Selección de poemas y otros textos de Saúl Ibargoyen Islas
Selección de poemas y otros textos
Pasión para una sombra
Montevideo: Ediciones Deslinde, 1959.
Retrato
No soy optimista.
He crecido de golpe
subiendo a saltos
los peldaños del alma.
No soy demasiado alegre
ni demasiado expansivo.
Todavía no tengo pasado:
Hablo con los demás,
camino por los parques,
escribo de veinte
maneras diferentes,
me gusta el futbol,
leo los diarios,
visito a los amigos,
comento algunos libros,
vigilo mis pasiones,
termino mi trabajo.
Soy sencillo, tengo
veintiocho años y, es claro,
sombras y errores,
culpas que me duran meses.
No quiero tener razón,
ni saber si estos versos
son cortos o largos,
ni tampoco, en verdad,
tejer un laurel
o hacer mi retrato:
soy tan parecido a todos,
tan igual
a lo que canto.
Por eso no importa
que me olviden,
que sepan tan sólo de mi cara,
de mi sobrenombre
o de mis años.
Debo decir algo todavía,
con cierto sabor testamentario:
nada estará
por debajo de mis actos,
y no daré nunca las espaldas
a la última cosa
que pueda caber en mis palabras
Arte poetica
Recojo largas
notas de tango
que suelen caer de los balcones,
y el hambre de tantos perros
que surcan su olvido
de calles y nombres.
Estoy atento al desempeño
que entiendo corresponde
a mi esperanza
que aunque la nombre apenas,
como al paso,
es quien me empuja
y me distrae
del sopor, del humo,
del sucio latido de la vida.
Tomo nota, además, de mi cuerpo:
invento un río
que entre mi piel y hueso
va creciendo,
e incluyo estos instantes
en que el mundo
declina su pasión
y me alimenta.
El libro de la sangre
Montevideo: Ediciones Deslinde, 1959.
Palabra sola
Es Saúl, tu hijo,
el que habla,
el que ahora ve
esa línea
que tan recta de lejos
nos parece.
Mi mano no es la mano
del niño que escribía
aquellas frases con su cuota
de banderas y colinas.
Ni mi boca es la boca
que inventaba
fórmulas extrañas
donde acostar los sueños.
Mi boca, padre,
es solo un par
de duros y oprimidos
labios que piensan.
El momento es éste,
de saber
dónde está
el sol antiguo de las cosas,
el sol profundo, el mismo
de las tardes y los años,
el calor dorado que no siempre
poníamos en todo.
Pienso que hablábamos
muy poco
que debí retener
por más tiempo
tu mano,
que gritaste hacia la noche
y que estabas solo.
Pienso que no supe tener
mi corazón atento
que no he sido lo bastante ágil
para ir detrás tuyo
y detenerte
¿Qué podría decirte ahora,
si estuvieras
levantando tu guitarra
ese árbol claro,
sostenido con silencios,
con pájaros que esperan
tus mágicas señales?
Pienso
que para qué seguir
pensando,
que es la hora
de la fruta,
no del llanto;
la hora de empezar
el trabajo con tu barro,
no del llanto.
Pienso
que es la hora sencilla
del alma o de la carne,
que viene vestida
con tu único traje.
La hora, padre, en que no sé
cómo estar triste,
porque nunca
antes
te hablé de esta manera.
De este mundo
Montevideo: Aquí poesía, 1963.
Advenimiento
Viniste,
no sé cómo has llegado.
En hombros te trajeron:
tu agilidad dormía
como el vientre de las piedras.
A tu llegada
no asistieron los sueños,
no se molestaron
los sabios
ni se incomodaron
los necios.
Los hombres del mundo
estaban ocupados,
pero tranquilos:
destruyéndose.
Llegaste sin luces,
sin himnos,
sin coronas,
sin frutos salvajes
cayendo de los labios.
Solo una sonrisa
llegó
por aire o por recuerdo,
adelantada.
Alguien pudo recibirte
abriendo las manos
y colocando en ellas,
el reconstruido signo
de la ausencia.
Pero quién pudo
reconocerte,
si eras la fuerza,
si venías de los ruidos incansables
de la sangre,
si el silencio del mar
te perseguía,
si el sabor de las palabras
era barro,
si naciste al llegar,
como un pájaro
que en la noche sigue
escuchando su canto.
Llegaste al fin,
Porque nunca he sabido esperarte.
(La soledad se aprende
estando solo,
como se aprende la muerte
estando en vida).
Llegaste,
y esto es suficiente.
Quizás como la lluvia
que moja la cara
y cae a la tierra,
que sólo por eso
en otra tierra
de carne, de grito y de fuego,
se ve convertida.
La miel del verano
a Alfredo Zitarroza
Amigos, compañeros,
que tanto caminaron
los pasos de la infancia.
Quiero traerlos ahora
a mis palabras:
no le está permitido
al hombre
olvidar.
Con los años se recogen
objetos imprevistos
y el viento nos acerca
el viejo sabor del aire respirado.
Muchas cosas comunes nos unían los ojos,
mientras la calle
como una espuma silenciosa
navegaba a nuestro lado:
las muchachas tenían en la boca
el jugo del verano
y en la sangre nos dejaban
ese latido que siempre recordamos.
La vida era un milagro
interrumpido cada noche:
cuánta urgencia en el deseo
de los frutos aún lejanos;
qué costumbre distinta de soñar
sin que el tiempo pudiera causar daño.
Todo era explicado,
todo estaba claro:
imaginábamos ser sabios
y la verdad se posaba,
como un pájaro dócil,
en una u otra mano;
nos creíamos héroes
y tímidas princesas miraban el combate
desde un alto castillo
rodeado de lagos.
Amigos, camaradas:
algunos ni siquiera
sus nombres me entregaron;
otros nacen cada vez al ser nombrados,
y otros tienen apenas
un silencio solitario.
Quise traerlos hasta mis palabras,
que caminaran nuevamente
mis pasos de la infancia.
No mencioné sus domingos de barro,
ni sus noches de miedo,
ni su falta de calor
y de esperanza.
Sólo busqué mi presencia entre sus actos;
entre sus rostros, tocarme la cara.
Son el frío y la ausencia, sin embargo,
los que dejan en mi boca
esta miel un poco triste
del verano.
El mendigo
a Mauricio Maidanik
En ciertas ocasiones,
especialmente en momentos de invierno,
bajo la presión de mi propia sonrisa
o defendido por gruesos pliegues
de mi conciencia,
te rechazo, no puedo verte,
emerges como un instante inesperado
de violencia,
me retraes de lo humano,
quieres agregarme a tu miseria.
No te miro:
Pueden seguirme tus manos
místicas y expertas.
Hay en ellas
una apremiante disposición de hartazgo,
un engaño rotundo
que tu mirada ratifica,
inclinándose al recibir la gracia.
Pero suele ocurrir también
que retroceda,
que resuelva buscarte,
que me incorpore a la mentira desnuda,
a la total sospecha.
Y soy yo, por lo tanto, él que requiere,
él que pide, él que atisba
agitando una gratuita expectativa.
Es entonces cuando aprendo
que puedes estar o abandonarme,
que puedes aumentar o restringir
la dudosa potencia de tu imperio,
la sufriente actitud
de tu comercio
Y todo porque no sabemos dar,
entregarnos sin grandes voces,
sin sobornos, sin distancia;
todo porque no nos enseñaron
a quedar desnudos
en medio de la noche.
Calle cortada
a Sarandy Cabrera
Permaneces tendida debajo del tiempo.
Un agua oscura se junta a tu exigua
distancia, constantemente interrumpida
contra un opaco muro de ventanas clausuradas.
Conflictos invisibles te sostienen,
propósitos de vida que no ceden,
e incurres en experiencia,
en técnica minuciosa de puertas
y zaguanes,
en perros inéditos
que navegan tu murmullo.
Es admirable conocerte,
existir en ti mientras duran los pasos,
o mirarte deslizar
desde cada movimiento.
Tantas veces me he puesto a descifrar
el humo, los silbidos, los olores,
las formas humanas que exaltan tu vigencia.
Pero concluyo en no saber,
acentúo mi ignorancia,
incapaz de penetrar el idioma
escrito a tiza y a sudor en las paredes,
adherido a ese gris territorio de ciudad
donde tu escaso patrimonio fue asentado.
Por haber llegado a tales conclusiones,
Es que deseo un grito que caiga en ti
como un violento sol asesinado,
provocando un estallido,
una situación confusa e inestable.
Puede ser que de ese modo
te cubran semillas azules,
te apremien ocurrencias de luz,
que verdes raíces te insinúen un camino
y que cambies tu clima callado
por una definitiva
y abierta ausencia.
Soledad propia
a Juan C. Somma
Quiero decirte, hijo mío,
que algún día estarás solo;
de un modo inesperado
como esos movimientos
que vibrando recorren
los cuerpos dormidos.
No será la soledad
que presientes en la sombra
o cuando dices un nombre,
y todos, sin escuchar,
te miran o callan.
