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Selección de poemas y otros textos de Saúl Ibargoyen Islas

Par Saúl Ibargoyen Islas
Publié par atusa le 08/12/2020

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Esta selección es sólo una muestra de la importante y profusa obra poética de Saúl Ibargoyen Islas. Cumple con la función de acompañar e ilustrar el trabajo “Los exilios, Saúl Ibargoyen Islas en su poesía” de N. Giraldi Dei Cas que se incluye en esta publicación de La clé des Langues. Se publica con el amable permiso de Marilúz Suárez.

Selección de poemas y otros textos

Pasión para una sombra

                                                     Montevideo: Ediciones Deslinde, 1959.

 

Retrato

 

No soy optimista.

He crecido de golpe

subiendo a saltos

los peldaños del alma.

No soy demasiado alegre

ni demasiado expansivo.

Todavía no tengo pasado:

Hablo con los demás,

camino por los parques,

escribo de veinte

maneras diferentes,

me gusta el futbol,

leo los diarios,

visito a los amigos,

comento algunos libros,

vigilo mis pasiones,

termino mi trabajo.

Soy sencillo, tengo

veintiocho años y, es claro,

sombras y errores,

culpas que me duran meses.

No quiero tener razón,

ni saber si estos versos

son cortos o largos,

ni tampoco, en verdad,

tejer un laurel

o hacer mi retrato:

soy tan parecido a todos,

tan igual

a lo que canto.

Por eso no importa

que me olviden,

que sepan tan sólo de mi cara,

de mi sobrenombre

o de mis años.

Debo decir algo todavía,

con cierto sabor testamentario:

nada estará

por debajo de mis actos,

y no daré nunca las espaldas

a la última cosa

que pueda caber en mis palabras

 

 

Arte poetica

 

Recojo largas

notas de tango

que suelen caer de los balcones,

y el hambre de tantos perros

que surcan su olvido

de calles y nombres.

Estoy atento al desempeño

que entiendo corresponde

a mi esperanza

que aunque la nombre apenas,

como al paso,

es quien me empuja

y me distrae

del sopor, del humo,

del sucio latido de la vida.

Tomo nota, además, de mi cuerpo:

invento un río

que entre mi piel y hueso

va creciendo,

e incluyo estos instantes

en que el mundo

declina su pasión

y me alimenta.

 

 

El libro de la sangre

                                                             Montevideo: Ediciones Deslinde, 1959.

 

Palabra sola

 

Es Saúl, tu hijo,

el que habla,

el que ahora ve

esa línea

que tan recta de lejos

nos parece.

Mi mano no es la mano

del niño que escribía

aquellas frases con su cuota

de banderas y colinas.

Ni mi boca es la boca

que inventaba

fórmulas extrañas

donde acostar los sueños.

Mi boca, padre,

es solo un par

de duros y oprimidos

labios que piensan.

El momento es éste,

de saber

dónde está

el sol antiguo de las cosas,

el sol profundo, el mismo

de las tardes y los años,

el calor dorado que no siempre

poníamos en todo.

Pienso que hablábamos

muy poco

que debí retener

por más tiempo

tu mano,

que gritaste hacia la noche

y que estabas solo.

Pienso que no supe tener

mi corazón atento

que no he sido lo bastante ágil

para ir detrás tuyo

y detenerte

¿Qué podría decirte ahora,

si estuvieras

levantando tu guitarra

ese árbol claro,

sostenido con silencios,

con pájaros que esperan

tus mágicas señales?

Pienso

que para qué seguir

pensando,

que es la hora

de la fruta,

no del llanto;

la hora de empezar

el trabajo con tu barro,

no del llanto.

Pienso

que es la hora sencilla

del alma o de la carne,

que viene vestida

con tu único traje.

La hora, padre, en que no sé

cómo estar triste,

porque nunca

antes

te hablé de esta manera.

 

 

De este mundo

Montevideo: Aquí poesía, 1963.

 

Advenimiento

 

Viniste,

no sé cómo has llegado.

 

En hombros te trajeron:

tu agilidad dormía

como el vientre de las piedras.

 

A tu llegada

no asistieron los sueños,

no se molestaron

los sabios

ni se incomodaron

los necios.

 

Los hombres del mundo

estaban ocupados,

pero tranquilos:

destruyéndose.

 

Llegaste sin luces,

sin himnos,

sin coronas,

sin frutos salvajes

cayendo de los labios.

 

Solo una sonrisa

llegó

por aire o por recuerdo,

adelantada.

 

Alguien pudo recibirte

abriendo las manos

y colocando en ellas,

el reconstruido signo

de la ausencia.

 

Pero quién pudo

reconocerte,

si eras la fuerza,

si venías de los ruidos incansables

de la sangre,

si el silencio del mar

te perseguía,

si el sabor de las palabras

era barro,

si naciste al llegar,

como un pájaro

que en la noche sigue

escuchando su canto.

 

Llegaste al fin,

Porque nunca he sabido esperarte.

 

(La soledad se aprende

estando solo,

como se aprende la muerte

estando en vida).

 

Llegaste,

y esto es suficiente.

 

Quizás como la lluvia

que moja la cara

y cae a la tierra,

que sólo por eso

en otra tierra

de carne, de grito y de fuego,

se ve convertida.

 

 

La miel del verano

a Alfredo Zitarroza

 

Amigos, compañeros,

que tanto caminaron

los pasos de la infancia.

 

Quiero traerlos ahora

a mis palabras:

no le está permitido

al hombre

olvidar.

 

Con los años se recogen

objetos imprevistos

y el viento nos acerca

el viejo sabor del aire respirado.

 

Muchas cosas comunes nos unían los ojos,

mientras la calle

como una espuma silenciosa

navegaba a nuestro lado:

las muchachas tenían en la boca

el jugo del verano

y en la sangre nos dejaban

ese latido que siempre recordamos.

 

La vida era un milagro

interrumpido cada noche:

cuánta urgencia en el deseo

de los frutos aún lejanos;

qué costumbre distinta de soñar

sin que el tiempo pudiera causar daño.

 

Todo era explicado,

todo estaba claro:

imaginábamos ser sabios

y la verdad se posaba,

como un pájaro dócil,

en una u otra mano;

nos creíamos héroes

y tímidas princesas miraban el combate

desde un alto castillo

rodeado de lagos.

 

Amigos, camaradas:

algunos ni siquiera

sus nombres me entregaron;

otros nacen cada vez al ser nombrados,

y otros tienen apenas

un silencio solitario.

 

Quise traerlos hasta mis palabras,

que caminaran nuevamente

mis pasos de la infancia.

 

No mencioné sus domingos de barro,

ni sus noches de miedo,

ni su falta de calor

y de esperanza.

 

Sólo busqué mi presencia entre sus actos;

entre sus rostros, tocarme la cara.

 

Son el frío y la ausencia, sin embargo,

los que dejan en mi boca

esta miel un poco triste

del verano.

 

 

El mendigo

a Mauricio Maidanik

 

En ciertas ocasiones,

especialmente en momentos de invierno,

bajo la presión de mi propia sonrisa

o defendido por gruesos pliegues

de mi conciencia,

te rechazo, no puedo verte,

emerges como un instante inesperado

de violencia,

me retraes de lo humano,

quieres agregarme a tu miseria.

 

No te miro:

Pueden seguirme tus manos

místicas y expertas.

 

Hay en ellas

una apremiante disposición de hartazgo,

un engaño rotundo

que tu mirada ratifica,

inclinándose al recibir la gracia.

 

Pero suele ocurrir también

que retroceda,

que resuelva buscarte,

que me incorpore a la mentira desnuda,

a la total sospecha.

Y soy yo, por lo tanto, él que requiere,

él que pide, él que atisba

agitando una gratuita expectativa.

 

Es entonces cuando aprendo

que puedes estar o abandonarme,

que puedes aumentar o restringir

la dudosa potencia de tu imperio,

la sufriente actitud

de tu comercio

 

Y todo porque no sabemos dar,

entregarnos sin grandes voces,

sin sobornos, sin distancia;

todo porque no nos enseñaron

a quedar desnudos

en medio de la noche.

 

 

Calle cortada

a Sarandy Cabrera

 

Permaneces tendida debajo del tiempo.

 

Un agua oscura se junta a tu exigua

distancia, constantemente interrumpida

contra un opaco muro de ventanas clausuradas.

 

Conflictos invisibles te sostienen,

propósitos de vida que no ceden,

e incurres en experiencia,

en técnica minuciosa de puertas

y zaguanes,

en perros inéditos

que navegan tu murmullo.

 

Es admirable conocerte,

existir en ti mientras duran los pasos,

o mirarte deslizar

desde cada movimiento.

 

Tantas veces me he puesto a descifrar

el humo, los silbidos, los olores,

las formas humanas que exaltan tu vigencia.

 

Pero concluyo en no saber,

acentúo mi ignorancia,

incapaz de penetrar el idioma

escrito a tiza y a sudor en las paredes,

adherido a ese gris territorio de ciudad

donde tu escaso patrimonio fue asentado.

 

Por haber llegado a tales conclusiones,

Es que deseo un grito que caiga en ti

como un violento sol asesinado,

provocando un estallido,

una situación confusa e inestable.

