Los relatos de Ednodio Quintero: el edificio de la ficción
Introducción
Narradores como Teresa de la Parra (1889-1936) y Rómulo Gallegos (1984-1969) colocaron a la literatura venezolana de la primera parte del siglo XX en un lugar de preeminencia entre las del continente americano, y sin embargo esta misma literatura parece no haber encontrado su continuidad en la denominada época del Boom, a la que apenas se incorporaron los escritores venezolanos con la excepción de Adriano González León (1931), que en 1968 se erigiría como ganador del premio Biblioteca Breve con su novela País portátil (1969). Y no obstante las obras de Julio Garmendia (1898-1977), Guillermo Meneses (1911-1979), Oswaldo Trejo (1928), o Salvador Garmendia (1928-2001) vendrían a matizar la crítica y la autocrítica que en los años sesenta y setenta ejercen los intelectuales venezolanos, al destacar el escaso valor de la escritura de su país, con la manifestación de que Venezuela no habría asumido, en general y en la época actual, las renovaciones técnicas que la Nueva Novela incorporó en la mayoría de los países del continente[1]. En efecto, resulta incuestionable que la narrativa venezolana, salvo casos excepcionales, creció apartada del escaparate mundial que supuso el Boom, y en las últimas décadas pocos autores han encontrado respaldo fuera de sus fronteras, entre otros, Arturo Uslar Pietri (1906-2001), Miguel Otero Silva (1908-1985), José Balza (1939), Denzil Romero (1938-1999), Luis Britto García (1940), o dentro de las jóvenes promociones, Juan Carlos Méndez Guédez (1967), residente en España. Aunque al menos, y junto a ellos, la obra de Ednodio Quintero se abre paso desde hace una década al expandir sus publicaciones con eficacia en México, en España y otros países latinoamericanos.
Frente a la senda abierta por los autores de las generaciones precedentes en la asunción de textos totalizadores, y ambiciosos proyectos que no excluían la práctica del relato, --son claros los ejemplos de Adriano González León, José Balza y Carlos Noguera (1943)--, los escritores venezolanos que irrumpen en las tres últimas décadas del siglo XX se dan a conocer en el gusto por lo breve y fragmentario. Es esta una observación que ya realizó en 1998 Julio Miranda al señalar que El fenómeno acaso más inconfundiblemente propio de la nueva narrativa sería la importancia cuantitativa del cuento breve o brevísimo, microrrelato, minicuento, ficción súbita' o mínima' o como quiera --¡aún!bautizársele, dándole a dicha categoría funcional la extensión máxima de dos páginas impresas[2]. Rasgo en el que se incluyen las obras de Ednodio Quintero y de otros narradores coetáneos como Sael Ibáñez (1948), Humberto Mata (1949) Laura Antillano (1950) Gabriel Jiménez Emán (1950) y Armando José Sequera (1953) entre otros, que en la década del 70 se inician en la escritura con el gusto por el fragmento y por el cuento breve, aunque ello no implique, por necesidad, su persistencia en el género y, en casos varios, estos intentos se hayan convertido en eficaces ejercicios para abordajes de mayor extensión. Este es el caso de Ednodio Quintero, que deriva desde la década de los 90 hacia textos más amplios, la novela y la novela corta, y que el propio Miranda considera emblemático de la evolución de la narrativa más reciente en Venezuela[3].
Ednodio Quintero nació en Las Mesitas (Trujillo) en 1947. Él mismo ha ficcionalizado su nacimiento al recordar su entorno y su origen familiar:
Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable -los seis años en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos de Dios, y cuyo imaginario colectivo se correspondía más con el de alguna región de la España del siglo XIII que con el impreciso del país tropical de mediados del XX: Venezuela. Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo, de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero[4].
Se estableció en Mérida en 1965, donde cursó Ingeniería forestal y más tarde ejerció como profesor universitario. Fue director y fundador de la revista e editorial Solar, organizador de la I Bienal Nacional de Literatura Mariano Picón Salas, así como autor de guiones cinematográficos con Rosa de los vientos (1975) y la adaptación de la novela Cubagua (1931), original de Enrique Bernardo Núñez, en 1987. Pero fundamentalmente ha ido creciendo como narrador en las últimas décadas desde los cuentos iniciales de La muerte viaja a caballo (1974), formada por 36 relatos de corta extensión, a la que luego siguieron Volveré con mis perros (1975), y El agresor cotidiano (1978), entregas que considera su prehistoria narrativa, y cuyos cuentos ha seleccionado y reescrito posteriormente. Luego, las colecciones La línea de la vida (1988) y, muy especialmente, el antológico Cabeza de cabra y otros relatos (1993), sedimentan su producción para alcanzar su máxima dimensión con El combate (1995) y El corazón ajeno (2000), títulos que nos dan prueba de la ambición y congruencia de su manejo de la ficción breve de la que es maestro indiscutible. Pero la obra de Quintero, que se considera fundamentalmente un escritor de vocación, ("No sé cuándo me hice escritor. Creo que fue apenas a los cuarenta años cuando supe -con alegría y horrorque ése era mi único destino")[5] ha incursionado al pasar del tiempo en textos de mayor envergadura, como lo prueba su novela La danza del jaguar (1991), a la que siguieron varias novelas cortas, entre ellas una especialmente recordada, El rey de las ratas (1994), y la más reciente Mariana y los comanches (2004). La publicación ahora de esta antología, que traduce al francés algunos de sus relatos más significativos, es una buena ocasión para que su obra gane otros lectores y otros ámbitos que habrán de apreciar la importancia y el rigor de su producción.