Tampoco la soledad
mencionada en los libros
o la que hace el viento
cayendo entre las hojas;
ni siquiera la tristeza
que fielmente prepara tus recuerdos;
ni siquiera el camino
que con el canto sale de tu boca.
Estarás solo, rodeado
de un difícil alimento;
podrás ver que los hechos,
aun distintos, se repiten:
los gestos de la luna,
los pétalos muriendo,
los sonidos y el silencio
que tu corazón devora.
Serás el dueño de un idioma extraño
que aprenderás muy lentamente;
actuará sobre tus ojos el misterio;
en tu memoria encontrarás
todas las cosas,
que así transcurrirán
mientras tú quedas.
También el tiempo pasará a tu lado,
pero llevándose apenas
lo que obtenga.
Será como empezar
desde las raíces destruidas;
será como respirar
aplazando a cada instante la muerte;
será como entrar en la piel que te espera
y en la carne
de las que fuiste arrojado
a la tierra,
a todo el amor
y al olvido.
Hilo de sangre
a Manuel Márquez
Es triste, padre,
que hoy sea tan sincero;
que te hable de mi débil voluntad
por encontrarte;
que insista torpemente
en extraer de tu imagen
lo que apenas lograste
a través de la carne.
Dispongo de palabras
que voy colocando
en lugares distintos;
me entrego en ademanes
tuyos,
que repito;
y el tiempo me recorre
con tu paso tardío.
El mármol te separa
de objetos que conozco,
del aire donde el calor
de tu cuerpo, aun se diluye.
(Sólo una vez caminé
llevando flores,
mas no pude avisarte
y todo fue perdido).
En cada momento
te hallas más ausente,
más lejos y lejos
quizás hundiéndote, ocultándote
dentro de mí.
Por eso cuando digo alguna cosa,
Mencionando la noche, el cansancio,
qué sé yo, parece
que entre aliento y sonido
discurriera tu voz.
Es triste, te decía,
que hoy sea tan sincero:
es que hacer de ti
lo que de ti no hiciste,
no sirve, es cambiarte
por otro que no eres.
Prefiero tu verdad
de fría ausencia,
asumida entre despojos de la tierra.
El hilo de sangre
ya está roto:
es que lo tejiste
con toda tu fuerza.
Patria perdida
Montevideo: Aquí poesía, 1973.
Patria perdida
Ya no puedo volver
¿cuál es mi patria?
Me han pedido
que descanse el corazón
que resucite
la insistencia lograda
tenazmente
que reitere mi atención
por el perfume
de las pálidas estrellas imprevistas.
En el principio de las huellas
allá lejos permanecen
un símbolo enfermo
y una gastada bandera
sosteniéndose.
Mi punto de partida
fue el olvido
fue aquella pureza necesaria
con que a veces la memoria
se entretiene.
De distancia a distancia
por encima de piedras
de rotas arenas calcinadas
a través de la tierna
resistencia del trébol
del esquema carnal
de la caricia
del sostén transparente
de las lágrimas
a través de la pasión
que por descuido convierte el tiempo
en forma derrumbada
a través del abandono promovido
por leyes que rechazan
la esperanza
a través de todo hice camino
repitiendo conductas y palabras
tomando por la fuerza
el motivo de los besos
aceptando ver distintas
las cosas que no cambian.
Ya no puedo volver:
perdí mi patria
en cualquier esquina
de una calle sorprendida
o en el fragor de engaño
que ejecutan las campanas
o en la magia repetida
que suponen los crepúsculos
o en cuerpos roídos
que su sombra depositan
llegando desde oscuras
empresas de muerte.
Perdida está mi patria:
destrozados
su fresca latitud
de amplias raíces
y su prólogo de sueño
que aún se niega
a la ofensa brutal
de las mentiras.
Perdida en los altos
aullidos de la noche
en la tierra apagada
que apenas respira.
Pero el mar se acerca
y la define
con el secreto susurro
de la espuma
y los ríos proponen
que se extienda
hacia antiguas fronteras derrotadas.
¿Dónde está mi patria?
No puedo ya volver:
está conmigo
Borrador para un poema a Carlos Marx
Un hombre con ropas cansadas
camina sencillamente por las duras calles
-que suponemos húmedas-
de Londres.
Debajo de su barba dispuesta
para sólidos retratos
silenciosa ante los hijos muertos
deshecha en el taller generoso
de las revoluciones
la corbata anuda una flor solitaria
y un corazón trabaja
bebiendo las voces de Europa
las miserias y luchas totales
que explican y cambian el mundo.
Sabemos que es fácil embriagarse
con los múltiples vinos
y obras y cantos humanos
pero Carlos Marx
-así se llama quien así estudia
las húmedas calles de Londres-
en claras avenidas
en mares tumultuosos
que empiezan a derramarse
a llegar hasta nosotros.
Página a página exilio a exilio
fue hecho este camino
como creciendo de una hermosa barba descuidada
cuya raíz es una flor
o una corbata.
El hombre camina
hacia el sillón dulcemente agazapado
entre libros y papeles
que el polvo de grandes tormentas
armoniza y desordena.
Carlos Marx tal vez no sabe
que es un 14 de marzo de aquel Londres
donde el oscuro signo de Piscis
poco puede importar en su cansancio.
Camina simplemente
hacia su vieja tumba de Highgate
donde su compañero Federico
verá para siempre
nacer y crecer y nacer
la hierba nueva.
La cosecha
Creí que era una fruta amarillenta
en tu mano padre
fruta de setiembre ajena a todo árbol
encontrada como el aire
que inventa su alto viento
y se pierde entre las hojas
violentas de la tarde.
Creí que era una fruta
padre una fruta amarillenta en tu mano
porque todo setiembre
es como un pétalo muerto
de aquellas flores o rosas que no quise
construir dejar entre tus huesos.
Creí que era una fruta en tu mano
y era solamente la palabra
que tu silencio me concede
en cada setiembre
que hacia tu vida oscurecida
nuevamente pasa.
El bosque encantado
Separado del cielo por altas vidrieras
destinado a enormes patios que el verano calcinaba
yo era un niño
pero apenas lo sabía.
Me ubicaban por nombres
que luego se perdieron
en rincones sin estrellas donde mueren atrapados
juguetes y fantasmas.
Yo era un niño
que no podía ser todo lo que era.
A veces me iba a vivir
a una gran alfombra que reposaba
como una piel complicada de animales prestigiosos.
Cubierto por brillantes robles crujientes
donde la mesa perpetuaba su forma indestructible
hacía que mis ojos descubrieran
las castas aventuras del señor Pickwick
el infierno ilimitado de Arthur Gordon Pym
la desesperada cordura de un flaco y desaseado caballero
los amantes estrechándose entre el humo y la peste
el galope silencioso del eterno unicornio.
Las hojas pasaban
quebrándose en un mar sin ruido
con difusas orillas que sembraban
en sí mismas
objetos intraducibles utensilios de otras manos
roídos hierros maderas traspasadas
armas vencidas de otro amor.
Yo era un niño
debajo de árboles seguros
y envuelto en aquel bosque
no sentía las sombras de mi piel.
Las hojas pasaban
torturando el descanso de pálidos insectos
-seres venidos de otros viajes
de oscuros recuerdos sin memoria-
mientras mis nombres diferentes
se extraviaban
en los patios donde ya empezaba
a encenderse la hierba
en el peso de la luz que rompía
los altos cristales
y en los caminos que nacían
entregándose totales a la calle abierta.
Mater dolorosa
Desde mucho antes del advenimiento
de la señora Yocasta hasta le fecha
cuántos malentendidos cuántos himnos cuántas violaciones
cuántas virginidades se cometieron en tu nombre
cuántas caricias de tus manos velludas antiguas pálidas
rituales distraídas gastadas
ardorosas de no aprendido amor
y cuántos gruñidos aullidos insultos
como lágrimas sin purificar
y cuántas lágrimas tuyas y ajenas
como objetos adheridos al tiempo
suspendidos en cruel testimonio de toda ternura
y cuántas designaciones y denominaciones
y suspiros para los hábitos preferidos
que niños fracasados solitarios canallescos
(de grandes bigotes y barba menuda)
Todavía ejercen como oficio de falso poder
y cuánta sorpresa sabiamente reconstruida
cuando tu hijito de cuarenta años
emite su saludable eructo familiar
y cuánto de tu alma en la descarga visceral
que nunca te libera del comienzo
del pecado original que no termina nunca
y cuánta sangre de tu sangre
en los almanaques vencidos
en el hombre fuerte y bueno
que salvaría a la Patria
en las ropas que ya no se usan
en tu pobreza incomprendida
en tu ciega humildad
y en las palabras que ahora te recuerdan
alejándote como a una oración oscurecida
o deteniéndote como algún vals
que gira en tu memoria:
Palabras que no hablan que cierran tu mundo
y que ahora te recuerdan
te hacen nacer te alimentan
te aman te odian te olvidan
te enseñan a decir “hijo querido”.
