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Las emociones que mueven la bioética

Par Victoria Camps : Profesora de Filosofía - Universidad Autónoma de Barcelona
Publié par Christine Bini le 17/12/2014

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À l'occasion du festival "Mode d'emploi" Victoria Camps propose un article sur les liens entre émotions et bioéthique.
La Clé des langues est heureuse de vous faire découvrir "Mode d'emploi" ce nouveau festival international qui réunit philosophes, auteurs de sciences humaines et sociales, artistes et acteurs de la vie publique pour débattre des grandes questions d'aujourd'hui. 

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Recordemos que la bioética se origina a partir del horror suscitado por los experimentos humanos perpretados por el régimen nazi, sin respetar la dignidad y la integridad humanas. No sólo las técnicas eugenésicas y la incitación a la eutanasia motivaron la reflexión que finalmente cuajó en el discurso bioético. También causó horror el conocimiento de ciertos experimentos clínicos realizados con personas sin que nadie se preocupara de solicitar su consentimiento. El tristemente célebre “caso Tuskegee”, que mantuvo sin medicación a una amplia población de sifilíticos negros durante más de treinta años, es el más escandaloso.

Fue en los años setenta del siglo pasado cuando los países supuestamente civilizados empezaron a tomar conciencia de los retos y peligros que suponían los avances de la biomedicina. Estados Unidos fue pionero en la creación de una Comisión que produjo el conocido Informe Belmont que establecía los principios que debían regir la experimentación con seres humanos, y por extensión el tratamiento médico en general. Al principio hipocrático de la beneficiencia, se añadieron otros dos: la autonomía y la justicia. En el respeto a la libertad del paciente para participar en un ensayo clínico, aceptar o rechazar un tratamiento médico, residía el reconocimiento de la dignidad que se predica del ser humano. Por su parte, la no discriminación entre pacientes debía constituirse en criterio de un ejercicio justo de la profesión sanitaria. Los derechos del individuo, recientemente vulnerados con prácticas poco éticas, recibían en el Informe Belmont un refuerzo y un desarrollo que iba a revolucionar la relación clínica y establecía una alerta frente a los desmanes que podían derivar de la investigación biomédica.

Ética de principios como marco conceptual de una nueva disciplina que ha tenido un sorprendente desarrollo y aceptación desde que el canerólogo Van Rensselaer Potter la definió como “la ciencia de la supervivencia” (1970), entendiéndola en un sentido muy amplio y que debía servir para mejorar las condiciones de vida del hombre y de la naturaleza. Fue un ejercicio de racionalidad el que llevó a los creadores de la bioética a elaborar un marco conceptual que establecía los criterios imprescindibles para una práctica científica y un comportamiento humano adecuado y coherente con los derechos a la libertad y la igualdad proclamados como universales. En cierto sentido, la bioética es pionera del desarrollo que se produce en el seno de la filosofía moral, en los últimos años del siglo pasado, hacia lo que ha venido en llamarse “éticas aplicadas”. Un desarrollo que tiene por objeto establecer las pautas, los valores o las virtudes de las distintas profesiones contribuyendo así a que la ética descienda de su pedestal abstracto y especulativo y se enfrente a cuestiones que ninguna de las ciencias particulares se ve capaz de abordar.

Lo que quisiera explicar aquí es que, si la bioética ha conseguido imponerse como un aspecto de la investigación científica y de la práctica sanitaria que no puede ser ignorado, si el desarrollo de la bioética ha dado lugar a la constitución de una seria de comités que velan por el respeto a principios éticos fundamentales y por la responsabilidad de los científicos y profesionales de la salud, es porque, además de contar con razones suficientes para justificar las nuevas normas, los individuos se han adherido con cierta facilidad a ellas porque respondían a sentimientos potentes que de algún modo había que gestionar. Aunque la tradición filosófica occidental vincula la ética a la racionalidad, es un error no tener en cuenta que sin emociones o sentimientos que acompañen a las normas éstas no se reflejan en la práctica. Como dijo Hume, “no son las razones sino los sentimientos lo que mueve a las personas”.

Efectivamente, el primer móvil que dio origen a la reflexión bioética fue el miedo, el temor a prácticas contrarias a la dignidad humana, temor a que el poder creciente de la medicina fuera utilizado, en el mejor de los casos, a favor del bien del paciente, pero de un bien determinado por quienes tenían poder para decidir, no por la persona recipiendaria de ese beneficio. Miedo e indignación por las atrocidades perpetradas en el pasado reciente. La generalización de ambos sentimientos da como respuesta la reivindicación firme del derecho de los individuos a decidir sobre su cuerpo y sobre su vida. De esta forma, un cambio de paradigma se va abriendo paso en la relación clínica determinado por el valor de la autonomía del paciente –la medicina centrada en el paciente-. La extensión de los cuidados paliativos y el debate aún incipiente sobre la legitimidad del derecho a morir son el mejor ejemplo de una forma de actuar que rechaza la relación paternalista y evoluciona hacia una relación de confianza. El paciente ya no debe temer que el encarnizamiento terapéutico fuerce un sufrimiento absurdo al final de la vida. Incluso puede esperar que la ayuda a morir sea una parte de los deberes del profesional de la medicina.

Tener en cuenta los sentimientos –lo que la mayoría de los filósofos llamaron, un tanto despectivamente, “pasiones”- como móvil de la conducta importa para no descuidar un elemento poco estudiado por la filosofía, como es el de la motivación moral. Si nos atenemos al papel que juegan los sentimientos, entedemos que no sea difícil potenciar la autonomía de las personas, aun cuando esa potenciación pueda acabar siendo una losa difícil de soportar (una cuestión que no puedo desarrollar en el marco de este artículo). Y entendemos asimismo la enorme dificultad para hacer real el principio de justicia. La bioética debería sentirse interpelada por las grandes desigualdades sociales, como observó Cornelius Castoriadis: “La universalidad de los principios éticos, ¿es sólo universal por encima de un nivel determinado de producto interior bruto per cápita? ¿No será que en vez de bioética lo que necesitamos es una biopolítica?” Efectivamente, la protección de la salud como derecho universal es sólo una aspiración frecuentemente frustrada. Sabemos que las desigualdades son injustas. Pero si es tan difícil progresar hacia un mundo más equitativo es porque no se da la motivación emocional necesaria para que las injusticias indignen hasta el punto de no tolerar que la brecha entre ricos y pobres sea cada vez más ancha y profunda.

 

Pour citer cette ressource :

Victoria Camps, Las emociones que mueven la bioética, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), décembre 2014. Consulté le 24/11/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/civilisation/histoire-espagnole/societe-contemporaine/mode-d-emploi-saison-3-espagnol-

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