Incluso con este breve resumen de su trayectoria podrá percibirse que estamos ante un escritor de amplia dimensión, que ha pensado y proyectado su obra narrativa dentro del contexto de la narrativa venezolana pero a la vez desligada de ella, sin ataduras de ningún tipo, atento a lo que considera la obligación mayor del escritor, la fidelidad a sus propios principios literarios que ha volcado en algunos ensayos incluidos en sus libros reflexivos, De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997), donde se pueden también avizorar sus gustos literarios, su pasión por Cortázar y la literatura japonesa, de la que es un minucioso conocedor[6]. Es justamente a partir de la década de los noventa, en el momento en que ya llevaba casi dos décadas escribiendo relatos de variada extensión, cuando comienza esta labor meditativa de su propio trabajo. Un texto inicial en este sentido fue Al margen de la novela, que presentó en Morelia (México) en el VI Encuentro Internacional de Narrativa en 1990, y como él mismo dice, "A partir de entonces, y paralelamente a mi labor de narrador, he continuado mi indagación en torno a la narrativa como fenómeno artístico y existencial", negando esa afirmación de Kafka según la cual un escritor no puede hablar sobre la narración "O narra o calla. Nada más. Su mundo empieza a sonar en él o se sume en el silencio"[7]. Por eso podemos encontrar en estos libros variadas reflexiones sobre su propia labor aunque curiosamente, dada la mayor inflexión de los textos más largos en la última parte de su obra, Quintero se explaya en más ocasiones acerca de la novela y de los novelistas que acerca del cuento y de su poética. Es significativo que el único texto que dedica en exclusiva al relato se titule, con un guiño evidente, (Poé)ticas del cuento, en claro homenaje al que considera fundador del cuento moderno, Edgar A. Poe, y cuyos rasgos resume con precisión: brevedad, estructura cerrada, economía de medios, y manipulación del lenguaje con el fin de obtener un determinado efecto en el lector, aunque empiece por reconocer que "Tal vez por haber escrito cerca de un centenar de cuentos, se me hace cuesta arriba hablar en abstracto de este género de la narrativa, tan seductor para quien se inicia en el arte de narrar y de tan difícil realización"[8]. En el mismo texto, al igual que Poe y que el uruguayo Horacio Quiroga, Ednodio Quintero se aventura a marcar "ciertas estrategias mínimas que tal vez nos den algunas pistas en este fascinante y dificilísimo arte de escribir cuentos", y al igual que ellos a la vez que intenta apresar la norma, se protege con una mirada irónica que se puede vincular con su propio quehacer literario. Porque las estrategias que Quintero nos presenta recuerdan a las de sus antecesores, Poe y Quiroga, muy en especial cuando comienza aconsejando "Eliminar cualquier ripio, casi todo sobra en un cuento"[9]; recordemos que Quiroga había dicho que Un cuento es una novela depurada de ripios, y si el uruguayo en su Decálogo del perfecto cuentista (1927) había indicado a todo escritor de cuentos como norma fundamental: "No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas"[10], el venezolano aconseja: "La primera frase debería plantear un dilema -o al menos un asunto de interés", bien que luego avanza por otras premisas que abundan en la coherencia y la conformación de una estrategia de imprescindible tensión; en la dosificación de los datos al introducir nuevos elementos; en la hábil inserción de las pistas falsas y el doble sentido que capta la atención del lector; en el uso de la atemporalidad que imprime a la narración "cierto aire metafísico", así como en la necesidad de ejercitarse en los finales ganando la mano a cualquier perspicacia del lector. Claro que el final irónico que cierra el decálogo en una undécima propuesta viene a concluir que "Si desea convertirse en un cuentista original, es decir en usted mismo, no haga caso de ninguna de las recomendaciones anteriores"[11]. Si comparamos sus opiniones con las de otro gran narrador venezolano, José Balza, las opiniones de Quintero, aunque difieren, reflejan la misma enjundia reflexiva. Balza también cree en la importancia de una buena técnica que asegure una exacta trabazón del texto, pues tiene como premisa que "El estilo y la distribución de un cuento constituyen su absoluto", aunque al contrario que sus predecesores, ha llegado a la conclusión de que "El cuento no vive de su final sino de la parte intermedia"[12], pues esa trabazón interna se realiza en el decurso del texto, y no resulta suficiente un brillante comienzo ni un final sorpresivo, sino que, como toda obra literaria, también el cuento necesita una composición trabajada en cada una de sus partes. Para Balza todo relato, como todos sus "ejercicios narrativos", son resultado de actos introspectivos de la memoria, que deben ordenarse en sus percepciones en una exigencia compositiva de la escritura que también exige la obra del autor que nos ocupa.
1. Las primeras colecciones de cuentos
La insistencia en la brevedad, como característica que defienden todos los autores de cuentos, marcó sin duda el comienzo de la obra de Ednodio Quintero en cuyos primeros títulos abunda lo que se ha llamado microrrelato, y del que posteriormente ha abjurado considerando que ese estrecho mundo ya no le correspondía. De ahí la curiosa reescritura que supone la antología seleccionada por el propio autor, Cabeza de cabra y otros relatos, en la que recoge 44 de los 65 relatos publicados en diferentes títulos hasta ese momento, 1993, para reconocer acerca de su libro inicial, La muerte viaja a caballo, que "Se trataba de un conjunto de cuentos breves, tal vez demasiado breves, y en los cuales la ejecución no estaba al nivel de las ideas"[13]. Por esa razón Quintero recoge y reescribe los cuentos de este primer título en el apartado "Primeras historias" de la antología, estrategia en la que Julio Miranda se detiene en la introducción citada para ejemplificar un rasgo fundamental de su escritura, la reelaboración constante, el remozamiento de sus textos, que amplía, pule y expande para infundir precisión a los originarios textos breves. Así se percibe que, en los que han superado la prueba de fuego de la propia selección, se aprecian los requisitos fundamentales que consideraba propios de su poética del cuento: "La eficacia de un cuento dependerá, en último término, del tramado de la red" y continuaba aduciendo que "la brevedad se deberá asociar no a la economía de lenguaje sino al rigor y la precisión"[14]. En aras de ella se ha podido observar que del despojamiento inicial se pasa a un estilo más consolidado, a una escritura que abunda en el deleite "de sus propios giros, en la densidad de sus imágenes líricas"[15], en su espesa textura onírica, lo que hacía imposible el esquematismo reduccionista del comienzo, e implica que sus personajes ganen en dimensión y en vida interior. No es extraño que en este ejercicio pertinaz de escritura haya advertido el autor citado, Julio Miranda, que es también uno de sus mejores críticos, que de su primer libro La muerte viaja a caballo, puede extraerse como si de una cantera se tratara, las obsesiones temáticas y metafóricas del autor, como la serie "incesto-parricidio-venganza"; el duelo o reto, que nace de su gusto por el western pero también de la observación de la violencia rural; el encierro o clausura, con su duplicidad polar; las frecuentes e insólitas metamorfosis; los sueños y las perversiones que incluyen el erotismo provocador hasta alcanzar la transgresión. Y en el plano formal el gusto por la circularidad del relato[16], marcado aquí con la sorpresa de inesperados cierres. De todo lo cual son buenos ejemplos los cuentos seleccionados en esta traducción pues todos ellos han sido sometidos a revisión: "La muerte viaja a caballo" casi duplica su extensión primitiva; "Un paseo en barca" resulta adaptación del primigenio "El viaje"; incluso, para ser congruente con las "Primeras historias", ubica en este apartado Cacería, que primitivamente pertenece a Volveré con mis perros, por su mayor conexión formal con estos primeros textos.