Sicut umbra
Está mi padre siquiera como sombra
están los huesos
atados por tendones resecos
sostenidos por carnes que ya no le pesan
flotando naufragando en sangre evaporada.
Está el padre de mi padre
-de quien no puedo tener memoria-
separado de este ahora tan lejanamente
cabalgando por campos de niebla gris o verde.
¿Dé dónde llegaron
de qué nave de qué viento descendieron
quién los preparó para ese viaje?
¿De qué país ausente de los mapas
de qué ciudad innombrada
de qué casa
adivinada entre musgos y piedras y rebaños
de cuáles vientres de qué lágrimas?
¿Del vientre de María Generosa
inclinándose a lo oscuros de la tierra?
¿Del vientre de Luz o Juana o Rosalía
cuando todo era silencio
o susurro de amor ante el dios
del alma y de la carne?
¿Del vientre protegido
por tersa tela negra
por enaguas y sábanas y flores
que mano tras mano fueron tejidas
cortadas cosidas bordadas
para el tiempo en que nuestros ojos
empezaron a nacer?
¿De dónde llegaron:
de la única lágrima que recuerdo
en el llanto de mi padre por sus
hermanos muertos
de esa lágrima única enterrada
con el rostro de mi padre
de esa lágrima única expulsada
para sentirme vivo
para engendrar un hijo
para inventar canciones
para negarme a morir?
¿De qué viaje llegaron
para este viaje innumerable
desde qué soledad
transitaron bocas tan lejanas
y bebieron licores perfectos
que nadie entre nosotros puede ya gustar?
¿Con qué mirada se miraron eternos
en espejos y relojes destruidos
con qué gemidos entraron en el mundo
con qué indicio sonoro asentaron su dominio
con qué abandono dejaron de existir?
¿De qué viaje llegaron
a qué país han vuelto?
No es ésta la tierra donde hoy los encuentro
ni es ésta la patria donde eligieron morir.
Sus huesos no sembraron de flores las colinas
sus años fueron un tiempo que fue sólo una vez
sus sudores perdidos sus grandes esperanzas
los severos documentos que avalaron su fe.
Están sus nombres en la piedra gastada
hay fechas indescifrables como una nostalgia
que alguien quizás alcance a recordar.
Mas yo puedo únicamente
apartar los viejos días:
no entienden las señales que por ellos grité.
No me voy de sus voces
no arrojo sal ni ceniza en mi heredad:
Yo puedo únicamente ingresar
a un nuevo día
y abrir con los ojos de mi tiempo
los vientos oscuros del mar.
El Rey Ecco Ecco
Montevideo: Aquí Poesía, 1973.
Cielito, cielo que sí
No se necesitan Reyes
Para gobernar los hombres
Sino benéficas leyes.
Libre y muy libre ha de ser
Nuestro jefe, y no tirano,
Este es el sagrado voto
De todo buen ciudadano
Bartolomé Hidalgo
Había una vez un pequeño país
entre colinas y ríos palpitantes
la Cruz del Sur coronaba
espléndidas noches estivales
y un agua grande y rumorosa
-grande como el mar-
nacía y moría en arenas interminables
nutridas por altísimos pinares.
Un pequeño país de siestas largas
de buenas carnes en toda su estatura
con melodías de nostalgia en las entrañas
con estadios y gritos y atletas sudorosos
y amplias avenidas para el tránsito
de fantásticos carruajes importados.
Un pequeño país hacedor de ricas telas
de aromáticos vinos y licores
ávido receptor de ocurrencias imperiales
con sus vacas y ovejas sagradas
cosechando a ritmo lento
la hierba que los dioses
sembraron en los campos.
Un pequeño país como un fruto
separado del resto del árbol
con piedras talladas para el hambre y la guerra
(documentos lejanos de un pasado
escrito con sangre charrúa)
un país con lanzas y sables
y el humo rugiente de crueles batallas
(recuerdo lejano de ciertas palabras:
justicia muerte reforma agraria
cultura libertad
que nunca fueron mejor pronunciadas).
Y pasaron los tratados de historia y glorias
-casi todos malos-
y pasaron los años y los años buenos y malos
-a decir verdad más
casi buenos que casi malos-
y tremendos conflictos exteriores permitieron
que ingresara el oro que entrara la esperanza
(los hombres de pluma cazaban gacelas
y corzas y premios y viajes
-tradición que aún sobrevive -
y hasta hubo tentativas de modernización
de estatización de jubilación
de estabilización nacional)
Pero un día la nave del Estado
sintió crujir el charco seguro
donde se asentaba:
la onda quiso ser ola
y la espuma comenzó a enturbiarse.
[…]
Y sucedió otro día que el pueblo
-personaje a tomar en cuenta
en esta historia -
deseando cambios y transformaciones
sugeridos por los vientos del siglo
llevó al poder (según se dijo)
a un viejo rey honesto austero
algo cansado enfermo.
El Rey Viejo quiso hacer cosas
de modo singular para su patria
y cuando el fracaso roía sus esfuerzos
(que el futuro lo juzgue)
su maligna enfermedad se hizo destino:
murió con sencillez ya presintiendo
el derrumbe de todo lo soñado.
Y sucedió que fue entonces sucedido
por el Delfín
un rey más joven –no llegaba todavía
a los cincuenta-
cumpliéndose así lo inevitable:
a rey muerto rey dispuesto.
El Su nombre era Señor Ecco Ecco
Un nombre con eco y sin resonancia
-poco apto para un monarca sin duda-
pero designado por manos trascendentes
tocado por la Historia
henchido o hinchado de pronto
por los densos perfumes
del Panteón General
pasó a denominarse Rey Giorgio
o simplemente el Rey.
Hombre atlético ágil entrenado
en la dinámica muscular de estas edades
sólido contumaz dueño de Sus frases
constructor de ideas formidables
que organismo monetarios adoptaron
devorador de bastas bibliotecas
preparado a diario por Su propia acción
enemigo del Mal paladín bátmico
en la cruzada de la Santa Democracia
contra los bárbaros rojos
que vienen del Oriente
así era nuestro Rey.
Viva viva viva el Rey!
Pero la chusma y muchos espíritus mutilados
lo llamaron como antes: Ecco Ecco
y a veces Ecus Ecco.
Resulta curioso que en tiempo de calamidades
muy pocos tuvieron ojos para ver el milagro
y oídos para oír la tonante voz
de la Ley del Orden.
Con el uso del poder
-del que ya tenía una opinión formada-
fue percibiendo lo superfluo
de ciertas estructuras:
la Casa Senatorial legisladora incesante
de augustas tradiciones
de beneficios renovados
para las desconformes masas populares
[…]
Hubo protestas como suele ocurrir
cuando un ser excepcional nos acerca
Su presencia absoluta
cuando visita a Sus vecinos poderosos
obteniendo diversos negocios
y acuerdos de elásticas fronteras
cuando otorga garantías de que la libre
expresión del pensamiento
sólo es libre mientras es permitida
cuando se enfrenta al espejo
y comprende que el espejo
es más pequeño que Su país
y que el cristal amenaza romperse.
Cuando envía dóciles mensajeros
al mismo corazón del Imperio
para que acepten –después de innumerables
ruegos y banquetes- los treinta monodólares
con que pagar el abultado
presupuesto familiar
(en esa ayuda ocasionalmente se deslizan
paquetes y bultos con armas
extrañas que arriban
en brillantes barcos desde el cielo
y señores muy serios que andan de a dos
invocando raras divinidades
en sus portafolios negros).
Hubo protestas y reacciones
-es muy común- de aquellos
que estudian o enseñan o trabajan
o pescan la propia mirada
en el agua grande como el mar
o sueñan con revoluciones
(tan a la moda) o se arriesgan
y mueren por las revoluciones
o sencillamente aman o escriben poemas.
[…]
El pueblo inquieto como todos los pueblos
Daba nomenclatura
A Su mal genio
Y a Su buena figura.
Y la verdad de la calle se volvió terrible
y cerró el Palacio a ruidos y sonidos
pero el silencio interior no le bastaba.
Los Rubios Señores Imperiales
otras medidas de fuerza mayor le reclamaban:
tanta sangre no era suficiente
tanto sufrimiento no era lo bastante.
Apretar apretar que viva el Rey!
Digámoslo eléctricamente por los aires
O en sueltas octavillas por la calle.
Falta fe falta energía
mil veces faltan los treinta dineros
con que saldar el precio de este pueblo.
Reconozcamos que el Rey se estremecía.
Sus noches fueron
como las noches de los prisioneros:
quitaba derechos cambiaba funcionarios
decretaba decretos que anulaban decretos
torturaba encarcelaba obreros filósofos
doctores cocineros exiliaba artistas y poetas
enviaba magos
y más mensajeros a través del océano
se aferraba a lo efímero destruía lo eterno.