 

Puede ser que de ese modo

te cubran semillas azules,

te apremien ocurrencias de luz,

que verdes raíces te insinúen un camino

y que cambies tu clima callado

por una definitiva

y abierta ausencia.

 

 

Soledad propia

a Juan C. Somma

 

Quiero decirte, hijo mío,

que algún día estarás solo;

de un modo inesperado

como esos movimientos

que vibrando recorren

los cuerpos dormidos.

 

No será la soledad

que presientes en la sombra

o cuando dices un nombre,

y todos, sin escuchar,

te miran o callan.

 

Tampoco la soledad

mencionada en los libros

o la que hace el viento

cayendo entre las hojas;

ni siquiera la tristeza

que fielmente prepara tus recuerdos;

ni siquiera el camino

que con el canto sale de tu boca.

 

Estarás solo, rodeado

de un difícil alimento;

podrás ver que los hechos,

aun distintos, se repiten:

los gestos de la luna,

los pétalos muriendo,

los sonidos y el silencio

que tu corazón devora.

 

Serás el dueño de un idioma extraño

que aprenderás muy lentamente;

actuará sobre tus ojos el misterio;

en tu memoria encontrarás

todas las cosas,

que así transcurrirán

mientras tú quedas.

 

También el tiempo pasará a tu lado,

pero llevándose apenas

lo que obtenga.

 

Será como empezar

desde las raíces destruidas;

será como respirar

aplazando a cada instante la muerte;

será como entrar en la piel que te espera

y en la carne

de las que fuiste arrojado

a la tierra,

a todo el amor

y al olvido.

 

 

Hilo de sangre

a Manuel Márquez

 

Es triste, padre,

que hoy sea tan sincero;

que te hable de mi débil voluntad

por encontrarte;

que insista torpemente

en extraer de tu imagen

lo que apenas lograste

a través de la carne.


 

Dispongo de palabras

que voy colocando

en lugares distintos;

me entrego en ademanes

tuyos,

que repito;

y el tiempo me recorre

con tu paso tardío.

 

El mármol te separa

de objetos que conozco,

del aire donde el calor

de tu cuerpo, aun se diluye.

 

(Sólo una vez caminé

llevando flores,

mas no pude avisarte

y todo fue perdido).


 

En cada momento

te hallas más ausente,

más lejos y lejos

quizás hundiéndote, ocultándote

dentro de mí.

 

Por eso cuando digo alguna cosa,

Mencionando la noche, el cansancio,

qué sé yo, parece

que entre aliento y sonido

discurriera tu voz.

 

Es triste, te decía,

que hoy sea tan sincero:

es que hacer de ti

lo que de ti no hiciste,

no sirve, es cambiarte

por otro que no eres.

 

Prefiero tu verdad

de fría ausencia,

asumida entre despojos de la tierra.

 

El hilo de sangre

ya está roto:

es que lo tejiste

con toda tu fuerza.

 

 

Patria perdida

                                                                    Montevideo: Aquí poesía, 1973.

 

Patria perdida

 

Ya no puedo volver

¿cuál es mi patria?

Me han pedido

que descanse el corazón

que resucite

la insistencia lograda

tenazmente

que reitere mi atención

por el perfume

de las pálidas estrellas imprevistas.

En el principio de las huellas

allá lejos permanecen

un símbolo enfermo

y una gastada bandera

sosteniéndose.

Mi punto de partida

fue el olvido

fue aquella pureza necesaria

con que a veces la memoria

se entretiene.

 

De distancia a distancia

por encima de piedras

de rotas arenas calcinadas

a través de la tierna

resistencia del trébol

del esquema carnal

de la caricia

del sostén transparente

de las lágrimas

a través de la pasión

que por descuido convierte el tiempo

en forma derrumbada

a través del abandono promovido

por leyes que rechazan

la esperanza

a través de todo hice camino

repitiendo conductas y palabras

tomando por la fuerza

el motivo de los besos

aceptando ver distintas

las cosas que no cambian.

 

Ya no puedo volver:

perdí mi patria

en cualquier esquina

de una calle sorprendida

o en el fragor de engaño

que ejecutan las campanas

o en la magia repetida

que suponen los crepúsculos

o en cuerpos roídos

que su sombra depositan

llegando desde oscuras

empresas de muerte.

 

Perdida está mi patria:

destrozados

su fresca latitud

de amplias raíces

y su prólogo de sueño

que aún se niega

a la ofensa brutal

de las mentiras.

Perdida en los altos

aullidos de la noche

en la tierra apagada

que apenas respira.

Pero el mar se acerca

y la define

con el secreto susurro

de la espuma

y los ríos proponen

que se extienda

hacia antiguas fronteras derrotadas.

 

¿Dónde está mi patria?

No puedo ya volver:

está conmigo

 

 

Borrador para un poema a Carlos Marx

 

Un hombre con ropas cansadas

camina sencillamente por las duras calles

-que suponemos húmedas-

de Londres.

Debajo de su barba dispuesta

para sólidos retratos

silenciosa ante los hijos muertos

deshecha en el taller generoso

de las revoluciones

la corbata anuda una flor solitaria

y un corazón trabaja

bebiendo las voces de Europa

las miserias y luchas totales

que explican y cambian el mundo.

Sabemos que es fácil embriagarse

con los múltiples vinos

y obras y cantos humanos

pero Carlos Marx

-así se llama quien así estudia

las húmedas calles de Londres-

en claras avenidas

en mares tumultuosos

que empiezan a derramarse

a llegar hasta nosotros.

Página a página exilio a exilio

fue hecho este camino

como creciendo de una hermosa barba descuidada

cuya raíz es una flor

o una corbata.

El hombre camina

hacia el sillón dulcemente agazapado

entre libros y papeles

que el polvo de grandes tormentas

armoniza y desordena.

Carlos Marx tal vez no sabe

que es un 14 de marzo de aquel Londres

donde el oscuro signo de Piscis

poco puede importar en su cansancio.

Camina simplemente

hacia su vieja tumba de Highgate

donde su compañero Federico

verá para siempre

nacer y crecer y nacer

la hierba nueva.

 

 

La cosecha

 

Creí que era una fruta amarillenta

en tu mano padre

fruta de setiembre ajena a todo árbol

encontrada como el aire

que inventa su alto viento

y se pierde entre las hojas

violentas de la tarde.

 

Creí que era una fruta

padre una fruta amarillenta en tu mano

porque todo setiembre

es como un pétalo muerto

de aquellas flores o rosas que no quise

construir dejar entre tus huesos.

 

Creí que era una fruta en tu mano

y era solamente la palabra

que tu silencio me concede

en cada setiembre

que hacia tu vida oscurecida

nuevamente pasa.

 

 

El bosque encantado

 

Separado del cielo por altas vidrieras

destinado a enormes patios que el verano calcinaba

yo era un niño

pero apenas lo sabía.

Me ubicaban por nombres

que luego se perdieron

en rincones sin estrellas donde mueren atrapados

juguetes y fantasmas.

Yo era un niño

que no podía ser todo lo que era.

A veces me iba a vivir

a una gran alfombra que reposaba

como una piel complicada de animales prestigiosos.

Cubierto por brillantes robles crujientes

donde la mesa perpetuaba su forma indestructible

hacía que mis ojos descubrieran

las castas aventuras del señor Pickwick

el infierno ilimitado de Arthur Gordon Pym

la desesperada cordura de un flaco y desaseado caballero

los amantes estrechándose entre el humo y la peste

el galope silencioso del eterno unicornio.

Las hojas pasaban

quebrándose en un mar sin ruido

con difusas orillas que sembraban

en sí mismas

objetos intraducibles utensilios de otras manos

roídos hierros maderas traspasadas

armas vencidas de otro amor.

Yo era un niño

debajo de árboles seguros

y envuelto en aquel bosque

no sentía las sombras de mi piel.

Las hojas pasaban

torturando el descanso de pálidos insectos

-seres venidos de otros viajes

de oscuros recuerdos sin memoria-

mientras mis nombres diferentes

se extraviaban

en los patios donde ya empezaba

a encenderse la hierba

en el peso de la luz que rompía

los altos cristales

y en los caminos que nacían

entregándose totales a la calle abierta.

 

 

Mater dolorosa

 

Desde mucho antes del advenimiento

de la señora Yocasta hasta le fecha

cuántos malentendidos cuántos himnos cuántas violaciones

cuántas virginidades se cometieron en tu nombre

cuántas caricias de tus manos velludas antiguas pálidas

rituales distraídas gastadas

ardorosas de no aprendido amor

 

y cuántos gruñidos aullidos insultos

como lágrimas sin purificar

y cuántas lágrimas tuyas y ajenas

como objetos adheridos al tiempo

suspendidos en cruel testimonio de toda ternura

 

y cuántas designaciones y denominaciones

y suspiros para los hábitos preferidos

que niños fracasados solitarios canallescos

(de grandes bigotes y barba menuda)

Todavía ejercen como oficio de falso poder

 

y cuánta sorpresa sabiamente reconstruida

cuando tu hijito de cuarenta años

emite su saludable eructo familiar

 

y cuánto de tu alma en la descarga visceral

que nunca te libera del comienzo

del pecado original que no termina nunca

 

y cuánta sangre de tu sangre

en los almanaques vencidos

en el hombre fuerte y bueno

que salvaría a la Patria

en las ropas que ya no se usan

en tu pobreza incomprendida

en tu ciega humildad

y en las palabras que ahora te recuerdan

alejándote como a una oración oscurecida

o deteniéndote como algún vals

que gira en tu memoria:

 

Palabras que no hablan que cierran tu mundo

y que ahora te recuerdan

te hacen nacer te alimentan

te aman te odian te olvidan

te enseñan a decir “hijo querido”.