Si apreciamos la nómina de los títulos seleccionados por el autor en Cabeza de cabra y otros relatos, se nos hace evidente, dentro del apartado de sus Primeras historias, la tendencia a un parecido diseño del cuento con una proclividad a los efectivos y contundentes comienzos, sin eximir, o más bien, sorprendiendo al lector con finales inesperados, cuyo ejercicio de concisión ejerce hasta el máximo en alguno de sus "Siete cuentos cortísimos" como en TV que citamos por entero: "Una niña vio en la TV el sacrificio de un bonzo. Entonces buscó su única muñeca, la bañó en gasolina y le dio fuego. Cuando llegaron los bomberos todo el barrio estaba en llamas" (22). Pero este mismo ejercicio puede verse en "Gallo pinto" ("Mi tío tenía un gallo pinto que se alimentaba de alacranes vivos" 25) en el que lo fantástico aflora como señuelo de la violencia final; o en "El manantial" cuyo comienzo: "La hija del brujo amaneció sangrando"(29) mezcla onirismo, metamorfosis e imágenes ensoñadoras tan impactantes como el inmenso lago rojo que el brujo contempla a su llegada a la aldea. O "Un suicida" que se inicia con una frase meditativa aparente ("Luego de profundas reflexiones había llegado a una conclusión definitiva: la vida carece de sentido" (27) y que nos encubre hasta el final el verdadero sujeto del suicidio, cuyo dato escondido se mantiene con habilidad hasta recalar en un sujeto no racional. Y es que el gusto por las metamorfosis, por las imágenes de la naturaleza en las que los animales ocupan un lugar predominante, son características de estos relatos en los que el elemento rural forma parte de un personal imaginario trascendido, sin ceder nunca al localismo, así El jugador es resultado de los ecos de las películas de western pero también de un mundo rural pleno de rencores en que la animalización ayuda a describirlo todo: "Hasta la medianoche, esa perra caprichosa que algunos llaman suerte le había mostrado su cara complaciente y zalamera" (35); un mundo que remonta incluso sus ecos a gestos medievales, que actualiza mediante el humor y la ironía, como en Tatuaje, Carpe noctem o La venganza, como bien muestra la imagen final que recurre a la mitología cuando el padre Enronquecido por la rabia truena como un Zeus en el centro de la sala (40) sin adivinar que el hijo en que deposita la venganza habrá de cumplir en sí mismo el encargo paterno.
Especial redondez y concisión se puede percibir en "La muerte viaja a caballo" (23) donde el tema del verdugo y la víctima se ambienta en un estremecedor atardecer, que incluye la persecución de un doble huidizo, una figura extraña "oscura, frágil y alada volando en dirección al sol". El itinerario es breve, pero resume toda una vida trasplantada al reino de lo irreal hasta que esa detonación interrumpe "nuestras tareas cotidianas". Es entonces cuando esa tercera persona narrativa al parecer omnisciente, adquiere identidad en el párrafo final para la total comprensión del relato, con lo que el doble misterioso, el agresor innominado se reviste de la misma carnalidad del agredido. Si la muerte es el tema de este cuento que ya esboza un deje existencial, "Cacería" (33) tiene alguna relación con él porque es también un acoso, esta vez en las reducidas dimensiones de una habitación, en la que la indefensión del sujeto lo hace más vulnerable, ya que su perseguidor es potente y real y ejerce su ataque a través del único mundo que existe para él, el creado por su imaginación. Este cuento podría entenderse como emblemático de la posición del hombre en el mundo, el sueño en definitiva, en que consiste todo y que viene a suplantar un ámbito aparentemente real. Como también sucede en "Un paseo en barca" (49-51), que en poco más de dos páginas vuelve a presentar una deliberada perspectiva temporal recurrente, en la que los tiempos se funden con un lapso de cincuenta años. Pero lo que más nos importa es constatar la fragilidad de lo real, y la consistencia de lo imaginario como sustitutivo, pues esos amantes envejecen con placidez: "Les bastaba su isla, que iban poblando de luces", conformando un tejido imaginario que es más poderoso que lo real y que tiene la capacidad de ser cambiado, como producto del arte en forma de Pequeños caprichos, antojos de última hora, ante la tiranía del tiempo al que se burla en su desarrollo: pues cincuenta años después en el fondo de la barca, ahora son jóvenes dichosos, remando por el ancho mar de la eternidad. Parábola del amor que supera todos los obstáculos, no deja de esconder una ironía final aunque lo fundamental sigue siendo el poder de la ficción y de lo imaginario.