Los malos sueños carcomían Su sueño
y padeció una pesadilla atroz:
vivió que sonaba ser azotado
por un Rey como Él
pero babeante y sucio y andrajoso
y que luego lo arrojaba al desierto:
castigo de los elegidos
redención de los selectos.
Al despertar al vivir que soñaba lo vivido
se encontró solo solo
en medio del aposento real.
Buscó Su cetro
y ya no estaba (o no lo halló)
buscó la corona
pero Su enguantada mano
(nerviosamente conducida)
la hizo rodar
infinita oscuramente
hasta el culo del mundo.
Historia de sombras poemas
Montevideo: Arca, 1983.
Hay un rostro
Es un rostro sin duda
que conoces
porque tus otras manos
-las de estar solo
las de cumplir quehaceres sombríos-
lo han tocado tactado
tentado hasta cerca del hueso
que todo lo sostiene.
Por qué formas y gestos y sudores
ha viajado esta cara
por cuáles sonrisas
y salivas sueltas
por qué lenguas
que el amor mordió
por cuales movimientos
necesariamente repetidos
para ser en tu piel
este rostro visible que nace?
Debes contestar
si en ti existen
impulsos de palabras
porque también con palabras
diálogos pausas
descuidados sueños lágrimas
se hizo la cara que adaptaste
a una base de médulas sangrientas.
Y debes mirarme
con los ojos exactos
de ese mismo rostro:
en ellos veré mis párpados clausurados
por la visión de un país
cuyas playas se oscurecen.
La Escuchante
Siempre escuchas profundamente
los relatos
que voy desplegando delante de ti.
No importan demasiado
tu rechazo por la sangre
ni el horror que gimes
cuando empiezo a describir
-con una voz de lenta lejanía-
el espasmo brutal
de los cuerpos violentados.
Qué conoces de cada desgarrón
que cunde por los huesos estirándose?
Qué puedes pensar
de las groseras burbujas
escupidas por narices asfixiantes?
Qué alcanzas a oler
del material pegajoso
en su oscura caída
por las piernas?
Qué puedes lavar
de las ropas corroídas
por impulsos de sudor
y derrumbes de semen?
Pero el dolor
no es sólo dolor
y siempre tiemblan
los ojos solitarios
bajo una extensa noche
de aplastada ceniza.
Y vuelves a escuchar:
las numerosas puertas de tu piel
se abren hacia un ámbito
de acidez desesperada
y en ti se establece
un naufragio de gritos
que no debes oír
porque hay dientes dispersos
y coágulos y cáscaras.
Y escuchas otra vez
y cada signo que por mi aliento crece
es señal en ti
de un inesperado sufrimiento.
Y entonces debo callar
aunque una sola partícula
de agua contenga
el sabor total de todos los océanos.
Debo callar porque
no es de justicia
hacia ti que yo termine
este relato con la palabra muerte.
El teléfono
Ayer estuve aferrado
a un teléfono
que alimenté con números
tomados de un papel
suelto y dudoso.
No apareció tu voz
-según dijiste-
y yo empecé a escuchar
ruidos susurros preguntas respiraciones.
No esperaba en verdad
que así también
podrías enviarme tu ausencia:
de quién te alejabas
en aquel viaje
de imprevistos silencios?
En verdad solo quería
repetir para ti aquella frase
de que “el hombre recogerá
piedras de la luna”
o los versos de William Blake
traducidos según mi lengua propia:
“canta la espada una canción
de guerra
en la tierra baldía
pero las hoces continúan su labor
en las tierras fructíferas”. ((El volumen de Historias de sombras comienza con una cita de William Blake que Saúl Ibargoyen retoma, traduciéndola, en “El teléfono”: “The sword sung on the barren heath, / The sickle in the fruitful field: / The sword he sung a song of death, / But could not make the sickle yield”.))
O aquella línea del gran
pájaro de Avon
“quien crece solo
crece torcidamente”
o la invención con que hice
que un día pudiera estremecerte:
“la carne va más allá de los huesos
pero no escapa del amor
que la ha contemplado”.
Fue así que puse el teléfono
en sus lugares exactos:
era el comienzo de la noche
y me decidí a esperar que regresaras
como si mi nombre
se hubiera borrado de ti
y mi boca no fuera
la fuente imperfecta donde
mojas casi toda tu memoria.
El regreso
Con tu boca pegada
a mi espalda
sigo la dirección
de inmensas calles
y en mis hombros
una bandera de polvo
parece declinar.
Es aquella sombra
de un pueblo
que después de esta sombra
se levanta?
Hay un nombre
escrito en estos aires
o es un trazo de humo
que sale de mi vo?
Sin embargo cada día
se completa con sus pájaros
que llegan tal vez
desde un profundo litoral.
Una sangre pesada busca
que se abran alamedas
cruzándonos el cuerpo
y tú me empujas
vuelves a nombrarme
me indicas las cartas
que debo escribir
soplas en mi oído
los tamaños del cielo
metes en mi carne
las tensiones del sol.
Yo puedo decir con letras
tu distancia
y escuchar en mi vaso
el ruido de las aguas
que un día inevitable
entrarán en el mar.
Quién eres tú
después de todos los años
usados en pensarte
como un viento oloroso
disolviéndose en la luz?
Qué serás tú
cuando mi memoria
se encuentre contigo
y podamos sumar
las cifras de la muerte
los números exactos del dolor
la cantidad de cenizas
y de lágrimas
los extraviados besos
las bocas insultadas
y esas manos tenaces
en su gesto final?
Qué seré yo:
qué cosa andante
de pelos y huesos
qué costosa forma
regresando a decirte
que de algún modo sangriento
tendremos que cantar.
La última bandera
México D.F.: Praxis, 1994.
Para Margarita Martínez Duarte, porque supo entregar claras palabras y ritmo invencibles a esta crónica de un tiempo que otros habrán de recordar con las voces arrancadas de nuestra sola voz.
Para Gilgamesh y su antiguo pueblo y los hijos de todos los pueblos que son la arena y la sangre del país de los dos ríos.
Para los niños mutilados por la guerra cuyos nombres quedarán escondidos en la arcilla dolorosa de la historia.
Todos los que militáis debajo de esta bandera ya no durmáis, ya no durmáis, pues que no hay paz en la tierra. Santa Teresa de Jesús
No quiero escribir el nombre de la sangre
Una mano sencilla apenas
sobreviviendo a los trabajos del día inevitable
salió desde una mujer llamada Selva
y escribió que los misiles
apuntaban a su corazón.
Otra mano mancillada
por el sufrimiento
pudo narrarnos que aquende
la mar océano
también el amor era capaz
de desamarse a sí mismo
para levantar a un cuerpo titubeante.
Y otra, la tercera mano
-que cuida de gatos amarillos
y largos papeles
y combate contra las brisas
polvorientas que corroen
muebles de roble o cedro o nogal
en los patios congelados-
describió a los animales
que se unen a los astros
para indicar así el tiempo
donde empiezan
los sabores salobres del olvido.
Y ésta la mano responsable
del jugo sudoroso que nuevamente
en cinco dedos se repite
recuerda ahora –en este trazado
de una imperfecta ciudad
de signos y silencios-
que alguien una alta
y Clara mujer protestó
ante su dios
para que no se abandonara
como alimento de las fieras
que ciertos hombres fabrican
con el metal enrarecido
de su carne.
Y esta mano asimismo rememora
lo que otra mujer Sara
escribió de aquel guerrero muerto
de esplendentes heridas.
Y también esta mano repite
a la dama que debe ser amada
pues usó las armas de la pasión
como una fruta
para enterrar el espanto
en los rostros de la muerte.
Pero son pocas las manos todavía
y tan incontables
como el acoplamiento de las mariposas
anaranjadas que deben perecer.
Pocas tal vez o no suficientes
-en esta crónica acechada
por los sucios oxígenos del siglo-
pues nunca escribirán
el nombre completo de la humana sangre
los hedores punzantes
de la sangre
las retorcidas transformaciones
de la sangre.
No quiero leer aquellos libros sagrados
Unos ojos de párpados
consumidos por páginas oscuras
o abecedarios de piel que se esclarece
-sin consultar ninguna biblioteca
ni obedecer a las imágenes
que se mezclan
con datos informes y noticias-
resolvieron no desentrañar
los textos redactados
con la dudosa saliva de D’os.
Porque toda la palabra escrita ha sido
reescrita releída revisada reincorporada
recompuesta revuelta rechazada
en tablilla de greda quebradiza
donde se lee todavía:
“Yo levanté las torres
de mi ciudad
con las piedras de alejadas montañas.
Después vendrá la arena
pero yo las construí”
Y en estelas de granito
sanguinolento o de alabastro
finísimo donde el cincel
confirmó; “Que tú creaste
a la Tierra según tu corazón
mientras estabas solo”
y que alguien “el Rey
fue la vida verde
de nuestra nación
y sus labios fueron hechos
de canciones y abundancia”.