 

 

Sicut umbra

 

Está mi padre siquiera como sombra

están los huesos

atados por tendones resecos

sostenidos por carnes que ya no le pesan

flotando naufragando en sangre evaporada.

Está el padre de mi padre

-de quien no puedo tener memoria-

separado de este ahora tan lejanamente

cabalgando por campos de niebla gris o verde.

 

¿Dé dónde llegaron

de qué nave de qué viento descendieron

quién los preparó para ese viaje?

¿De qué país ausente de los mapas

de qué ciudad innombrada

de qué casa

adivinada entre musgos y piedras y rebaños

de cuáles vientres de qué lágrimas?

¿Del vientre de María Generosa

inclinándose a lo oscuros de la tierra?

¿Del vientre de Luz o Juana o Rosalía

cuando todo era silencio

o susurro de amor ante el dios

del alma y de la carne?

¿Del vientre protegido

por tersa tela negra

por enaguas y sábanas y flores

que mano tras mano fueron tejidas

cortadas cosidas bordadas

para el tiempo en que nuestros ojos

empezaron a nacer?

¿De dónde llegaron:

de la única lágrima que recuerdo

en el llanto de mi padre por sus

hermanos muertos

de esa lágrima única enterrada

con el rostro de mi padre

de esa lágrima única expulsada

para sentirme vivo

para engendrar un hijo

para inventar canciones

para negarme a morir?

 

¿De qué viaje llegaron

para este viaje innumerable

desde qué soledad

transitaron bocas tan lejanas

y bebieron licores perfectos

que nadie entre nosotros puede ya gustar?

¿Con qué mirada se miraron eternos

en espejos y relojes destruidos

con qué gemidos entraron en el mundo

con qué indicio sonoro asentaron su dominio

con qué abandono dejaron de existir?

¿De qué viaje llegaron

a qué país han vuelto?

 

No es ésta la tierra donde hoy los encuentro

ni es ésta la patria donde eligieron morir.

Sus huesos no sembraron de flores las colinas

sus años fueron un tiempo que fue sólo una vez

sus sudores perdidos sus grandes esperanzas

los severos documentos que avalaron su fe.

Están sus nombres en la piedra gastada

hay fechas indescifrables como una nostalgia

que alguien quizás alcance a recordar.

Mas yo puedo únicamente

apartar los viejos días:

no entienden las señales que por ellos grité.

No me voy de sus voces

no arrojo sal ni ceniza en mi heredad:

Yo puedo únicamente ingresar

a un nuevo día

y abrir con los ojos de mi tiempo

los vientos oscuros del mar.

 

 

El Rey Ecco Ecco

                                                                  Montevideo: Aquí Poesía, 1973.

 

Cielito, cielo que sí

No se necesitan Reyes

Para gobernar los hombres

Sino benéficas leyes.

 

Libre y muy libre ha de ser

Nuestro jefe, y no tirano,

Este es el sagrado voto

De todo buen ciudadano

Bartolomé Hidalgo

 

 

Había una vez un pequeño país

entre colinas y ríos palpitantes

la Cruz del Sur coronaba

espléndidas noches estivales

y un agua grande y rumorosa

-grande como el mar-

nacía y moría en arenas interminables

nutridas por altísimos pinares.

Un pequeño país de siestas largas

de buenas carnes en toda su estatura

con melodías de nostalgia en las entrañas

con estadios y gritos y atletas sudorosos

y amplias avenidas para el tránsito

de fantásticos carruajes importados.

Un pequeño país hacedor de ricas telas

de aromáticos vinos y licores

ávido receptor de ocurrencias imperiales

con sus vacas y ovejas sagradas

cosechando a ritmo lento

la hierba que los dioses

sembraron en los campos.

Un pequeño país como un fruto

separado del resto del árbol

con piedras talladas para el hambre y la guerra

(documentos lejanos de un pasado

escrito con sangre charrúa)

un país con lanzas y sables

y el humo rugiente de crueles batallas

(recuerdo lejano de ciertas palabras:

justicia muerte reforma agraria

cultura libertad

que nunca fueron mejor pronunciadas).


 

Y pasaron los tratados de historia y glorias

-casi todos malos-

y pasaron los años y los años buenos y malos

-a decir verdad más

casi buenos que casi malos-

y tremendos conflictos exteriores permitieron

que ingresara el oro que entrara la esperanza

(los hombres de pluma cazaban gacelas

y corzas y premios y viajes

-tradición que aún sobrevive -

y hasta hubo tentativas de modernización

de estatización de jubilación

de estabilización nacional)

 

Pero un día la nave del Estado

sintió crujir el charco seguro

donde se asentaba:

la onda quiso ser ola

y la espuma comenzó a enturbiarse.

[…]

Y sucedió otro día que el pueblo

-personaje a tomar en cuenta

en esta historia -

deseando cambios y transformaciones

sugeridos por los vientos del siglo

llevó al poder (según se dijo)

a un viejo rey honesto austero

algo cansado enfermo.

El Rey Viejo quiso hacer cosas

de modo singular para su patria

y cuando el fracaso roía sus esfuerzos

(que el futuro lo juzgue)

su maligna enfermedad se hizo destino:

murió con sencillez ya presintiendo

el derrumbe de todo lo soñado.

 

Y sucedió que fue entonces sucedido

por el Delfín

un rey más joven –no llegaba todavía

a los cincuenta-

cumpliéndose así lo inevitable:

a rey muerto rey dispuesto.

El Su nombre era Señor Ecco Ecco

Un nombre con eco y sin resonancia

-poco apto para un monarca sin duda-

pero designado por manos trascendentes

tocado por la Historia

henchido o hinchado de pronto

por los densos perfumes

del Panteón General

pasó a denominarse Rey Giorgio

o simplemente el Rey.

Hombre atlético ágil entrenado

en la dinámica muscular de estas edades

sólido contumaz dueño de Sus frases

constructor de ideas formidables

que organismo monetarios adoptaron

devorador de bastas bibliotecas

preparado a diario por Su propia acción

enemigo del Mal paladín bátmico

en la cruzada de la Santa Democracia

contra los bárbaros rojos

que vienen del Oriente

así era nuestro Rey.

Viva viva viva el Rey!

Pero la chusma y muchos espíritus mutilados

lo llamaron como antes: Ecco Ecco

y a veces Ecus Ecco.

Resulta curioso que en tiempo de calamidades

muy pocos tuvieron ojos para ver el milagro

y oídos para oír la tonante voz

de la Ley del Orden.

Con el uso del poder

-del que ya tenía una opinión formada-

fue percibiendo lo superfluo

de ciertas estructuras:

la Casa Senatorial legisladora incesante

de augustas tradiciones

de beneficios renovados

para las desconformes masas populares

[…]

 

Hubo protestas como suele ocurrir

cuando un ser excepcional nos acerca

Su presencia absoluta

cuando visita a Sus vecinos poderosos

obteniendo diversos negocios

y acuerdos de elásticas fronteras

cuando otorga garantías de que la libre

expresión del pensamiento

sólo es libre mientras es permitida

cuando se enfrenta al espejo

y comprende que el espejo

es más pequeño que Su país

y que el cristal amenaza romperse.

Cuando envía dóciles mensajeros

al mismo corazón del Imperio

para que acepten –después de innumerables

ruegos y banquetes- los treinta monodólares

con que pagar el abultado

presupuesto familiar

(en esa ayuda ocasionalmente se deslizan

paquetes y bultos con armas

extrañas que arriban

en brillantes barcos desde el cielo

y señores muy serios que andan de a dos

invocando raras divinidades

en sus portafolios negros).

Hubo protestas y reacciones

-es muy común- de aquellos

que estudian o enseñan o trabajan

o pescan la propia mirada

en el agua grande como el mar

o sueñan con revoluciones

(tan a la moda) o se arriesgan

y mueren por las revoluciones

o sencillamente aman o escriben poemas.

[…]

 

El pueblo inquieto como todos los pueblos

Daba nomenclatura

A Su mal genio

Y a Su buena figura.

Y la verdad de la calle se volvió terrible

y cerró el Palacio a ruidos y sonidos

pero el silencio interior no le bastaba.

Los Rubios Señores Imperiales

otras medidas de fuerza mayor le reclamaban:

tanta sangre no era suficiente

tanto sufrimiento no era lo bastante.

Apretar apretar que viva el Rey!

Digámoslo eléctricamente por los aires

O en sueltas octavillas por la calle.

Falta fe falta energía

mil veces faltan los treinta dineros

con que saldar el precio de este pueblo.