Este esfuerzo por desplegar su mundo en el escenario de lo onírico, aprovechando además sus valores desrealizadores para dar expresividad a su poética del relato, aparece con especial significación en "El hermano siamés"[17], donde el tema del individuo y su proyección en el sueño alcanza dimensiones muy significativas para su obra posterior. Julio Miranda ha llegado a comentar que es "la más alucinante realización onírica quinteriana" (13) porque este yo soñado ofrece el más emblemático personaje de su obra y apunta el correlato que se puede establecer entre el dominio del sueño y de la literatura. No sólo eso, el elemento metaficcional es visible en la trayectoria del personaje, capaz de recrear y, más aún, de crear un paisaje a voluntad, ya sea con elementos rústicos o con elementos recurrentes del mundo clásico, como en el caso del parangón con Odiseo y las sirenas, y que en definitiva no quiere dejar de poseer la mirada del niño a que aspira todo creador. Se puede adelantar que este tipo de personaje resulta un gran hallazgo dentro de su obra y que una vez hallado, le complacerá en lo sucesivo al autor por su dúctil expresividad y porque ya presenta rasgos importantísimos de su idiosincrasia, como la capacidad excepcional de reptar y también de volar o de flotar en el aire, lo que le permite una mirada en escorzo y única sobre todos los seres. Claro que este cuento tiene la misma ambientación rural que la mayoría de esta época, una pauta que implica de consuno la violencia y el predominio de lo natural en un ámbito en que se es consciente de la fragilidad de lo narrado: "Nada de esto debe suceder. Papagayos, campanarios y tatuajes no son otra cosa que imágenes reflejadas en la superficie engañosa de un espejo" (46), porque el mundo que desea ese personaje es el que convierte lo soñado en permanente, con la conciencia de la fragilidad de que él mismo es el sueño de otro, de su hermano siamés. Y si al inicio de su experiencia las imágenes de ese sujeto narrativo dan prueba de su poco dominio, al final llega a descubrir que "El enemigo estaba dentro y poco a poco me fui apoderando de su territorio, de tal manera que se construye un espacio propio, un recinto necesario que corresponde a su íntima verdad: En fin, fui construyendo un mundo a mi medida, un mundo en el cual no había lugar para el cansancio, la desdicha, el temor a la vejez o a la muerte" (47). Es así como este personaje soñador ambiciona la eternidad del espacio de lo soñado como objetivo de un rito consciente, y para ello evitará todo obstáculo, aun con el riesgo del propio sacrificio.
En este gusto por los personajes poseídos por los sueños que arrastran sus cuerpos por espacios rituales o bien se elevan para cumplir el deseo de volar, la obra de Quintero coincide, bien que con esos rasgos personales, con la de los escritores de su generación. Todos ellos potencian el personaje insomne y víctima de pesadillas que no puede discernir frente a los hechos cotidianos, un sueño en el que caben los impulsos irracionales, lo fantástico, lo incomprensible, el amor. Se ha llegado a afirmar que "Después de la brevedad, el onirismo sería la característica más diferenciadora de la nueva narrativa respecto a la producción anterior"[18]. Y en los relatos de Ednodio Quintero estos rasgos constituyen un importante hallazgo pues hacen funcionar de una vez por todas, una serie importante de elementos que introducen lo imaginario. Y una vez establecido el paradigma el texto quinteriano resultará reconocible.
En su siguiente compilación, Volveré con mis perros de 1975, la mayor variedad se manifiesta en un amplio abanico de posibilidades que tienen su enlace con las pautas trazadas anteriormente, desde Valdemar Lunes, el inmortal en el que se intuye, tanto el homenaje a Borges como el avizoramiento de la ciencia ficción, o cuentos en los que se marca el erotismo y el descubrimiento de placer, como "El biombo" (75). Quizá esta temática culmine con singular empeño en Otras líneas en el que realiza un confesado homenaje a José Balza, a quien está dedicado, al continuar su relato "Líneas" de su libro Ordenes[19]: "Se presume que los personajes son también los mismos, al menos así lo exige la simetría del relato" (77), pero lo que en este último tenía de insinuante juego metapoético y escritural se prolonga hacía el descubrimiento del eros en la niñez.
Es sin embargo más decisivo que en esta colección el autor se afiance en el relato con un estilo ya fijado lo que también incide en una regularización de la extensión que excluye el minicuento para adquirir una mayor complejidad narrativa. De ello es índice la inserción de un título como "La puerta" que, perteneciente a su primer libro, no aparecía en la edición primera de la compilación de 1975. Y sin embargo en la antología Cabeza de cabra y otros relatos abre la parte correspondiente a este apartado como indicativa de que La puerta da paso a una época de más complejidad y de mayor sedimentación de las características de su estilo. Además la ampliación del desarrollo dramático y una visualización poderosa hacen que el relato se despegue de las "Primeras historias", por lo que, tal vez, fue merecedor, entre los escritos hasta entonces, para ser seleccionado por José Balza[20] en su importante antología del cuento venezolano. También Miranda ha llamado la atención sobre él al considerarlo "un verdadero resumen de toda su obra, [y] un nudo de intratextualidades"[21] en el que se ofrecen los temas fundamentales que lo obsesionan, como el enclaustramiento, el duelo, el doble liberador pero también espejeante, el erotismo brutalmente representado, sugiriendo al mismo tiempo la fijación por la metamorfosis y el incesto. Y todo ello envuelto en una lograda atmósfera onírica. Habría que añadir que en el plano formal "La puerta" difumina el comienzo, pues lo eficaz ya no es "el dilema" o "el asunto de interés" de las primeras líneas, sino la imagen matizada, en la que esa dualidad de personajes lleva a cabo el proyecto mismo de su sacrificio, su cumplimento pero también su autodestrucción. El espacio es aquí sólo una habitación, --que recuerda la de Linacero en El pozo (1939) de Onetti al Quintero admiraun espacio que también tiene puerta y ventana pero sin salida. Y este personaje es también un ser rodeado de detritus y residuos, que vive en exclusiva de lo soñado y de lo adivinado, aunque en Quintero el erotismo del gesto se animaliza, y frases como "fundirnos en un abrazo de perros", o aun más, "soy tu perra" o "una perra sin nombre clava las uñas en la puerta", vienen a sugerir de forma expresionista la fuerza de la relación.