Y en figuras de piedras
deleznables (tan eternas
como una manzana en las cestas
del mercado)
con sus plumas descoloridas por
la lluvia celeste que visita
los santuarios de la víbora sagrada:
dos mil ojos circulares
contemplan desde el polvo
toda esta ruina que no se detendrá.
Y en las cajas
donde el plomo ardiente
aun nivela
sus momentáneas estructuras.
Y en las cintas
que un nuevo lenguaje
corrige y traspasa.
Y en los ordenadores que no conocen
el contenido del vocablo
pájaro ni cómo explicar
que una sílaba es una sílaba
y no vulgares símbolos
que un viento electrónico
captura y traslada.
Y en las cortezas pintadas
con la tinta de otras cáscaras
o raíces o pétalos o con la hiel
espesa del búfalo
o del lobo solitario
o del salvaje conejo deshonrado
todavía se lee que en
“los inviernos cada hijo
de mujer comerá su propio
corazón si es que espera morder
el agua invisible y los brotes
de la primavera preparados
por el viejo Sol”.
Y en las marcas de puros metales
de lápices groseros
de ágiles estiletes
de punzones de rugoso hierro
y de pinceles fabricados con pelos
de extintos camellos
y del pubis de muchacha virgen y mortal
tus palabras que son este libro
-y hasta el mismísimo papel
adonde ellas descienden
en busca de la sed-
resultan dislocadas corregidas
cambiadas trastocadas calcinadas
escupidas deformadas borradas
conducidas a las sórdidas letrinas
del último de los hombres
que será a su vez sepultado
en cualquiera de las formas
del tormento.
Las frases las páginas
los papiros los pergaminos
las valvas quebradas del exilio
la sintaxis crispada del dolor
los caracoles como esas raras
monedas impresas por el mar:
todo junto apegado en sí
reunido para sí
en un sonidal de gargantas
insaciables máquinas y músculos
realizados para modificar
los fríos rumbos del alto aire
la vereda caliente de los vientos terrestres
las tempestades ondulantes
que los astros nos obligan
a recibir y a descifrar:
todo esto así
para que tus ojos descuidados
se transformen
bajo la aroma sencillo
de la palabra noche
dibujada aquí
para que tus iguales ojos
también hacia ti mismo
se oscurezcan.
No quiero hablar de viejas naciones
En la antigua nación
que estuvo de pie sobre sus ladrillos
teñidos de luz
solía decirse que debemos
hablar o cantar solamente
de las memorias y las cosas
y los bueyes y las gentes
que perdimos.
También decíase que las riquezas
eran como esos pájaros
que no hallan calma ni lugar
donde pararse.
Y allí es esa nación
De mujeres y hombres
largamente vestidos de lana
y bebedores fieles de una
incomprensible cerveza
se encontraron el oscuro cuervo
y la zorra veloz.
Dijo el cuervo:”Mira hacia
arriba y hacia abajo
hacia los costados que te rodean:
todo ese espacio lo hice
con mi vuelo”.
Y contestó la zorra: “Mírame orinar
y verás dos ríos interminables
que no estaban. Éufrates y Tigris
serán llamados por los hombres”.
Los dioses seguramente se burlaron
de estos animales de plumas y pelos
pues ellos vivían como los astros
fumaban en pipas de oro
bebían el licor del roció
habitaban las redes del Sol
sostenían la blanca antorcha
de la Luna y “en su morada
no se oían lamentos ni tangos
nostalgiosos ni se escuchaban
endechas de muerte”.
Pero la zorra y el cuervo
solamente comprendían
su propio lenguaje y nunca
pudieron comprobar que un hombre
es algo de la sustancia
o de la sombra de D’os
como un esclavo es el ofuscado
sudor de su amo
y que las bestias y alimañas
y los simples bichos de la tierra
del fango de la arena del agua
y del vencido aire
no tienen rey ni dios
que los ampare.
Y que el asno no fue inventado
para aventajar al corcel
ni la mosca para dormir
en la pureza
ni la lombriz podrá jamás
derrotar su escondido silencio.
Me detengo ahora ante la arcilla
blanca: porque arde como papel
y así los versos podrían extinguirse:
cada hierba tiene su hora de nacer
y cada acto que las tolvaneras
despliegan en la ciudad de los palacios
tiene también su justo momento.
Detenerse sí sobre los trazos
creados con la energía que nos dan
la penumbra de los muros calcinados
y los hijos prisioneros que chillan
porque no podrán nacer.
Detenerse sí sobre la tinta
derramada como una copa
de lodo enfurecido
¡Oh Señor! ¡Ah Señora!
que tal vez sean uno
sin que cada uno
sea la justa mitad:
tú y tú lo han dicho
yo simplemente obedecí
miré un camino
y he copiado las palabras.
No bebo de esa copa de fango
pues conozco los golpes
del vino. Acopio y copio
más palabras: ellas no agrandan
ningún tesoro
no son resguardadas
en la tumba de acero de los bancos.
¡Ah Señora! ¡Oh Señor!
los pinceles susurran
sobre la seda intocada
el cincel lastima
los nervios de la piedra:
nacemos juntos
-cada numen cada divinidad
cada patrono cada ídolo cada matrona
cada imagen cada muchacha cada estatua
cada hombre cada chapulín-
como de un resto de barro
amasado con los jugos
más oscuros de la sangre:
arcilla quizá sobrante:
de otros mundos fracasados
greda ensuciada por el uso cotidiano
por sustancias sin deseo
de forma ni color.
Pero allí escribimos
entre esas aguas adensadas y secas
sílabas sonidos como pájaros
-golondrina sinsonte jurutí-
que nunca podremos atrapar.
En la antigua nación
que bebiera de sus dos ríos
de cerveza indescifrable
que contemplara canales de sudor
en el surco del buey
y en el hígado de la oveja
o del becerro
hubo más de dos tiempos
en que reinó la ira
y se alzó la desdicha.
No puedo detenerme
y pedirle al dios
que él también
-porque es débil-
ruegue a los ejércitos
por la paz y la hartura
en las entrañas del hombre.
Y que ruegue al adversario
de las tinieblas
para que crezcan la paz y el gozo
sobre el frijol y el trigo
cultivados por tu siervo.
No puedo permitir que en mi boca
se hinchen las cansadas palabras:
¿cómo juntar saliva fresca
con los viejos alientos
que el aire no recuerda?
Pido al dios –tan estrecho
de fuerzas- que ruegue
para que el camello corra
y se acabe el desierto
para que el perro guardián
no se quiebre los dientes
para que la arena y la sal
pesen más que el odio
en la espalda enferma de tu siervo.
¡Ah Señora! ¡Oh Señor!
¿es que debemos soportar
sin risas ni lágrimas
y con rostro inmóvil
todo lo que pesa
la creciente carga
de tus gestos y tus obras?
¿es que tus luces y tus relámpagos
no ven tantos cráneos desgarrados
por los buitres y los cuervos
tantos huesos despreciados
por la zorra y el león?
¿es que tu cerebro y tu estómago
no piensan
que en esa podredumbre se borraron
las distancias que hubo
cuando sus dueños respiraban
bajo el Sol?
¡Ah tú! ¡Oh tú!
distintos para cada uno
idénticos a los que no son:
cuando le entregues a tu siervo
un soplo de mera existencia
que caiga el polvo de tus pies
en sus sandalias vacías.
Epílogo inconcluso
No quiero preguntar ahora
si la cólera nuevamente derramará
sus vasijas de barro negro
sus escandalosas raíces
de agua purulenta
sus cristales de fulgor y podredumbre:
¿es que puede morir el hambre
por gracia del hierro?
¿o puede borrarse la sed
bajo los golpes del fuego?
¿ o pueden sanar los cuerpos
corroídos por el voraz
ácido del desierto?
¿o puede la voz de un ministro
un rey un presidente
dar aliento a las bocas
asesinadas desde el cielo?
¿o puede la sola compasión
reverdecer el trigo
o llevar un pedazo de oxígeno
al pulmón de los ahorcados?
No quiero preguntar
pero siempre estará
la respuesta sin regreso
de la sangre.
Grito de perro
México D.F.: Praxis – Montevideo: Ed. Caracol al galope, 2001.
Al lector que cada quien lleva consigo
El título de esta presentación sugiere riesgosas generalizaciones, pues en “nuestro” planeta hay más de mil millones de analfabetas absolutos y cientos de millones de animales humanos de muy dudosa alfabetización. Es mejor, tal vez, hablar del lector latente y no del lector real.
Y mejor todavía, hablar de receptor posible, más allá o más acá de épocas o de opciones culturales ágrafas o escritas.
Aun así, un escritor es, antes que nada, un lector: de tanto leer o releer las propias palabras -que siempre son, asimismo, ajenas-, termina por escribirlas. De este modo se formaron estos poemas de Grito de perro, salvo dos excepciones, a partir de ciertas costosas lecturas interiores de los años 1994 a 1996; ahora se socializan, en medio del gran cambalache espiritual, estético e ideológico de finales de siglo.