Reconozcamos que el Rey se estremecía.

Sus noches fueron

como las noches de los prisioneros:

quitaba derechos cambiaba funcionarios

decretaba decretos que anulaban decretos

torturaba encarcelaba obreros filósofos

doctores cocineros exiliaba artistas y poetas

enviaba magos

y más mensajeros a través del océano

se aferraba a lo efímero destruía lo eterno.

 

Los malos sueños carcomían Su sueño

y padeció una pesadilla atroz:

vivió que sonaba ser azotado

por un Rey como Él

pero babeante y sucio y andrajoso

y que luego lo arrojaba al desierto:

castigo de los elegidos

redención de los selectos.

Al despertar al vivir que soñaba lo vivido

se encontró solo solo

en medio del aposento real.

Buscó Su cetro

y ya no estaba (o no lo halló)

buscó la corona

pero Su enguantada mano

(nerviosamente conducida)

la hizo rodar

infinita oscuramente

hasta el culo del mundo.

 

 

Historia de sombras poemas

Montevideo: Arca, 1983.

 

Hay un rostro

 

Es un rostro sin duda

que conoces

porque tus otras manos

-las de estar solo

las de cumplir quehaceres sombríos-

lo han tocado tactado

tentado hasta cerca del hueso

que todo lo sostiene.

Por qué formas y gestos y sudores

ha viajado esta cara

por cuáles sonrisas

y salivas sueltas

por qué lenguas

que el amor mordió

por cuales movimientos

necesariamente repetidos

para ser en tu piel

este rostro visible que nace?

Debes contestar

si en ti existen

impulsos de palabras

porque también con palabras

diálogos pausas

descuidados sueños lágrimas

se hizo la cara que adaptaste

a una base de médulas sangrientas.

Y debes mirarme

con los ojos exactos

de ese mismo rostro:

en ellos veré mis párpados clausurados

por la visión de un país

cuyas playas se oscurecen.

 

 

La Escuchante

 

Siempre escuchas profundamente

los relatos

que voy desplegando delante de ti.

No importan demasiado

tu rechazo por la sangre

ni el horror que gimes

cuando empiezo a describir

-con una voz de lenta lejanía-

el espasmo brutal

de los cuerpos violentados.

Qué conoces de cada desgarrón

que cunde por los huesos estirándose?

Qué puedes pensar

de las groseras burbujas

escupidas por narices asfixiantes?

Qué alcanzas a oler

del material pegajoso

en su oscura caída

por las piernas?

Qué puedes lavar

de las ropas corroídas

por impulsos de sudor

y derrumbes de semen?

Pero el dolor

no es sólo dolor

y siempre tiemblan

los ojos solitarios

bajo una extensa noche

de aplastada ceniza.

Y vuelves a escuchar:

las numerosas puertas de tu piel

se abren hacia un ámbito

de acidez desesperada

y en ti se establece

un naufragio de gritos

que no debes oír

porque hay dientes dispersos

y coágulos y cáscaras.

Y escuchas otra vez

y cada signo que por mi aliento crece

es señal en ti

de un inesperado sufrimiento.

Y entonces debo callar

aunque una sola partícula

de agua contenga

el sabor total de todos los océanos.

Debo callar porque

no es de justicia

hacia ti que yo termine

este relato con la palabra muerte.

 

 

El teléfono

 

Ayer estuve aferrado

a un teléfono

que alimenté con números

tomados de un papel

suelto y dudoso.

No apareció tu voz

-según dijiste-

y yo empecé a escuchar

ruidos susurros preguntas respiraciones.

No esperaba en verdad

que así también

podrías enviarme tu ausencia:

de quién te alejabas

en aquel viaje

de imprevistos silencios?

En verdad solo quería

repetir para ti aquella frase

de que “el hombre recogerá

piedras de la luna”

o los versos de William Blake

traducidos según mi lengua propia:

“canta la espada una canción

de guerra

en la tierra baldía

pero las hoces continúan su labor

en las tierras fructíferas”. ((El volumen de Historias de sombras comienza con una cita de William Blake que Saúl Ibargoyen retoma, traduciéndola, en “El teléfono”:  “The sword sung on the barren heath, / The sickle in the fruitful field: / The sword he sung a song of death, / But could not make the sickle yield”.))

O aquella línea del gran

pájaro de Avon

“quien crece solo

crece torcidamente”

o la invención con que hice

que un día pudiera estremecerte:

“la carne va más allá de los huesos

pero no escapa del amor

que la ha contemplado”.

Fue así que puse el teléfono

en sus lugares exactos:

era el comienzo de la noche

y me decidí a esperar que regresaras

como si mi nombre

se hubiera borrado de ti

y mi boca no fuera

la fuente imperfecta donde

mojas casi toda tu memoria.

 

 

El regreso

 

Con tu boca pegada

a mi espalda

sigo la dirección

de inmensas calles

y en mis hombros

una bandera de polvo

parece declinar.

Es aquella sombra

de un pueblo

que después de esta sombra

se levanta?

Hay un nombre

escrito en estos aires

o es un trazo de humo

que sale de mi vo?

Sin embargo cada día

se completa con sus pájaros

que llegan tal vez

desde un profundo litoral.

Una sangre pesada busca

que se abran alamedas

cruzándonos el cuerpo

y tú me empujas

vuelves a nombrarme

me indicas las cartas

que debo escribir

soplas en mi oído

los tamaños del cielo

metes en mi carne

las tensiones del sol.

Yo puedo decir con letras

tu distancia

y escuchar en mi vaso

el ruido de las aguas

que un día inevitable

entrarán en el mar.

Quién eres tú

después de todos los años

usados en pensarte

como un viento oloroso

disolviéndose en la luz?

Qué serás tú

cuando mi memoria

se encuentre contigo

y podamos sumar

las cifras de la muerte

los números exactos del dolor

la cantidad de cenizas

y de lágrimas

los extraviados besos

las bocas insultadas

y esas manos tenaces

en su gesto final?

Qué seré yo:

qué cosa andante

de pelos y huesos

qué costosa forma

regresando a decirte

que de algún modo sangriento

tendremos que cantar.

 

 

La última bandera

México D.F.: Praxis, 1994.

 

Para Margarita Martínez Duarte, porque supo entregar claras palabras y ritmo invencibles a esta crónica de un tiempo que otros habrán de recordar con las voces arrancadas de nuestra sola voz.

Para Gilgamesh y su antiguo pueblo y los hijos de todos los pueblos que son la arena y la sangre del país de los dos ríos.

Para los niños mutilados por la guerra cuyos nombres quedarán escondidos en la arcilla dolorosa de la historia.

 

Todos los que militáis
debajo de esta bandera
ya no durmáis, ya no durmáis,
pues que no hay paz en la tierra. Santa Teresa de Jesús

 

No quiero escribir el nombre de la sangre

 

Una mano sencilla apenas

sobreviviendo a los trabajos del día inevitable

salió desde una mujer llamada Selva

y escribió que los misiles

apuntaban a su corazón.

Otra mano mancillada

por el sufrimiento

pudo narrarnos que aquende

la mar océano

también el amor era capaz

de desamarse a sí mismo

para levantar a un cuerpo titubeante.

Y otra, la tercera mano

-que cuida de gatos amarillos

y largos papeles

y combate contra las brisas

polvorientas que corroen

muebles de roble o cedro o nogal

en los patios congelados-

describió a los animales

que se unen a los astros

para indicar así el tiempo

donde empiezan

los sabores salobres del olvido.

Y ésta la mano responsable

del jugo sudoroso que nuevamente

en cinco dedos se repite

recuerda ahora –en este trazado

de una imperfecta ciudad

de signos y silencios-

que alguien una alta

y Clara mujer protestó

ante su dios

para que no se abandonara

como alimento de las fieras

que ciertos hombres fabrican

con el metal enrarecido

de su carne.

Y esta mano asimismo rememora

lo que otra mujer Sara

escribió de aquel guerrero muerto

de esplendentes heridas.

Y también esta mano repite

a la dama que debe ser amada

pues usó las armas de la pasión

como una fruta

para enterrar el espanto

en los rostros de la muerte.

Pero son pocas las manos todavía

y tan incontables

como el acoplamiento de las mariposas

anaranjadas que deben perecer.

Pocas tal vez o no suficientes

-en esta crónica acechada

por los sucios oxígenos del siglo-

pues nunca escribirán

el nombre completo de la humana sangre

los hedores punzantes

de la sangre

las retorcidas transformaciones

de la sangre.

 

 

No quiero leer aquellos libros sagrados

 

Unos ojos de párpados

consumidos por páginas oscuras

o abecedarios de piel que se esclarece

-sin consultar ninguna biblioteca

ni obedecer a las imágenes

que se mezclan

con datos informes y noticias-

resolvieron no desentrañar

los textos redactados

con la dudosa saliva de D’os.

Porque toda la palabra escrita ha sido

reescrita releída revisada reincorporada

recompuesta revuelta rechazada

en tablilla de greda quebradiza

donde se lee todavía:

“Yo levanté las torres

de mi ciudad

con las piedras de alejadas montañas.