Metamorfosis, dobles rebajados en animales, se despliegan con mayor contundencia en esta segunda entrega, en la que títulos como "Un caballo amarillo" y "Monólogo de un cerdo" vienen a sugerir una importante gradación. El primero (63) con el uso de un dato escondido que envuelve la paradoja de la inversión del caballo que llega a temer su conversión en humano; pero si en éste cabe el elemento poético, en "Monólogo de un cerdo" (69-73) -en un intento de reconstrucción y de reescritura las imágenes rápidas frente a un espejo constituyen el monólogo de un humano, que se siente mecanizado o animalizado, en un mundo en el que se hacen confluir el tiempo del pasado en el presente convulsivo de la ciudad, "enjaulado en este autobús azul", espacio en el que los intentos de comunicación son imposibles: "Hasta ahora no había reparado en los seres repugnantes que viajan en autobús. De pronto cobran vida, se levantan de sus asientos y se voltean en nuestra dirección"; una trayectoria que explícitamente se define como "el monólogo de un cerdo frente a un espejo" (70). Resulta aquí reconocible el mismo ser enclaustrado que el protagonista de "La puerta", salvo que en este caso no hay salvación por el eros, sino un proyecto de retorno a la infancia, representado en el intento de rehacer la imagen de la madre, aunque no logrado, pues sólo se llegan a esbozar imágenes oníricas. La imagen del cerdo viene dada, por tanto, por la alegoría que significa el camino al matadero en cuyo transcurso algunos personajes ejercen de fantasmales matarifes.
Sin embargo en estos cuentos continúa la obsesión por el espacio rural en que la violencia y los rencores se acrecientan. Así en "El regreso" que presenta una confluencia entre el western y ese mundo rural, representado por el joven que vuelve a su tierra para cobrar antiguas venganzas, o aún más en "Billy, el zurdo", donde campea el recuerdo de Billy el Niño y el recurrente tema del parricidio. Dos relatos especialmente extensos redondean el tema y dejan preparados muchos motivos que retomará en sus obras posteriores: "El paraíso perdido" y "Rosa de los vientos". El primero introduce la dualidad de espacios entre el mundo rural y el ciudadano; aquel considerado con ironía el único paraíso posible, desde la altura de los 40 años (otra vez una edad clave en la narrativa de Onetti), aunque ese paraíso sea contemplado desde el espacio en una fusión temporal que lleva a capturar las imágenes de la infancia: "Los habitantes de la aldea, hundidos en su sueño donde sólo tenían cabida los caballos, los duelos en algún callejón o la sonrisa fugaz de una mujer, ignoraban los ruidos del cielo, se negaban a escuchar los aleteos del pájaro metálico" (89). Son imágenes que surgen sin duda de una reflexión, después de haber huido de ese paraíso y haber vuelto a él para recobrarlo con un aura onírica que desdibuja la frontera entre el pasado infantil y el mundo del presente, cuyos intersticios sintetizan dos nombres de mujer. "Rosa de los vientos" es también un cuento complejo en el que introduce ese mundo rural al retomar otra vez la figura de la prima Beatriz, en esta ocasión como elemento satánico que origina la enfermiza pasión del padre y la destrucción de la familia. La consecuencia será el odio y el deseo de parricidio proyectados en una figura paterna que camina a la autodestrucción, y cuya negatividad también implica al hijo narrador: "Siempre he soñado con ser un pájaro, pero mi cuna fue una jaula estrecha: gallo desplumado de Platón girando enceguecido alrededor de la rosa de los vientos" (107).
Es de resaltar que en esta compilación, Volveré con mis perros, el elemento metaficcional asoma con mayor eficacia que en textos anteriores en títulos como "El personaje" (79), al diseñar un paradigma abstracto que desde la mente del creador corre hacia su destino de muerte, pero cuyo final ficticio contradice, por paradoja, su forzado destino. El mismo tema metaficcional se retoma con mayor eficacia en "Volveré con mis perros", bien que no de forma exclusiva, ya que se trata, aparentemente, de la reflexión o monólogo de un hombre maduro acerca de su relación con un joven amante, en cuyo transcurso los dos ingredientes del erotismo y la metaficción se encadenan. Descubriremos que los dos escriben, o más bien, que el sujeto narrativo rehace la historia a su manera, aunque proclame actos de rebeldía como: "me niego a admitir que la ceniza del tiempo silencie mis palabras, pues ellas forman el tejido de esa historia, hermosa u horrenda, que tú intentas escribir" (111). Una relación, por tanto, que se construye en la escritura, aunque con dosis de real masoquismo amoroso porque ese amante acepta la próxima muerte, despedazado por los perros, mientras rememora ese pasado. El relato se arma entonces como un espejeo de personajes que escriben, pues las preguntas atraviesan el monólogo en el deseo y el temor de reconocerse en esa relación y, al mismo tiempo, de completar el manuscrito para llegar a su final: "No, no te detengas ahora, continúa escribiendo" (118), y así verdades y falsedades irreconocibles se acumulan en una superposición de versiones ficcionalizadas que tan sólo muestran su verdad mientras son escritura.
Tres años después, en 1978, Ednodio Quintero publica El agresor cotidiano con ocho títulos que evidencian su gran dominio del cuento, esta vez homogeneizando el conjunto, pues presentan un sesgo fantástico que sugiere la intencionalidad del titulo. Ese elemento, que como un "agresor", irrumpe en lo que consideramos real y se escapa a la racionalidad, como quería Julio Cortázar, marca de un modo u otro estos relatos. Por eso no es de extrañar la incidencia de lo fantástico en este título, con algún homenaje cortazariano como el expresado en "35 mms", relato en el que el objetivo se desvía hacia lo mágico al enfocar a una mujer, hasta el punto de revelar "pájaros de brillante plumaje, caimanes al atardecer, huellas recientes de un combate en la arena" (124). El mismo propósito se aprecia en "Costumbres" o "El zarpazo" con el tema del enclaustramiento, o del doble y la violencia en"El agresor cotidiano"; y el manejo habilidoso del dato escondido y la metamorfosis canina en Álbum familiar con incisivo manejo de la ironía y el humor.