Las ilustraciones presentadas corresponden a expresiones plásticas –cerámicas, textiles- de varias culturas originarias de Bolivia y Perú: chancay, mochica, nazca, huarmey, chimú, inca, tiahuanaco de la costa, pativilca, paramonga. Ellas por sí justifican la edición de este libro.
En cuanto al título que ampara los veinte textos ofrecidos, fue tomado de un cráneo de perro que pude encontrar, gracias a una inexistente casualidad, en un costeño arroyo del Sur, cerca de la ciudad de Maldonado y con la cosmopolita y extrañamente uruguaya Punta del Este a la vista.
El deslizar de la arena, los gestos del agua y la insistencia del sol habían disuelto los límites y el contenido de un rostro que sólo pude imaginar en blanco y negro. Pero al recoger y limpiar aquella admirable estructura, escuché el Grito de perro que se metió entre estos frágiles versos, para ayudarme a leerlos o, tal vez, para ofrecerme la fe de cantar.
El auctor
Perro con palabras
Estas palabras así tan otras
empiezan con un perro.
Nuevas y ya contaminadas
palabras que traen entre hilos
y fibras de silencio
el pedazo envejecido
de este solo perro.
Porque todo animal
toda pulsación de mugre o de energía
todo pétalo todo océano
toda mínima mancha de materia
en su momento de arder o de morir
o de estallar súbitamente también envejece.
Y la edad de cada muerte es medida
por las velocidades de la sombra,
al traspasar sustancias huecas
y carnes sin dolor.
Un perro pues con su mitad
de cráneo despellejado:
hormigas ansiosas
agudísimas larvas
gruesos escarabajos
lenguas de más perros
trabajaron ahí.
Hay orden de sucios viajes
y caminos
en este mapa de huesos adelgazados
con sus líneas que separan
las regiones donde estuvieron
las maneras de ladrar
la dirección del gruñido
los mandatos del hombre
las figuras soñadas de perros oscuros
el temblor de los flancos
en calcinación.
Cada colmillo tiene todavía
negrores de grasa triturada
y el hueco del ojo absorbe
astillas de polvo incesante.
Los hijos de esta bestia familiar
tal vez huelan sus ácidas ausencias
en las arenas de las playas del Sur.
Allí otras voces empiezan a decirse
todos los trozos de un perro
que estas palabras
no pudieron nombrar.
Una mariposa monarca para Itzel
1
Las primeras mariposas pasan
por la sombra intocada
que derrama el aire.
Un pilar de piedras
de negror ahondado
sostiene un cauce de aguas
que el sol de las montañas devoró.
Ramas de tierra transparente
se revuelven y estallan
en trozos mínimos cansados
como un lejano fuego.
Sobre el móvil camino
los viajeros tocan
sus cambiados rostros
con dedos de piel que se quiebra.
2
¿En qué punto central
de todas las tormentas
en qué víscera vacía
de las nubes del Norte
hubo un gesto
de vientres alargados ayuntándose?
(¿Qué rostros de madres antiguas
qué residuos de padres resecos
quedaron ahí?)
En qué envés de una hoja
de envenenadas jugosidades
se asentó la oruga
de dientes sin término?
¿En qué huidizas fibras
de plástico o seda o cristal
dejó la crisálida
una casa hueca
para el quehacer del viento?
¿En qué átomo congelado
del tiempo
se apoyaron las seis patas oscuras
de aquella mariposa
enceguecida por las nuevas
tentaciones de la luz?
¿En qué momento de un cielo
sin ninguna palabra
aquel frágil animal
empezó el exilio circular
que así ahora alrededor
del polvoriento viajero continúa?
3
Solamente el silencio
está aquí
posándose como un vibrante océano
en medio de los altos
bosques de este invierno.
Solamente las alas
viven y penetran
el mismo sitio de oxígeno
donde otras alas y otros nervios
desataron todos los incendios.
Solamente los abetos
fugándose hacia el rojo
las prímulas sutiles
las sabrosas azucenas
los helechos de raíz ensombrecida:
sólo sus húmedos olores
donde cada mariposa despliega
los labios agudísimos
que no cesan de beber.
Solamente una muchacha
parece estar aquí
sola en estas regiones
de antenas trituradas
y de impalpables cuerpos
que el polvo de los cerros maceró.
Solamente esta niña
que ahora camina dentro del regreso
viajera desde siempre
por los rumbos que terminan
y respiran en el mar.
Al sur de septiembre
¿Tendrá la nueva primavera
una exacta memoria
de su fecha de nacer?
¿Todo este septiembre
de los aires del sur
se alzará con el color
de la hierba que vuelve?
¿Será el mismo gorrión
que tropieza
con las usadas plumas
colgantes de un perdido cielo?
¿Habrá una breve mariposa
encendiendo su sombra
bajo los sabores de la luz?
¿La estirada carne
de aquella lombriz
será alimento
de los dientes sombríos
que abandonó el invierno?
¿La raíz que estalla
en uñas y cuchillos
quebrará por fin
su vaso de barro?
¿Podrá orinar
la anciana tarántula roja
en su jardín
de redes desoladas?
¿Alcanzará la hora
de su almuerzo verde
el caracol que huye
con su vientre a cuestas?
¿Habrá otro musgo
otro polvo masticado
sobre los huesos del padre
solos como la altura
de un árbol?
¿Habrá pétalos
en la lengua de aquel perro
que lame sin ladridos
su claro costado?
¿En la última línea
del río de hierro
crecerán otra vez
las velas negras?
¿Habrá una muchacha
de extraña extranjería
que beba del agua de septiembre
antes de cantar?
Verano violento (inédito)
El río y el mar
“El agua es el sudor de la Tierra.” Diodoro de Atenas
El niño que fuimos
Y que soy
Ancianizándose en semioscuro fulgor
De menguada carne y palabras irredentas
En el momento de escribir contempla
A ojo y luz irrepetibles
El grande río que la memoria
Recicla contiene y expulsa.
Niño botija gurí pibe chiquilín
Que nada sabía más allá
De su sacro deseo
De su ágil sombra sobre la arena:
Que nunca supo el porqué de cosa alguna
Ni del cielo
Como una intocada piedra transparente
Ni del grito de la madre
Cuando él logró nacer
Ni el rostro del padre
Disuelto en el dolor
Ni los olores de la hermana
Que la locura devoró
Ni del avión ahogado
Entre espumas de basura y de barro
Ni de los cuerpos asesinados
Pudriéndose en las playas
Ni del viento que transporta
Sitios para la ceniza que vendrá
Ni de la muchacha limpiando
Sus flacos calzones en la orilla
Ni del grande río que nunca fue mar:
El grande río
Que el niño atacado por el sol
Bebía bebe
Solamente para no morir.
Decena
“Es el diez el número ajeno a la Discordia.” Crisostomo
Nombrar la sombra / tocar todo silencio / ¿y la palabra?
Llueve otra vez / derrúmbase el verano / somos el agua.
Rostros y signos / se mezclan en el aire / y nada vemos.
Sol silencioso / con sus fotones muertos / ¿dónde la sombra?
Lo quieto viaja / lo frágil se endurece / las manos tiemblan.
Fuego en el aire / turbión en la ciudad / viento perdido.
Rotas figuras / entre las nubes crecen / cielo de sangre.
Tú nada más / con sandalia desnuda / y un sol vacío.
Gritan blasfemias / aúllan inmundicia / escucha y canta.
Poderes crujen / los misiles trabajan / respira y canta.
Sol cotidiano
"El sol es cada día nuevo." Heráclito
Nada está cerca debajo
de las neblinas del verano
en su derrumbe.
Caminamos las calles que se alejan
con pies vestidos de azul o marrón
siempre descalzos.
El nuevo sol de cada día
con lentitud se oxida
en las gélidas penumbras
de una noche cualquiera.
Quizás sea el mismo sol de fulgor extraviado
el que nunca iluminara
dos veces tu pálido pelo
y se fuera sin regresar
transformado por su propia eternidad.
Porque los astros no pueden volver
al encerrarse en una trama de fotones
destinada a la quietud.
Y este sol que vemos
reflejado en espejo propio
recorre la ciudad que el estío fatiga:
la ciudad como una aldea
de mezcladas arenas numerosas
donde un niño pata suelta
que no sabe envejecer abandonó
toda memoria y toda sombra.
Ceguera
"Lo visible del Todo se oculta en el sediento grandor de lo pequeño." Jenofonte el Sombrío
Las manos del Padre de la sombra
tocan olores de tripas de palomas y corderos
ofrecidas en espléndidos hoteles
y mansiones de fornicio junto al mar.
Como aquel niño de que hablamos
la ciudad quemada por múltiples aires
siembra límites de piedra escarlata
combate la ascensión de volátiles playas
y se aferra al verdor que vive de la luz.
¿Es todo esto todo lo que vemos?
¿Qué nos dicen las secas manos
de un simple señor ciego
que rasca y revuelve
la podredumbre de ojos cejas pestañas
como un lodo blanco que fluye
desde la tiniebla inicial
adonde nacen todas las cosas?