Después vendrá la arena

pero yo las construí”

Y en estelas de granito

sanguinolento o de alabastro

finísimo donde el cincel

confirmó; “Que tú creaste

a la Tierra según tu corazón

mientras estabas solo”

y que alguien “el Rey

fue la vida verde

de nuestra nación

y sus labios fueron hechos

de canciones y abundancia”.

Y en figuras de piedras

deleznables (tan eternas

como una manzana en las cestas

del mercado)

con sus plumas descoloridas por

la lluvia celeste que visita

los santuarios de la víbora sagrada:

dos mil ojos circulares

contemplan desde el polvo

toda esta ruina que no se detendrá.

Y en las cajas

donde el plomo ardiente

aun nivela

sus momentáneas estructuras.

Y en las cintas

que un nuevo lenguaje

corrige y traspasa.

Y en los ordenadores que no conocen

el contenido del vocablo

pájaro ni cómo explicar

que una sílaba es una sílaba

y no vulgares símbolos

que un viento electrónico

captura y traslada.

Y en las cortezas pintadas

con la tinta de otras cáscaras

o raíces o pétalos o con la hiel

espesa del búfalo

o del lobo solitario

o del salvaje conejo deshonrado

todavía se lee que en

“los inviernos cada hijo

de mujer comerá su propio

corazón si es que espera morder

el agua invisible y los brotes

de la primavera preparados

por el viejo Sol”.

Y en las marcas de puros metales

de lápices groseros

de ágiles estiletes

de punzones de rugoso hierro

y de pinceles fabricados con pelos

de extintos camellos

y del pubis de muchacha virgen y mortal

tus palabras que son este libro

-y hasta el mismísimo papel

adonde ellas descienden

en busca de la sed-

resultan dislocadas corregidas

cambiadas trastocadas calcinadas

escupidas deformadas borradas

conducidas a las sórdidas letrinas

del último de los hombres

que será a su vez sepultado

en cualquiera de las formas

del tormento.

Las frases las páginas

los papiros los pergaminos

las valvas quebradas del exilio

la sintaxis crispada del dolor

los caracoles como esas raras

monedas impresas por el mar:

todo junto apegado en sí

reunido para sí

en un sonidal de gargantas

insaciables máquinas y músculos

realizados para modificar

los fríos rumbos del alto aire

la vereda caliente de los vientos terrestres

las tempestades ondulantes

que los astros nos obligan

a recibir y a descifrar:

todo esto así

para que tus ojos descuidados

se transformen

bajo la aroma sencillo

de la palabra noche

dibujada aquí

para que tus iguales ojos

también hacia ti mismo

se oscurezcan.

 

 

No quiero hablar de viejas naciones

 

En la antigua nación

que estuvo de pie sobre sus ladrillos

teñidos de luz

solía decirse que debemos

hablar o cantar solamente

de las memorias y las cosas

y los bueyes y las gentes

que perdimos.

También decíase que las riquezas

eran como esos pájaros

que no hallan calma ni lugar

donde pararse.

Y allí es esa nación

De mujeres y hombres

largamente vestidos de lana

y bebedores fieles de una

incomprensible cerveza

se encontraron el oscuro cuervo

y la zorra veloz.

Dijo el cuervo:”Mira hacia

arriba y hacia abajo

hacia los costados que te rodean:

todo ese espacio lo hice

con mi vuelo”.

Y contestó la zorra: “Mírame orinar

y verás dos ríos interminables

que no estaban. Éufrates y Tigris

serán llamados por los hombres”.

Los dioses seguramente se burlaron

de estos animales de plumas y pelos

pues ellos vivían como los astros

fumaban en pipas de oro

bebían el licor del roció

habitaban las redes del Sol

sostenían la blanca antorcha

de la Luna y “en su morada

no se oían lamentos ni tangos

nostalgiosos ni se escuchaban

endechas de muerte”.

Pero la zorra y el cuervo

solamente comprendían

su propio lenguaje y nunca

pudieron comprobar que un hombre

es algo de la sustancia

o de la sombra de D’os

como un esclavo es el ofuscado

sudor de su amo

y que las bestias y alimañas

y los simples bichos de la tierra

del fango de la arena del agua

y del vencido aire

no tienen rey ni dios

que los ampare.

Y que el asno no fue inventado

para aventajar al corcel

ni la mosca para dormir

en la pureza

ni la lombriz podrá jamás

derrotar su escondido silencio.

Me detengo ahora ante la arcilla

blanca: porque arde como papel

y así los versos podrían extinguirse:

cada hierba tiene su hora de nacer

y cada acto que las tolvaneras

despliegan en la ciudad de los palacios

tiene también su justo momento.

Detenerse sí sobre los trazos

creados con la energía que nos dan

la penumbra de los muros calcinados

y los hijos prisioneros que chillan

porque no podrán nacer.

Detenerse sí sobre la tinta

derramada como una copa

de lodo enfurecido

¡Oh Señor! ¡Ah Señora!

que tal vez sean uno

sin que cada uno

sea la justa mitad:

tú y tú lo han dicho

yo simplemente obedecí

miré un camino

y he copiado las palabras.

No bebo de esa copa de fango

pues conozco los golpes

del vino. Acopio y copio

más palabras: ellas no agrandan

ningún tesoro

no son resguardadas

en la tumba de acero de los bancos.

¡Ah Señora! ¡Oh Señor!

los pinceles susurran

sobre la seda intocada

el cincel lastima

los nervios de la piedra:

nacemos juntos

-cada numen cada divinidad

cada patrono cada ídolo cada matrona

cada imagen cada muchacha cada estatua

cada hombre cada chapulín-

como de un resto de barro

amasado con los jugos

más oscuros de la sangre:

arcilla quizá sobrante:

de otros mundos fracasados

greda ensuciada por el uso cotidiano

por sustancias sin deseo

de forma ni color.

Pero allí escribimos

entre esas aguas adensadas y secas

sílabas sonidos como pájaros

-golondrina sinsonte jurutí-

que nunca podremos atrapar.

En la antigua nación

que bebiera de sus dos ríos

de cerveza indescifrable

que contemplara canales de sudor

en el surco del buey

y en el hígado de la oveja

o del becerro

hubo más de dos tiempos

en que reinó la ira

y se alzó la desdicha.

No puedo detenerme

y pedirle al dios

que él también

-porque es débil-

ruegue a los ejércitos

por la paz y la hartura

en las entrañas del hombre.

Y que ruegue al adversario

de las tinieblas

para que crezcan la paz y el gozo

sobre el frijol y el trigo

cultivados por tu siervo.

No puedo permitir que en mi boca

se hinchen las cansadas palabras:

¿cómo juntar saliva fresca

con los viejos alientos

que el aire no recuerda?

Pido al dios –tan estrecho

de fuerzas- que ruegue

para que el camello corra

y se acabe el desierto

para que el perro guardián

no se quiebre los dientes

para que la arena y la sal

pesen más que el odio

en la espalda enferma de tu siervo.

¡Ah Señora! ¡Oh Señor!

¿es que debemos soportar

sin risas ni lágrimas

y con rostro inmóvil

todo lo que pesa

la creciente carga

de tus gestos y tus obras?

¿es que tus luces y tus relámpagos

no ven tantos cráneos desgarrados

por los buitres y los cuervos

tantos huesos despreciados

por la zorra y el león?

¿es que tu cerebro y tu estómago

no piensan

que en esa podredumbre se borraron

las distancias que hubo

cuando sus dueños respiraban

bajo el Sol?

¡Ah tú! ¡Oh tú!

distintos para cada uno

idénticos a los que no son:

cuando le entregues a tu siervo

un soplo de mera existencia

que caiga el polvo de tus pies

en sus sandalias vacías.

 

 

Epílogo inconcluso

 

No quiero preguntar ahora

si la cólera nuevamente derramará

sus vasijas de barro negro

sus escandalosas raíces

de agua purulenta

sus cristales de fulgor y podredumbre:

¿es que puede morir el hambre

por gracia del hierro?

¿o puede borrarse la sed

bajo los golpes del fuego?

¿ o pueden sanar los cuerpos

corroídos por el voraz

ácido del desierto?

¿o puede la voz de un ministro

un rey un presidente

dar aliento a las bocas

asesinadas desde el cielo?

¿o puede la sola compasión

reverdecer el trigo

o llevar un pedazo de oxígeno

al pulmón de los ahorcados?

No quiero preguntar

pero siempre estará

la respuesta sin regreso

de la sangre.

 

 

Grito de perro 

                                                  México D.F.: Praxis – Montevideo: Ed. Caracol al galope, 2001.

 

Al lector que cada quien lleva consigo

 

El título de esta presentación sugiere riesgosas generalizaciones, pues en “nuestro” planeta hay más de mil millones de analfabetas absolutos y cientos de millones de animales humanos de muy dudosa alfabetización. Es mejor, tal vez, hablar del lector latente y no del lector real.

Y mejor todavía, hablar de receptor posible, más allá o más acá de épocas o de opciones culturales ágrafas o escritas.

Aun así, un escritor es, antes que nada, un lector: de tanto leer o releer las propias palabras -que siempre son, asimismo, ajenas-, termina por escribirlas. De este modo se formaron estos poemas de Grito de perro, salvo dos excepciones, a partir de ciertas costosas lecturas interiores de los años 1994 a 1996; ahora se socializan, en medio del gran cambalache espiritual, estético e ideológico de finales de siglo.