Lo sorprendente mutila lo cotidiano en varios cuentos, con mayor desarrollo en "Adiós al amigo" en el que el juego de máscaras, la verdad y la fantasía se funden en el horror a la realidad, esta vez en la representación teatral de un siniestro actor que sobre el escenario despliega obsesiones y culpas; "Parque A. M" que rompe el ritmo apacible con una sugerencia de muerte voluntaria; aunque el más logrado quizá sea "María" en el que el tema de la infancia, una de sus obsesiones, presenta un más amplio desarrollo en la deliberada confusión de vida y devoción al forjar ese "culto de María" (148), y como fondo un paisaje sutil, hermosamente interiorizado que sugiere la potencia mágica de la imaginación infantil. Todo ello, una vez más, no exento de la reflexión metaficcional que se sugiere en la segunda mitad del cuento, "Otro final merecía esta historia" (151), y que pone en marcha la trayectoria de la familia y el asesinato del padre con el comienzo de la edad adulta y el selectivo recuerdo de la imagen erótica infantil de María.
Los textos que incluye en La línea de la vida, que publica en 1988, tras un silencio de diez años, retoman entre sus dieciocho relatos, doce de su primer título que reelabora con gran rigor, aumentando su eficacia al dilatar los desenlaces y el cuidado de la escritura. Es un libro que marca la transición a la época de mayor dominio y madurez que se expresa en el relato "Cabeza de cabra" y en los cuentos incluidos en El combate, quizá por eso sólo selecciona cinco relatos en el apartado del mismo título de la antología Cabeza de cabra y otros relatos, de los que dos son reescrituras, un ejemplo claro es el irónico y alegórico "Los dioses", que prácticamente resulta una nueva creación del precedente "El dios llegó tarde". Y los tres títulos nuevos en los que dentro de la irónica mirada, se combina el tema de la metamorfosis diestramente empleado, y una fantástica ambigüedad al usar el punto de vista de un gallo en "La noche"; o el ámbito rural que emite recuerdos remotos y legendarios en "Jinetes"; o potencia lo fantástico, lo mágico y las referencias metatextuales en "Antares". A todos ellos se suma un apartado nuevo con un único título, "Cabeza de cabra", un relato más largo que en cierta medida cierra esta época e inicia la siguiente, pues al mismo tiempo que recoge el tipo de personaje quinteriano ensoñador que había volcado en algunos de sus relatos más fundamentales de esta primera época, aquí se constituye en característico para ofrecer un paradigma ya completo para su siguiente libro, El combate. El título "Cabeza de cabra" hace referencia a ese monólogo creativo que el personaje va tejiendo y que en alguna ocasión el escritor venezolano consideró como descriptivo del trabajo del novelista: "Dentro de un enorme caldero, el novelista cuece su caldo. Sopa de cabeza de cabra. Una sopa imaginaria que será saboreada, ojalá que paladeada, por seres imaginarios. Pues, ¿acaso el lector no es un ser imaginario?"[22]. Esa sopa de cabeza de cabra de la que el sujeto narrativo se ha atiborrado hace media hora, cobra vida en un doble plano, el ficcional y el metaliterario, pues ese personaje que inicia su itinerario por un barrio marginal de la ciudad se convierte en un ser monologante, extremadamente característico, un ser que camina o cree caminar en pos del sacrificio, hacia una entrevista pirámide ritual, y aunque tiene gustos artísticos exclusivos, no deja de ser un individuo solitario que proyecta sus sueños deleitantes y desea prolongar sus fantasías en la realidad, como se manifiesta en las aventuras eróticas llevadas sistemáticamente a la realidad en su día de caza. Personaje también que no se delinea sin ironía en la proyección metaficcional, como cuando piensa: "De la delincuencia a la satiriasis, mi pensamiento oscila como un péndulo. ¿Efectos colaterales de la sopa de cabeza de cabra?" (197). En definitiva, en "Cabeza de cabra" ya observamos el paradigma que Quintero exhibirá en su colección posterior, personajes que sueñan y expresan el sueño que contemplan al asociar lo que ven y lo que piensan, el pasado y el presente, como sucede en este caso en un personaje pendiente de las pulsiones de su cuerpo pero también de cuanto ve a su alrededor. Por eso es importante cada cosa que contempla, y sobre todo la figura del muchacho que se le acerca y del que imagina el mayor de los peligros. Es entonces, cuando por asociación se despliega su propio origen, con lo que se produce otra de las constantes de sus relatos, la del retroceso al pasado, la recuperación de una vida oscura de pobreza y violencia sobre la que exclamar su sobrevivencia: "Yo, el inmortal" (199) en un guiño en el que no es posible olvidar a Borges, hasta encauzar una nueva vida e irónicamente convertirse en "el hombre nuevo" (200). Pero lo que era, al parecer, un monólogo en la escritura, se convierte a medida que avanza en un desarrollo del tema del doble: ese bandido adolescente que se aproxima con aparente violencia es emanación de su propio pasado juvenil, su propio doble, lo que lo llevará a un nuevo retroceso y a recordar el propio pasado, pero un pasado en que, en virtud de esa fantasía que los personajes de Quintero exhiben, nada es verdad ni mentira, tan sólo es una ficción que los seres creados tejen para elaborar la propia sopa de cabeza de cabra. Agresor y víctima no son, así, personajes estables, las inversiones se producen en el seno mismo de la ficción sumiendo al lector en la incertidumbre y la ambigüedad: "Esta vez no fallé, le hice un tajo precioso" (203).
2. "El combate", los relatos comunicantes
Sin duda los catorce títulos que comprende El combate[23] son los textos más característicos de un estilo consolidado en el que ya se percibe una definitiva personalidad narrativa. Este es un libro en que los relatos no están tan sólo reunidos, sino entrelazados como piezas poéticas para construir un todo, pues ahora se manifiesta la necesidad de presentar un universo propio que dice y expresa. Por eso los dos libros en que se divide El combate tienen en sí mismos una significación incluso numérica y de extensión, son siete los cuentos que se agrupan en cada una de las partes con una dimensión más reducida en la primera. Y cada parte tiene su intencionalidad, su propia poética y aún los propios personajes. Claro que también, siguiendo este planteamiento, los relatos se comunican en múltiples y recurrentes pasadizos, a través de personajes, actos y recurrencias.