Pero no hay respuesta pues ese mortal
que nada de lo externo ve
nada tampoco puede escribir
aunque mueve figuras en un ámbito sin horas
y con pies sin sandalia cambia los sitios
de la arena los desperdicios y el polvo
para construir casas deshabitadas
flores inconexas
animales que se cruzan con lo humano
y también derramados caminos
que suben y bajan
como suelen proponer todos los caminos.
El frío inevitable indicará
el momento de dormir
en un sueño de dolida soledad:
un sueño sordo y silencioso
al amparo de un lecho
de mantas lastimadas y tablas sin pulir.
Y el durmiente en su reposo encuentra
el resplandor total
que los dormidos mortales
jamás podrán ver.
Zapatos en verano
"Las demonios rehacen sus nichos de sangre y hedor todos los días." Eliodoro de Kio
El ocaso distribuye destellos
de opaca rojez
que los mortales ojos traducen
a los idiomas de pasados infiernos.
Gritos huecos risas extraviadas
humareda de autobuses
susurrada neblina de moscas
sobre grandes cajas de basura
estallidos de espontáneo fuego
quebrando los hondones de la naciente noche:
los zapatos del extranjero hablante
aplastan baldosas de sangre endurecida
tocan papeles con cifras derrotadas
luchan entre ellos como hermanos cansados
apartan lágrimas de calcio o de ceniza
el cemento de la calle los castiga
corta su piel de abajo
en grietas que un dolor perenne ocupa.
Y el regreso no llega
como esos rumbos detenidos
por el avance de la misma noche.
Figuraciones explotan sin medida
silenciosos aullidos derraman
la verde saliva de los condenados:
aullidos de las demonios
que un cantor mencionara
y que traspasan los pies
del extranjero caminante
y que suben a sus mustias orejas
y que atraviesan la turbiedad de unos ojos
que apenas vuelven a descifrar
los números del horror
que todavía nutren
la sucia fiesta
en templos y cuarteles.
Saúl Ibargoyen Islas y la poesía
1 “por los campos sonoros de lo hablado por los campos de los mundos de las voces…”
El querer para querer necesita más querer necesita un querer aunque ya casi no veamos mariposas ni bichos de luz a pura noche abejas de puro sol ni el mangangá amarillo con su motor ni el salto inalámbrico de langostas ni tengamos cultivos naturales para comer a pólvora atómica y pesticida se mata al querer a puro dolor innecesario se lo mata con dolor inmerecido como la sospecha electrónica se mata al querer con dolor innecesario con los misiles que apuntan a mi corazón con dolor innecesario como las hambrunas machas las mentiras las fiebres sin remedio o los amores descarnados para querer se necesita un querer que por querer no postergue a otro ser que lo deje en sí mismo y que a lo Otro lo deje en su lugar que al tú lo deje con su saber y su dormir con su sal y su sudor con su Catrina sin que ella se meta en su cama sin que salga de la fiesta la foto el cuadro o la pantalla y menos que salga de la conciencia oratorio y horadante pertinaz practicante en la milicia del decir pasa Saúl por los campos sonoros de lo hablado por los campos de los mundos de las voces y los versículos por las alcantarillas de las ciudades y de los oprobios por las praderas de la prosa siempre fronteriza va por entre las huestes latinoamericanas del verso pasa y se le suben las palabras que luego van o no van en su verso con todo cuanto arrastran fuertes como los hongos los yuyos las Catrinas y la vida como todo lo líquido tan inasible y tan necesario como la denuncia del falso querer falso como la guerra fratricida inagotable como los pesticidas y el poder hasta que lo tan precario de lo humano recupere su infinito((Citado por Ricardo Pallares, la primera versión de este texto fue leída por el autor Saúl Ibargoyen en el homenaje que se le rindió en el Séptimo Festival Internacional de Poesía de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México, en mayo de 2018.)).
2 La musa y las palabras “eran (son) el recurso único…”
Eran los tiempos de la gesta de un anciano guerrero que montaba un desguazado corcel. Lo acompañaba un señor gordo, tosco y de dudoso parlar, quien trataba de que el burro adonde viajaba se acompasara al ritmo de la cabalgadura de su amo. Eran los tiempos de otros sucesos de maravilla: el unicornio de color morado pastaba en las altas nubes su hierba blanca, el gato multiforme se desvanecía y reaparecía en un bosque de muros y techos diamantinos, el semidiós llamado Herakles destruía un montón de monstruos inimaginables, las princesas -de cuyos nombres ya nadie se acuerda- se casaban con los príncipes vencedores del horrendo dragón, el indio de ojos azules llamado Tabaré cumplía su heroico destino de malmorir de amor, el cielo sobre el río grande como mar generaba los astros esplendentes que no permiten dormir, la luna se retorcía en una quieta tempestad de siete colores, el sol más cercano ocultaba con su inmedible fuego las llamas de incontables soles y tremendas galaxias, los peces como mojarras nacían de las aguas sagradas de cualquier arroyo, las mariposas tensaban su vuelo como navegando en los pétalos de las flores a que las alimentaban. Pero eran tiempos de horror: en las calles del barrio empobrecido cundían la suciedad, los ratones muertos de hambre y las violencias cotidianas; los niños mayores, los predominantes, decían tú juegas o tú no juegas; había otros niños venidos de países lejanos que habitaban sórdidos sótanos y comían horribles sopas de papas y verduras negras; había locos que blasmefaban contra su madre, mujeres que regresaban en las madrugadas con sus cuerpos usados y cansados; había peluqueros que arrancaban el cabello con tijeras mal afiladas; había momias que volvían a la vida para vengar afrentas y llevar al delirio a hombres de ciencia y ladrones de tumbas...
El niño que era yo no distinguía la realidad de los libros, el cine y los cuentos de la realidad de su mera existencia diaria. Entonces, en su cabeza se mezclaban otros momentos y otras épocas que lo conducían a ciertas formas del pasado, a determinadas manifestaciones que lo alcanzarían más tarde, en edades distintas. Así, hasta hoy mismo, ese niño cree que no vive lo que está viviendo, sino que simplemente lo recuerda. No es una defensa contra las posibles agresiones de la realidad: fue (es) un modo de estar y tratar de ser en el mundo, o en la realidad, que es más pequeña que el mundo.
Por eso las palabras, que tienen un lugar impreciso de nacimiento, que nunca sabemos cuándo van a desaparecer, cuándo perderán su sonido o su signo, eran (son) el recurso único quizá para que el niño aquel pudiera asentarse con toda su movilidad en la corriente general de los acontecimientos. Así, aprendió no sólo a defenderse -y hubo muchas agresiones-, sino a descubrir otras relaciones con las diferentes apariencias de lo real, al punto de que su propia poesía es también una apariencia. Es decir, oculta lo que muestra y exhibe lo que esconde. En el fondo o en la superficie o a medias aguas de ese inmenso y cambiante océano del idioma, de la lengua común, hay sitios de los cuales el niño aquel todavía extrae los costosos vocablos de su lengua propia, de su lenguaje poético. Añajes pasarían antes de que el niño aquel descubriera -nadie se lo enseñó- que la presencia indefinible que lo acompañaba y aún lo acompaña, como una dulce sombra o una hiriente ausencia, era la Musa, la quizás inalcanzable Musa. Por eso, seguirá buscando a la Musa, aunque parece que estamos en tiempos de guerras indescriptibles, de insondables injusticias, de inconcebibles corrupciones; y la seguirá buscando para ponerle en la boca todas las palabras, todos los silencios, todos los cánticos: porque a veces la Musa no comprende, se distrae, se olvida que ella también debe cantar.
https://palabravirtual.com/ibargoyen/index.php?ir=biog.php&idp=1013&show=poemas
Testimonios de los años de represión en Uruguay
Soneto Roberto Ibáñez
((El soneto está dirigido a Jorge Pacheco Areco (presidente de la república de 1968 à 1971), responsable de las Medidas prontas de seguridad y de la represión que se desencadenó contra el movimiento popular en Uruguay a partir de 1968. En ese contexto murieron, en medio de manifestaciones de protesta, los estudiantes Líber Arce, Susana Pintos y Hugo de los Santos, heridos por balas de las fuerzas policiales. Debo a Graciela Mántaras Loedel el envío desde Montevideo de este poema olvidado de Roberto Ibáñez, escrito en 1968, y que volvió a circular en Montevideo, entre unos pocos que no lo habían olvidado en agosto de 1998, a los pocos días de haber sido inhumado Jorge Pacheco Areco. El lector de esta sátira en forma de soneto descubre a un hombre de poder aficionado al boxeo y con rasgos amanerados, al que la voz poética acusa, en el último verso, de ser responsable de las tres muertes. Los mismos rasgos de déspota artificioso y ambicioso son subrayados por Saúl Ibargoyen Islas en el El Rey Ecco Ecco.))
Vuelve a tu bolsa, vuelve al pugilato
Presidente casual y policíaco.