Las ilustraciones presentadas corresponden a expresiones plásticas –cerámicas, textiles- de varias culturas originarias de Bolivia y Perú: chancay, mochica, nazca, huarmey, chimú, inca, tiahuanaco de la costa, pativilca, paramonga. Ellas por sí justifican la edición de este libro.

En cuanto al título que ampara los veinte textos ofrecidos, fue tomado de un cráneo de perro que pude encontrar, gracias a una inexistente casualidad, en un costeño arroyo del Sur, cerca de la ciudad de Maldonado y con la cosmopolita y extrañamente uruguaya Punta del Este a la vista.

El deslizar de la arena, los gestos del agua y la insistencia del sol habían disuelto los límites y el contenido de un rostro que sólo pude imaginar en blanco y negro. Pero al recoger y limpiar aquella admirable estructura, escuché el Grito de perro que se metió entre estos frágiles versos, para ayudarme a leerlos o, tal vez, para ofrecerme la fe de cantar.

El auctor

 

 

 

 

 

Perro con palabras

 

Estas palabras así tan otras

empiezan con un perro.

Nuevas y ya contaminadas

palabras que traen entre hilos

y fibras de silencio

el pedazo envejecido

de este solo perro.

Porque todo animal

toda pulsación de mugre o de energía

todo pétalo todo océano

toda mínima mancha de materia

en su momento de arder o de morir

o de estallar súbitamente también envejece.

Y la edad de cada muerte es medida

por las velocidades de la sombra,

al traspasar sustancias huecas

y carnes sin dolor.

Un perro pues con su mitad

de cráneo despellejado:

hormigas ansiosas

agudísimas larvas

gruesos escarabajos

lenguas de más perros

trabajaron ahí.

Hay orden de sucios viajes

y caminos

en este mapa de huesos adelgazados

con sus líneas que separan

las regiones donde estuvieron

las maneras de ladrar

la dirección del gruñido

los mandatos del hombre

las figuras soñadas de perros oscuros

el temblor de los flancos

en calcinación.

Cada colmillo tiene todavía

negrores de grasa triturada

y el hueco del ojo absorbe

astillas de polvo incesante.

Los hijos de esta bestia familiar

tal vez huelan sus ácidas ausencias

en las arenas de las playas del Sur.

Allí otras voces empiezan a decirse

todos los trozos de un perro

que estas palabras

no pudieron nombrar.

 

 

 

 

 

Una mariposa monarca para Itzel

 

1

 

Las primeras mariposas pasan

por la sombra intocada

que derrama el aire.

Un pilar de piedras

de negror ahondado

sostiene un cauce de aguas

que el sol de las montañas devoró.

Ramas de tierra transparente

se revuelven y estallan

en trozos mínimos cansados

como un lejano fuego.

Sobre el móvil camino

los viajeros tocan

sus cambiados rostros

con dedos de piel que se quiebra.

 

 

2

 

¿En qué punto central

de todas las tormentas

en qué víscera vacía

de las nubes del Norte

hubo un gesto

de vientres alargados ayuntándose?

(¿Qué rostros de madres antiguas

qué residuos de padres resecos

quedaron ahí?)

En qué envés de una hoja

de envenenadas jugosidades

se asentó la oruga

de dientes sin término?

¿En qué huidizas fibras

de plástico o seda o cristal

dejó la crisálida

una casa hueca

para el quehacer del viento?

¿En qué átomo congelado

del tiempo

se apoyaron las seis patas oscuras

de aquella mariposa

enceguecida por las nuevas

tentaciones de la luz?

¿En qué momento de un cielo

sin ninguna palabra

aquel frágil animal

empezó el exilio circular

que así ahora alrededor

del polvoriento viajero continúa?

 

3

 

Solamente el silencio

está aquí

posándose como un vibrante océano

en medio de los altos

bosques de este invierno.

Solamente las alas

viven y penetran

el mismo sitio de oxígeno

donde otras alas y otros nervios

desataron todos los incendios.

 

Solamente los abetos

fugándose hacia el rojo

las prímulas sutiles

las sabrosas azucenas

los helechos de raíz ensombrecida:

sólo sus húmedos olores

donde cada mariposa despliega

los labios agudísimos

que no cesan de beber.

Solamente una muchacha

parece estar aquí

sola en estas regiones

de antenas trituradas

y de impalpables cuerpos

que el polvo de los cerros maceró.

Solamente esta niña

que ahora camina dentro del regreso

viajera desde siempre

por los rumbos que terminan

y respiran en el mar.

 

 

 

 

 

Al sur de septiembre

 

¿Tendrá la nueva primavera

una exacta memoria

de su fecha de nacer?

¿Todo este septiembre

de los aires del sur

se alzará con el color

de la hierba que vuelve?

¿Será el mismo gorrión

que tropieza

con las usadas plumas

colgantes de un perdido cielo?

¿Habrá una breve mariposa

encendiendo su sombra

bajo los sabores de la luz?

¿La estirada carne

de aquella lombriz

será alimento

de los dientes sombríos

que abandonó el invierno?

¿La raíz que estalla

en uñas y cuchillos

quebrará por fin

su vaso de barro?

¿Podrá orinar

la anciana tarántula roja

en su jardín

de redes desoladas?

¿Alcanzará la hora

de su almuerzo verde

el caracol que huye

con su vientre a cuestas?

¿Habrá otro musgo

otro polvo masticado

sobre los huesos del padre

solos como la altura

de un árbol?

¿Habrá pétalos

en la lengua de aquel perro

que lame sin ladridos

su claro costado?

¿En la última línea

del río de hierro

crecerán otra vez

las velas negras?

¿Habrá una muchacha

de extraña extranjería

que beba del agua de septiembre

antes de cantar?

 

 

Verano violento (inédito)

 

El río y el mar

“El agua es el sudor de la Tierra.”
Diodoro de Atenas

 

El niño que fuimos

Y que soy

Ancianizándose en semioscuro fulgor

De menguada carne y palabras irredentas

En el momento de escribir contempla

A ojo y luz irrepetibles

El grande río que la memoria

Recicla contiene y expulsa.

Niño botija gurí pibe chiquilín

Que nada sabía más allá

De su sacro deseo

De su ágil sombra sobre la arena:

Que nunca supo el porqué de cosa alguna

Ni del cielo

Como una intocada piedra transparente

Ni del grito de la madre

Cuando él logró nacer

Ni el rostro del padre

Disuelto en el dolor

Ni los olores de la hermana

Que la locura devoró

Ni del avión ahogado

Entre espumas de basura y de barro

Ni de los cuerpos asesinados

Pudriéndose en las playas

Ni del viento que transporta

Sitios para la ceniza que vendrá

Ni de la muchacha limpiando

Sus flacos calzones en la orilla

Ni del grande río que nunca fue mar:

El grande río

Que el niño atacado por el sol

Bebía bebe

Solamente para no morir.

 

 

Decena

“Es el diez el número ajeno a la Discordia.”
Crisostomo

 

Nombrar la sombra / tocar todo silencio / ¿y la palabra?

 

Llueve otra vez / derrúmbase el verano / somos el agua.

 

Rostros y signos / se mezclan en el aire / y nada vemos.

 

Sol silencioso / con sus fotones muertos / ¿dónde la sombra?

 

Lo quieto viaja / lo frágil se endurece / las manos tiemblan.

 

Fuego en el aire / turbión en la ciudad / viento perdido.

 

Rotas figuras / entre las nubes crecen / cielo de sangre.  

 

Tú nada más / con sandalia desnuda / y un sol vacío.

 

Gritan blasfemias / aúllan inmundicia / escucha y canta.

 

Poderes crujen / los misiles trabajan / respira y canta.


 

Sol cotidiano

"El sol es cada día nuevo."
Heráclito

 

Nada está cerca debajo

de las neblinas del verano

en su derrumbe.

Caminamos las calles que se alejan

con pies vestidos de azul o marrón

siempre descalzos.

El nuevo sol de cada día

con lentitud se oxida

en las gélidas penumbras

de una noche cualquiera.

Quizás sea el mismo sol de fulgor extraviado

el que nunca iluminara

dos veces tu pálido pelo

y se fuera sin regresar

transformado por su propia eternidad.

Porque los astros no pueden volver

al encerrarse en una trama de fotones

destinada a la quietud.

Y este sol que vemos

reflejado en espejo propio

recorre la ciudad que el estío fatiga:

la ciudad como una aldea

de mezcladas arenas numerosas

donde un niño pata suelta

que no sabe envejecer abandonó

toda memoria y toda sombra. 

 

 

Ceguera

"Lo visible del Todo se oculta en el
sediento grandor de lo pequeño."
Jenofonte el Sombrío


Las manos del Padre de la sombra

tocan olores de tripas de palomas y corderos

ofrecidas en espléndidos hoteles

y mansiones de fornicio junto al mar.

Como aquel niño de que hablamos

la ciudad quemada por múltiples aires

siembra límites de piedra escarlata

combate la ascensión de volátiles playas

y se aferra al verdor que vive de la luz.

