, pero [le] sale espuma”, Ibargoyen cierra su libro-poema con una referencia a la sangre espumante del Cono Sur. Ésta, como en el mapa de Sudamérica “invertido” por Torres García (que pone en imagen su máxima “Nuestro Norte es el sur”), se derrama de Sur a Norte para “[crujir]” en las revueltas y violentas represiones de 2006 en México (en Chiapas, Guerrero, Oaxaca…), haciendo del territorio mexicano el espacio de un nuevo combate entre el rojo y el negro (la vengadora y justiciera espuma roja que asciende desde el Cono Sur se encuentra allí con “una espuma negra” que “del Norte desciende”). Esa mezcla de sangres ((De « toda la sangre », como se lee en la penúltima línea, y que tal vez constituye otra referencia intertextual, en este caso al novelista peruano José María Arguedas y a su novela-fresco Todas las sangres.)) produce un choque brutal, que se condensa en la imagen sinestésica de la sangre que “cruje”, como si rompiera una presa, como si desbordara de su cauce y produjera un movimiento tectónico; sangre que fluye y confluye, “sangre interminable” que, a su paso, arrasa con todo, como ese “mar de sangre derramada” que evoca Alberti en sus “Coplas de Juan Panadero”, sangre que da cuenta de la tragedia, pero también sangre que fertiliza suelos y sueños, sangre de la utopía, sangre amada y armada, sangre esperanzada y sangre poetizada, dotada de una capacidad poética (de poiesis, creación) como lo sugieren las últimas siete palabras de este texto, que constituyen un perfecto endecasílabo: “Y aquí toda la sangre cruje, / no deja de formar su propia espuma.” La sangre-espuma, la sangre que es puma (otra vez Vallejo: “Quiero escribir, pero me siento puma”), esa sangre derramada en Montevideo, Asunción, Buenos Aires, Santiago de Chile, Aguas Blancas, Oaxaca, pero también en la imaginaria “Rivamento” (creada por el propio Ibargoyen) se vuelve tinta encarnada y circula a lo largo de este polifónico poema que es Sangre en el Sur.

Notas

 

Bibliografía

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Pour citer cette ressource :

Raúl Caplan, "Formas de (decir) la violencia en « Sangre en el Sur. El fascismo es uno solo»", La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), décembre 2020. Consulté le 19/04/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/ojal/formas-de-decir-la-violencia-en-sangre-en-el-sur-el-fascismo-es-uno-solo