El libro primero bajo el título de "Soledades" consta de relatos más breves en los que domina el monólogo en el que varios personajes, masculinos, como es normal en la narrativa de Quintero, expresan sus obsesiones laberínticas, en itinerarios alucinados y noches en blanco. Gregory Zambrano ha advertido que al leer estos relatos, le recuerdan "Los sueños de Akira Kurosawa, especialmente el 'Sueño de los escaladores de la nieve', en que la respiración agitada de los personajes se refleja en la del espectador " y concreta títulos como "El combate", "Caza" o "Las furias", donde se confunde la lectura con el ritmo agitado de la narración que, trasmutado al espectador-lector, nos deja la sensación de estar viviendo una especie de asfixia simultánea"[24], sensaciones que en efecto cubren estos ambientes ya sean inspirados por autores japoneses, especialmente venerados por el autor, o bien procedentes del sesgo existencialista occidental que siempre le marcó. El hecho es que esta atmósfera asfixiante es muy característica de esta primera parte, aunque invade también con gran normalidad la segunda, en la que la presencia de un elemento dialogante expande un tanto sus marcos. Por ello no resulta extraño que el primer título, "Sobreviviendo", sea un retrato poético que identifica al sujeto de la escritura al configurar un narrador que dibuja su destino al emerger a ras de tierra, reptante, alucinado, atemorizado por su propia metamorfosis, lo que le hace emparejarse con animales próximos a la tierra, sapos y caracoles: "Me he arrastrado como un reptil sonámbulo, acumulando puestas de sol, arena en los ojos, retazos de miradas", para conceder en el párrafo siguiente acciones evanescentes ("Sin embargo, he dibujado hermosos círculos de tiza en el centro de la noche" 5) que lo mantienen extático en la contemplación de su entorno natural. Un ser que no claudica, que se define por una búsqueda incesante, formado por un cuerpo adaptado para el movimiento y que en algún momento puede recordar al Altazor caído de Vicente Huidobro sobre todo cuando plantea al mismo tiempo su trayectoria y su visión del mundo con una implicación poética: "En otro tiempo me hablaron de criaturas aladas, ligeras como sombras, que barrían con sus plumas las suciedades del cielo. Y si ahora las nombro, conjurando sus presencias fugitivas, es porque la memoria, desde muy atrás, arrastra imágenes que, de alguna manera, se les parecen" (5), son imágenes que a duras penas le trazan en el presente una brújula orientadora. Así se inicia la construcción del sujeto de este libro, con el resultado de un ser que nacido de las tinieblas, palpa su rostro en la oscuridad, que acepta su castigo y su no reconocimiento. El cuerpo es aquí metamorfoseado, es un feto que intenta su desarrollo al dar a luz otra condición en la que no se eluden las imágenes feístas y las transformaciones en otros seres: "Cambiados en aletas, mis brazos se mecen en silencio" (6), entre los cuales la cualidad de reptar resulta extremadamente relevante, enlazando así con el comienzo, hasta permanecer en un "cuerpo de escamas verde y ámbar" que plantea el gusto por la misma metamorfosis que campea en los textos anteriores y que ahora despliega con absoluta maestría al imbricarlo con mayor fuerza en las tramas mismas de estos cuentos.
Este primer cuento ya marca otra de las características de esta colección, la tendencia a evadir la anécdota. Por eso llegó a decir Domingo Miliani que "Hoy la escritura de Ednodio está depurada de todo rastro anecdótico, en apariencia, porque tras la urdimbre de su discurso encabalgado entre la prosa poética y el mito hay una grieta de espacios e imágenes donde el sueño y la nostalgia abstraídos a la memoria remiten siempre al origen ancestral de la aldea perdida ente nieblas, reducto de la infancia. Esa nostalgia está escrita y reescrita muchas veces"[25]. En efecto, idéntica tendencia se observa en el segundo relato, "El silencio", que también construye ese sujeto narrativo, y donde la metamorforsis, "Con mirada de pez escrutaba las tinieblas del día" (7), sigue revistiendo a ese ser que recostado en un árbol, e inmóvil, extrae del aire el jugo amargo de su único alimento con el que fortalece su cuerpo. Seguimos en el territorio de las esencias, Ahí reposaba, aovillado, envuelto en mi propio calor, bogando hacia el territorio de los sueños (7), con imágenes fragmentarias, trazas y chispas que, envolviendo a un cuerpo arcilloso e inaccesible a las voces exteriores, rememora sus dones con especial detenimiento. Su contextura de pez se explica porque los peces son los animales silenciosos por esencia y, basándose en esta imagen, hay un empeño de fundar un reino de lo natural en el que incluso los pensamientos estorban. Si el anterior cuento destaca por el dinamismo, éste lo es de la metamorfosis de lo inmóvil, con una singular asimilación a la piedra aunque existe la misma observación corporal en la que el sujeto reconoce su vulnerabilidad.