¿Es todo esto todo lo que vemos?

¿Qué nos dicen las secas manos

de un simple señor ciego

que rasca y revuelve

la podredumbre de ojos cejas pestañas

como un lodo blanco que fluye

desde la tiniebla inicial

adonde nacen todas las cosas?

Pero no hay respuesta pues ese mortal

que nada de lo externo ve

nada tampoco puede escribir

aunque mueve figuras en un ámbito sin horas

y con pies sin sandalia cambia los sitios

de la arena los desperdicios y el polvo

para construir casas deshabitadas

flores inconexas

animales que se cruzan con lo humano

y también derramados caminos

que suben y bajan

como suelen proponer todos los caminos.

El frío inevitable indicará

el momento de dormir

en un sueño de dolida soledad:

un sueño sordo y silencioso

al amparo de un lecho

de mantas lastimadas y tablas sin pulir.

Y el durmiente en su reposo encuentra

el resplandor total

que los dormidos mortales

jamás podrán ver. 

 

 

Zapatos en verano

"Las demonios rehacen sus nichos
de sangre y hedor todos los días."
Eliodoro de Kio

 


El ocaso distribuye destellos

de opaca rojez

que los mortales ojos traducen

a los idiomas de pasados infiernos.

Gritos huecos risas extraviadas

humareda de autobuses

susurrada neblina de moscas

sobre grandes cajas de basura

estallidos de espontáneo fuego

quebrando los hondones de la naciente noche:

los zapatos del extranjero hablante

aplastan baldosas de sangre endurecida

tocan papeles con cifras derrotadas

luchan entre ellos como hermanos cansados

apartan lágrimas de calcio o de ceniza

el cemento de la calle los castiga

corta su piel de abajo

en grietas que un dolor perenne ocupa.

Y el regreso no llega

como esos rumbos detenidos

por el avance de la misma noche.

Figuraciones explotan sin medida

silenciosos aullidos derraman

la verde saliva de los condenados:

aullidos de las demonios

que un cantor mencionara

y que traspasan los pies

del extranjero caminante

y que suben a sus mustias orejas

y que atraviesan la turbiedad de unos ojos

que apenas vuelven a descifrar

los números del horror

que todavía nutren

la sucia fiesta

en templos y cuarteles. 

 

 

Saúl Ibargoyen Islas y la poesía

 

1 “por los campos sonoros de lo hablado por los campos de los mundos de las voces…”

 

El querer para querer necesita más querer necesita un querer aunque ya casi no veamos mariposas ni bichos de luz a pura noche abejas de puro sol ni el mangangá amarillo con su motor ni el salto inalámbrico de langostas ni tengamos cultivos naturales para comer a pólvora atómica y pesticida se mata al querer a puro dolor innecesario se lo mata con dolor inmerecido como la sospecha electrónica se mata al querer con dolor innecesario con los misiles que apuntan a mi corazón con dolor innecesario como las hambrunas machas las mentiras las fiebres sin remedio o los amores descarnados para querer se necesita un querer que por querer no postergue a otro ser que lo deje en sí mismo y que a lo Otro lo deje en su lugar que al tú lo deje con su saber y su dormir con su sal y su sudor con su Catrina sin que ella se meta en su cama sin que salga de la fiesta la foto el cuadro o la pantalla y menos que salga de la conciencia oratorio y horadante pertinaz practicante en la milicia del decir pasa Saúl por los campos sonoros de lo hablado por los campos de los mundos de las voces y los versículos por las alcantarillas de las ciudades y de los oprobios por las praderas de la prosa siempre fronteriza va por entre las huestes latinoamericanas del verso pasa y se le suben las palabras que luego van o no van en su verso con todo cuanto arrastran fuertes como los hongos los yuyos las Catrinas y la vida como todo lo líquido tan inasible y tan necesario como la denuncia del falso querer falso como la guerra fratricida inagotable como los pesticidas y el poder hasta que lo tan precario de lo humano recupere su infinito((Citado por Ricardo Pallares, la primera versión de este texto fue leída por el autor Saúl Ibargoyen en el homenaje que se le rindió en el Séptimo Festival Internacional de Poesía de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México, en mayo de 2018.)).

 

 

2 La musa y las palabras “eran (son) el recurso único…”

 

Eran los tiempos de la gesta de un anciano guerrero que montaba un desguazado corcel. Lo acompañaba un señor gordo, tosco y de dudoso parlar, quien trataba de que el burro adonde viajaba se acompasara al ritmo de la cabalgadura de su amo. Eran los tiempos de otros sucesos de maravilla: el unicornio de color morado pastaba en las altas nubes su hierba blanca, el gato multiforme se desvanecía y reaparecía en un bosque de muros y techos diamantinos, el semidiós llamado Herakles destruía un montón de monstruos inimaginables, las princesas -de cuyos nombres ya nadie se acuerda- se casaban con los príncipes vencedores del horrendo dragón, el indio de ojos azules llamado Tabaré cumplía su heroico destino de malmorir de amor, el cielo sobre el río grande como mar generaba los astros esplendentes que no permiten dormir, la luna se retorcía en una quieta tempestad de siete colores, el sol más cercano ocultaba con su inmedible fuego las llamas de incontables soles y tremendas galaxias, los peces como mojarras nacían de las aguas sagradas de cualquier arroyo, las mariposas tensaban su vuelo como navegando en los pétalos de las flores a que las alimentaban. Pero eran tiempos de horror: en las calles del barrio empobrecido cundían la suciedad, los ratones muertos de hambre y las violencias cotidianas; los niños mayores, los predominantes, decían tú juegas o tú no juegas; había otros niños venidos de países lejanos que habitaban sórdidos sótanos y comían horribles sopas de papas y verduras negras; había locos que blasmefaban contra su madre, mujeres que regresaban en las madrugadas con sus cuerpos usados y cansados; había peluqueros que arrancaban el cabello con tijeras mal afiladas; había momias que volvían a la vida para vengar afrentas y llevar al delirio a hombres de ciencia y ladrones de tumbas...

 

El niño que era yo no distinguía la realidad de los libros, el cine y los cuentos de la realidad de su mera existencia diaria. Entonces, en su cabeza se mezclaban otros momentos y otras épocas que lo conducían a ciertas formas del pasado, a determinadas manifestaciones que lo alcanzarían más tarde, en edades distintas. Así, hasta hoy mismo, ese niño cree que no vive lo que está viviendo, sino que simplemente lo recuerda. No es una defensa contra las posibles agresiones de la realidad: fue (es) un modo de estar y tratar de ser en el mundo, o en la realidad, que es más pequeña que el mundo.

 

Por eso las palabras, que tienen un lugar impreciso de nacimiento, que nunca sabemos cuándo van a desaparecer, cuándo perderán su sonido o su signo, eran (son) el recurso único quizá para que el niño aquel pudiera asentarse con toda su movilidad en la corriente general de los acontecimientos. Así, aprendió no sólo a defenderse -y hubo muchas agresiones-, sino a descubrir otras relaciones con las diferentes apariencias de lo real, al punto de que su propia poesía es también una apariencia. Es decir, oculta lo que muestra y exhibe lo que esconde. En el fondo o en la superficie o a medias aguas de ese inmenso y cambiante océano del idioma, de la lengua común, hay sitios de los cuales el niño aquel todavía extrae los costosos vocablos de su lengua propia, de su lenguaje poético. Añajes pasarían antes de que el niño aquel descubriera -nadie se lo enseñó- que la presencia indefinible que lo acompañaba y aún lo acompaña, como una dulce sombra o una hiriente ausencia, era la Musa, la quizás inalcanzable Musa. Por eso, seguirá buscando a la Musa, aunque parece que estamos en tiempos de guerras indescriptibles, de insondables injusticias, de inconcebibles corrupciones; y la seguirá buscando para ponerle en la boca todas las palabras, todos los silencios, todos los cánticos: porque a veces la Musa no comprende, se distrae, se olvida que ella también debe cantar.

https://palabravirtual.com/ibargoyen/index.php?ir=biog.php&idp=1013&show=poemas


 

Testimonios de los años de represión en Uruguay


 

Soneto Roberto Ibáñez

((El soneto está dirigido a Jorge Pacheco Areco (presidente de la república de 1968 à 1971), responsable de las Medidas prontas de seguridad y de la represión que se desencadenó contra el movimiento popular en Uruguay a partir de 1968. En ese contexto murieron, en medio de manifestaciones de protesta, los estudiantes Líber Arce, Susana Pintos y Hugo de los Santos, heridos por balas de las fuerzas policiales. Debo a Graciela Mántaras Loedel el envío desde Montevideo de este poema olvidado de Roberto Ibáñez, escrito en 1968, y que volvió a circular en Montevideo, entre unos pocos que no lo habían olvidado en agosto de 1998, a los pocos días de haber sido inhumado Jorge Pacheco Areco. El lector de esta sátira en forma de soneto descubre a un hombre de poder aficionado al boxeo y con rasgos amanerados, al que la voz poética acusa, en el último verso, de ser responsable de las tres muertes. Los mismos rasgos de déspota artificioso y ambicioso son subrayados por Saúl Ibargoyen Islas en el El Rey Ecco Ecco.))