Sobrio jamón, trasero candidato
ungido por un síncope cardíaco.
Tunde el ring con tus nalgas, caricato,
peinado con un viento afrodisíaco.
Fúndete gota a gota –o gato a gato-
glúteo perfil, patán boximaníaco.
Oliendo a linimento y a colonia
épico el ademán, la faz bolonia
en tanto –sebo adentro- te derrumbas
y te aplaude jovial la milicada,
¡Boxea con tu sombra ensangrentada,
baila, baila un cancán sobre tres tumbas!
1976: asilo político en la Embajada de México
Relatos de Mónica Wodzislawski
((Mónica Wodzislawski, ingeniera en informática, tuvo que exiliarse en 1976. Como Saúl Ibargoyen Islas y muchos otros uruguayos, pudo hacerlo gracias al asilo político que les ofreció la Embajada de México, firmemente opuesta a la dictadura. Esta actitud permitió salvar de la represión a más de una centena de uruguayos. La autora de estos relatos nos los hizo llegar por vía electrónica entre octubre y noviembre 2019, cuando supo que se organizaba en la ENS de Lyon una Jornada de homenaje a Saúl Ibargoyen Islas.))
Uruguay - Memorias de la represión y del exilio
5 de octubre de 2019, muchos años después.
¡Porque también forma parte del patrimonio nacional!
La temperatura de la leche
Era un tema muy importante en la residencia del Embajador de México, nuestro querido Vicente Muñiz Arroyo. Sí, me refiero al otoño/invierno de 1976, cuando allí nos cobijamos más de ciento cuarenta personas, esperando poder partir para poder volver, en poco tiempo, quizás...
En cada habitación, escritorio, desván, sótano, nos arracimábamos de acuerdo a parentesco, afinidades o falta de, género, edades... También había muchos niños y entre ellos varios bebés. Quisiera recordarlos a todos... pero no tengo la certeza de lograrlo, aunque varios de ellos juguetean aún en mi memoria. Y también lloran, claro.
Pero recuerdo sí, en forma indeleble, a Saúl Ibargoyen Islas, poeta y escritor, en una de sus obras más celebrada y controvertida a la vez: la preparación de la leche para las mamaderas y desayunos de los más pequeños. Si Saúl había sido asignado a la tarea o se la había auto-impuesto, no lo sé, pero fui testigo de la dedicación y el rigor con el que, diariamente, la llevaba a cabo. Los niños agradecidos, pero qué decir de nosotras, sus mamás.
-"... Saúl, para mi hijo está fría"
-"... Saúl, ¡está que pela! ¿Querés quemar a los chiquilines?
-"...Ay Saúl, ¿siempre lo mismo? No servís ni para calentar la leche de los gurices.
Pero Saúl solía acallarnos (literalmente nos dejaba sin habla) cuando nos explicaba y nos hacía la "demo" (en la jerga informática) de su infalible método para lograr la temperatura adecuada de la leche.
Ponía la olla con la leche a calentar y luego de un período prudencial, se acercaba sigilosamente a la olla, miraba primero con atención en su interior y luego, cuando lo consideraba oportuno, sumergía su dedo índice en el contenido y éste le daba la respuesta.
¡Ni fría, ni caliente, la leche había alcanzado la temperatura justa!
No pocas de nosotras poníamos el grito en el cielo por razones de higiene, claro, Saúl, nos miraba desde su cara flaca y su cabeza de creador con sorna y cariño.
¡Y los niños crecieron y se desarrollaron sanitos, todos llenitos de anticuerpos!
El guiso proletario
¡Éramos tan parecidos y tan diferentes! Parecidos en nuestro compromiso por una sociedad más justa para nuestro país, la región y el mundo como solíamos decir.
Pero, cosa rara, teníamos distintas edades, orígenes, gustos, y hasta visiones de la vida. Esa vida que nos había unido en una residencia de embajada a ciento cuarenta y cinco personas, entre las cuales había cerca de veinte menores de diez años.
Dormíamos varias familias en cada habitación. En la nuestra éramos... cuatro más tres más dos, exactamente nueve, entre los cuales cuatro niños: seis meses, tres años, seis años y siete años, si mal no recuerdo.
Discutíamos sobre todo, política, cine, historia, el futuro y el pasado. Por nuestra vocación y situación ésta era una de nuestras actividades más importantes, a la que le dedicábamos las mayores energías. ¿Cómo no íbamos a discutir del presente? De ese presente tan extraño, incierto, angustiante....
Tampoco podíamos sustraernos a nuestra inveterada costumbre de organizarnos, en la que confluía desde el espíritu de los organismos partidarios o sindicales hasta el de la comisión de padres de la escuela y la comisión pro-fomento del barrio.
Surgían comités de dirección y comisiones hasta para la limpieza de los baños, que como se comprenderá, dada las circunstancias, era un tema de vital importancia.
La alimentación nuestra de cada día no escapaba a las generales de la ley.
La embajada proveía de todo lo necesario para nuestra manutención, pero nosotros decidíamos qué comprar y luego cocinábamos, por lo menos en la etapa que me tocó vivir.
La elaboración del menú diario de aquel comedor tan especial enfrentaba no pocas vicisitudes, entre las cuales me detengo en una no menor, la lucha de clases.
No se trataba de dirimir si un plato era más gustoso o más alimenticio, si era más peligroso por portador de más grasas o calorías, sino de su adhesión más o menos formal a la causa del proletariado mundial. Así, si alguien pedía galletas sin sal o galletitas, en lugar de bizcochos "comunes" o galleta marina, era inmediatamente tachado de burgués empedernido, casi irrecuperable. La ensalada era sospechosa de ser promovida por motivos espurios como el intento de mantener "la línea" no precisamente la política. La fruta era más aceptable aunque en dosis prudentes.
Pero el rey, en territorio antimonárquico por excelencia, el rey, era el guiso, erigido por todos los comités de dirección como el plato ejemplar, el custodio de nuestra supervivencia, vital y política. El guiso era la comida más típica de la clase obrera argumentaban, de los sectores más humildes, decían. Y olvidaban, conciente o inconcientemente, las costumbres de los obreros de la construcción. En vano, intentábamos replicar que hay guisos y guisos, algunos muy encumbrados, era una decisión inapelable..
¡Al guiso proletario, salud!
Por un pedazo de cuerda
No, no era para ahorcarme desesperada por la situación, aún nos quedaba mucho por hacer en otras latitudes y en ésta, porque todos nos íbamos convencidos que el retorno estaba a la vuelta de una esquina, o de un trecho relativamente corto.
Se trataba de un tema un poco más cotidiano, más trivial, un lugarcito para colgar la ropa recién lavada, aún con aroma a jabón BullDog, el preferido de las damas, en especial de las mamás.
Sí, porque los veinte niños tenían sus mamás que les lavaban la ropa. Decir ropa es casi anodino, porque lo que lavábamos en mayor cantidad, muchas de las susodichas, eran pañales. Los desechables aún no habían desembarcado en nuestro país en el año 1976.
Las cuerdas de colgar la ropa habían sido diseñadas para una residencia señorial pero no para más de cien habitantes. Y se acercaba el invierno para agravar la situación. Si llovía, si había humedad, si los pañales no se secaban el problema era mayúsculo... casi literalmente.
Lo peor es que había seres insensibles, a veces incluso otras mujeres, lo cual era totalmente incomprensible, que pretendían e incluso osaban disputar un trozo de cuerda bendita, para colgar por ejemplo, un par de medias o una bombachita. No, Jaime Ross aún no era famoso, pero igual no era aconsejable colgarlas de las canillas de los multitudinarios baños, no estaba bien visto, siempre hay que conservar la elegancia y cierto recato.
Se sucedían las discusiones y los argumentos que hoy sólo nos arrancan sonrisas benevolentes pero que entonces podían enemistarnos por días o semanas. Que si mi hijo tiene la colita más sensible, que si yo acostumbro cambiarme la ropa interior más a menudo, las controversias podían deslizarse por rumbos inciertos, insospechados, cruentos...
Ya no se trataba de la lucha ideológica, sino de reacciones más ancestrales de las que también supimos ser fieras representantes.
La dictadura se encargó de poner fin a la contienda. La embajada fue rodeada por las Fuerzas Conjuntas, armadas a guerra y ya no se pudo salir más al fondo a colgar la ropa.
No recuerdo cómo resolvimos el secado de la ropa, excepto por el uso de los radiadores de la calefacción de cada habitación, recurso escaso por el que seguramente también competíamos.
Probablemente la creatividad popular encontró respuestas adecuadas y luego la embajada y su tendedero fueron vaciándose, dejando a sus habitantes naturales disfrutar en paz de la residencia.
Pour citer cette ressource :
Saúl Ibargoyen Islas, Selección de poemas y otros textos de Saúl Ibargoyen Islas, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), décembre 2020. Consulté le 27/11/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/ojal/seleccion-de-poemas-y-otros-textos-de-saul-ibargoyen-islas