 

Vuelve a tu bolsa, vuelve al pugilato

Presidente casual y policíaco.

Sobrio jamón, trasero candidato

ungido por un síncope cardíaco.

 

Tunde el ring con tus nalgas, caricato,

peinado con un viento afrodisíaco.

Fúndete gota a gota –o gato a gato-

glúteo perfil, patán boximaníaco.

 

Oliendo a linimento y a colonia

épico el ademán, la faz bolonia

en tanto –sebo adentro- te derrumbas

 

y te aplaude jovial la milicada,

¡Boxea con tu sombra ensangrentada,

baila, baila un cancán sobre tres tumbas!


 


 

1976: asilo político en la Embajada de México

Relatos de Mónica Wodzislawski 

((Mónica Wodzislawski, ingeniera en informática, tuvo que exiliarse en 1976. Como Saúl Ibargoyen Islas y muchos otros uruguayos, pudo hacerlo gracias al asilo político que les ofreció la Embajada de México, firmemente opuesta a la dictadura. Esta actitud permitió salvar de la represión a más de una centena de uruguayos. La autora de estos relatos nos los hizo llegar por vía electrónica entre octubre y noviembre 2019, cuando supo que se organizaba en la ENS de Lyon una Jornada de homenaje a Saúl Ibargoyen Islas.))

 

 

Uruguay - Memorias de la represión y del exilio

5 de octubre de 2019, muchos años después.

¡Porque también forma parte del patrimonio nacional!


 

La temperatura de la leche

 

 Era un tema muy importante en la residencia del Embajador de México, nuestro querido Vicente Muñiz Arroyo. Sí, me refiero al otoño/invierno de 1976, cuando allí nos cobijamos más de ciento cuarenta personas, esperando poder partir para poder volver, en poco tiempo, quizás...

En cada habitación, escritorio, desván, sótano, nos arracimábamos de acuerdo a parentesco, afinidades o falta de, género, edades... También había muchos niños y entre ellos varios bebés. Quisiera recordarlos a todos... pero no tengo la certeza de lograrlo, aunque varios de ellos juguetean aún en mi memoria. Y también lloran, claro.

Pero recuerdo sí, en forma indeleble, a Saúl Ibargoyen Islas, poeta y escritor, en una de sus obras más celebrada y controvertida a la vez: la preparación de la leche para las mamaderas y desayunos de los más pequeños. Si Saúl había sido asignado a la tarea o se la había auto-impuesto, no lo sé, pero fui testigo de la dedicación y el rigor con el que, diariamente, la llevaba a cabo. Los niños agradecidos, pero qué decir de nosotras, sus mamás.

 

-"... Saúl, para mi hijo está fría"

-"... Saúl, ¡está que pela! ­¿Querés quemar a los chiquilines?

-"...Ay Saúl, ¿siempre lo mismo? No servís ni para calentar la leche de los gurices.

 

Pero Saúl solía acallarnos (literalmente nos dejaba sin habla) cuando nos explicaba y nos hacía la "demo" (en la jerga informática) de su infalible método para lograr la temperatura adecuada de la leche.

Ponía la olla con la leche a calentar y luego de un período prudencial, se acercaba sigilosamente a la olla, miraba primero con atención en su interior y luego, cuando lo consideraba oportuno, sumergía su dedo índice en el contenido y éste le daba la respuesta.

¡Ni fría, ni caliente, la leche había alcanzado la temperatura justa!

No pocas de nosotras poníamos el grito en el cielo por razones de higiene, claro, Saúl, nos miraba desde su cara flaca y su cabeza de creador con sorna y cariño.

¡Y los niños crecieron y se desarrollaron sanitos, todos llenitos de anticuerpos!

 

 

El guiso proletario

 

¡Éramos tan parecidos y tan diferentes! Parecidos en nuestro compromiso por una sociedad más justa para nuestro país, la región y el mundo como solíamos decir.

Pero, cosa rara, teníamos distintas edades, orígenes, gustos, y hasta visiones de la vida. Esa vida que nos había unido en una residencia de embajada a ciento cuarenta y cinco personas, entre las cuales había cerca de veinte menores de diez años.

Dormíamos varias familias en cada habitación. En la nuestra éramos... cuatro más tres más dos, exactamente nueve, entre los cuales cuatro niños: seis meses, tres años, seis años y siete años, si mal no recuerdo.

Discutíamos sobre todo, política, cine, historia, el futuro y el pasado. Por nuestra vocación y situación ésta era una de nuestras actividades más importantes, a la que le dedicábamos las mayores energías. ¿Cómo no íbamos a discutir del presente? De ese presente tan extraño, incierto, angustiante....

Tampoco podíamos sustraernos a nuestra inveterada costumbre de organizarnos, en la que confluía desde el espíritu de los organismos partidarios o sindicales hasta el de la comisión de padres de la escuela y la comisión pro-fomento del barrio.

Surgían comités de dirección y comisiones hasta para la limpieza de los baños, que como se comprenderá, dada las circunstancias, era un tema de vital importancia.

La alimentación nuestra de cada día no escapaba a las generales de la ley.

La embajada proveía de todo lo necesario para nuestra manutención, pero nosotros decidíamos qué comprar y luego cocinábamos, por lo menos en la etapa que me tocó vivir.

La elaboración del menú diario de aquel comedor tan especial enfrentaba no pocas vicisitudes, entre las cuales me detengo en una no menor, la lucha de clases.

No se trataba de dirimir si un plato era más gustoso o más alimenticio, si era más peligroso por portador de más grasas o calorías, sino de su adhesión más o menos formal a la causa del proletariado mundial. Así, si alguien pedía galletas sin sal o galletitas, en lugar de bizcochos "comunes" o galleta marina, era inmediatamente tachado de burgués empedernido, casi irrecuperable. La ensalada era sospechosa de ser promovida por motivos espurios como el intento de mantener "la línea" no precisamente la política. La fruta era más aceptable aunque en dosis prudentes.

Pero el rey, en territorio antimonárquico por excelencia, el rey, era el guiso, erigido por todos los comités de dirección como el plato ejemplar, el custodio de nuestra supervivencia, vital y política. El guiso era la comida más típica de la clase obrera argumentaban, de los sectores más humildes, decían. Y olvidaban, conciente o inconcientemente, las costumbres de los obreros de la construcción. En vano, intentábamos replicar que hay guisos y guisos, algunos muy encumbrados, era una decisión inapelable..

¡Al guiso proletario, salud!


 

Por un pedazo de cuerda

 

No, no era para ahorcarme desesperada por la situación, aún nos quedaba mucho por hacer en otras latitudes y en ésta, porque todos nos íbamos convencidos que el retorno estaba a la vuelta de una esquina, o de un trecho relativamente corto.

Se trataba de un tema un poco más cotidiano, más trivial, un lugarcito para colgar la ropa recién lavada, aún con aroma a jabón BullDog, el preferido de las damas, en especial de las mamás.

Sí, porque los veinte niños tenían sus mamás que les lavaban la ropa. Decir ropa es casi anodino, porque lo que lavábamos en mayor cantidad, muchas de las susodichas, eran pañales. Los desechables aún no habían desembarcado en nuestro país en el año 1976.

Las cuerdas de colgar la ropa habían sido diseñadas para una residencia señorial pero no para más de cien habitantes. Y se acercaba el invierno para agravar la situación. Si llovía, si había humedad, si los pañales no se secaban el problema era mayúsculo... casi literalmente.

Lo peor es que había seres insensibles, a veces incluso otras mujeres, lo cual era totalmente incomprensible, que pretendían e incluso osaban disputar un trozo de cuerda bendita, para colgar por ejemplo, un par de medias o una bombachita. No, Jaime Ross aún no era famoso, pero igual no era aconsejable colgarlas de las canillas de los multitudinarios baños, no estaba bien visto, siempre hay que conservar la elegancia y cierto recato.

Se sucedían las discusiones y los argumentos que hoy sólo nos arrancan sonrisas benevolentes pero que entonces podían enemistarnos por días o semanas. Que si mi hijo tiene la colita más sensible, que si yo acostumbro cambiarme la ropa interior más a menudo, las controversias podían deslizarse por rumbos inciertos, insospechados, cruentos...

Ya no se trataba de la lucha ideológica, sino de reacciones más ancestrales de las que también supimos ser fieras representantes.

La dictadura se encargó de poner fin a la contienda. La embajada fue rodeada por las Fuerzas Conjuntas, armadas a guerra y ya no se pudo salir más al fondo a colgar la ropa.

No recuerdo cómo resolvimos el secado de la ropa, excepto por el uso de los radiadores de la calefacción de cada habitación, recurso escaso por el que seguramente también competíamos.

Probablemente la creatividad popular encontró respuestas adecuadas y luego la embajada y su tendedero fueron vaciándose, dejando a sus habitantes naturales disfrutar en paz de la residencia.

 

Pour citer cette ressource :

Saúl Ibargoyen Islas, Selección de poemas y otros textos de Saúl Ibargoyen Islas, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), décembre 2020. Consulté le 27/11/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/ojal/seleccion-de-poemas-y-otros-textos-de-saul-ibargoyen-islas