El párrafo final de este cuento es especialmente interesante ya que rompe la inmovilidad para asumir la necesaria recuperación de la voz, lo que propicia la plasmación de la memoria y por ello la escritura, y no sólo eso, la última imagen es la del guerrero que recupera la voz, "la misma que resonó en un campo de batalla", la que "susurraba en tus oídos frases de amor" (10), ello nos lleva de modo natural a un pasadizo que enlaza con el siguiente relato, "El combate", de tal modo que constituye con los dos anteriores un todo que apoya la imagen de un sujeto que prevalecerá en el resto del libro. Y es que la figura del guerrero es una de las imágenes que obsesionan al autor, quizá proveniente, no sólo de la literatura oriental, sino de la lectura de los poemas de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930)[26], y que en esta narrativa se presenta como sujeto que asume de forma ambigua cuanto de positivo y negativo tiene el transcurrir del hombre en el mundo, como su emblema, doloroso y sufriente: así en "El combate" ese sujeto avanza apesadumbrado dejando el rastro de sangre de su cuerpo herido, "Yo me había habituado a la derrota, mi destino estaba entretejido por la traición" (11), y tras haber librado un combate desigual, emprende con entereza el camino como un vía crucis que soporta gracias a su fuerza interior. La imagen del guerrero asume algunos de los tópicos heredados del pasado, como la preparación física y espiritual, casi ascética, para soportar un combate que tiene mucho de incógnito y demoníaco, al enfrentarse, al parecer, a un adolescente revestido de luz y hierro, de fuerza descomunal, cuya visión no está exenta de una masoquista culpabilidad: "Imagino que no le está permitido exhibir su auténtica naturaleza, menos aún su desnudez, quizá teme que yo pueda dañar su delicada piel. Es él quien se protege de mi. Soy el agresor" (17). De ese modo el tema del agresor y la víctima se invierte y se comparten culpabilidades, claro que el juego circular, tantas veces explotado con acierto en la narrativa del venezolano, hace que la imagen de la tina de agua salada con que termina el relato, y que resulta recurrente en la primera parte del texto, nos desrealice los sucesos al insertar las posibilidades de lo onírico. ¿Se trata de un combate contra un dios poderoso e imaginario? O más bien, ¿tenemos el correlato del escritor como guerrero en pos de la ficción? Esta última idea parecerá cobrar cierta verosimilitud más adelante en su obra, pero nada nos asegura una cosa u otra.
Los cuatro cuentos que completan el apartado expresan momentos y acciones de ese sujeto, en forma directa o alegórica, y todos ellos tienen relación con el paradigma formado anteriormente. Es el guerrero también el que en "La caída" se entrega a la acción de rodar por un terraplén sin conocer el sentido de su gesto, aunque poco a poco se nos descubre al guerrero herido, hundido en la trinchera, ausente de su origen, buscando una salida y un sentido a su vida. Hundido en la zanja sólo elabora imágenes negativas de su cuerpo y de su oficio aunque un impulso lo incita a la salvación: "Insomne, o satisfecho con mi ración de imágenes fugaces, las primeras luces marcarán la señal de mi partida" (26), aunque al final prevalezca la inmovilidad. Tanto en Orfeo como en En la taberna nos presenta dos inicios en los que se cumple el homenaje a Ramos Sucre: "Yo había enflaquecido hasta un extremo alarmante" (29) y "Yo había perdido toda esperanza de saborear aquel líquido color ámbar" (35). En el primero un Orfeo esperpéntico cruza el umbral del infierno creyendo que su música enloquece a las mujeres y amansa a las fieras para sumirse en un mundo ilusorio que los demonios han camuflado en paraíso. La parodia del mito acecha a ese Orfeo despistado, dubitativo e interrogante que ha olvidado su objetivo para convencerse de que todo está en la mente, o en los sueños, para retornar a la intemperie y acogerse al calor del hogar. El humor, entonces, asoma tanto en este texto como en el siguiente, "En la taberna", en el que el jugador asume su vida miserable y su constante peregrinación observando a las gentes que lo rodean: "Aunque las gentes de estas tierras ignoran el destino que les aguarda, actúan como si no lo supieran, viven y beben aprisa, extraen hasta la última gota el zumo amargo de los días" (35). La anécdota de este relato, un extraño triángulo amoroso que termina de modo cruel, como la de "Caza", cuyo centro es la caza de la gitana, se internan en el ámbito de la ambigüedad de lo onírico, "Sin duda estoy dentro de mis predios, lo que sucede es que soy víctima de alguna alucinación" (43), aunque al final reconocemos uno de los procedimientos circulares más quinterianos al cerrarse el discurso con la amenaza al propio durmiente: "Escucho la risa de la gitana, oigo los ladridos que se acercan a mi puerta, la derribarán antes de que me despierte" (43).
Como se puede observar encontramos en todos los relatos de la primera parte de El combate unas pautas en común, siempre se trata de un sujeto que interroga, que duda, que se pregunta constantemente por su situación y por sus actos, se trata de un solitario insomne, activo o inactivo, según los casos, pero siempre dentro de un ámbito onírico que le hace moverse por un mundo inestable en el que no encuentra la ayuda de los otros. Sin embargo la conjunción de esos rasgos desaparece en la segunda parte, "Uniones", donde los personajes ya se presentan al menos en dualidades, como sucede en los cuatro primeros cuentos en los que de diversas formas, son variantes sobre un tema, y construyen esas relaciones, esas "uniones". "Laura y las colinas" presenta la misma funcionalidad que el primer cuento del libro, armoniza esa dualidad, como en el primer apartado se presentó al sujeto único. En él los dos personajes en sendas colinas se hacen señas y se atraen: "Así, reconociendo en el paisaje líneas, formas y colores entrevistos en las orillas de algún sueño, hombre y mujer acuden al llamado" (51), y se produce una unión de cuerpos en un paisaje de ensoñación. Lo detenido de la frase y lo pormenorizado de la descripción revierte en cada movimiento y cada deseo, que se describen con lujo de detalles en una mezcla de lo real y lo onírico, como impulsos que van marcando a esos sujetos dialogantes que rompen con el solipsismo del inicio: "Laura quisiera ignorar las leyes de la física: toma impulso y lanza su cuerpo hecho de soles, ámbar, limo y aceites vegetales en dirección al otro cuerpo" (51-2). La respuesta no se hace esperar aunque la marca de muerte matiza el final. Al parecer el mismo personaje, ya que se apunta el mismo nombre, Laura, abre "Amanecer en la terraza", un relato que vuelve tomar la forma incierta e interrogativa en una relación amorosa que trasgrede el previo compromiso con Laura, en un desarrollo onírico que se detiene en los detalles del placer de la relación amorosa, y en el que realidad y mundo evocado se confunden: "¿O acaso la intensidad de mi pensamiento extrajo de mi memoria la esencia de un recuerdo y lo proyectó en el aire como un holograma perfecto? De cualquier manera, me aguardaste desnuda en la terraza. Pero eras una ilusión, el canto de ese hermoso animal que los antiguos llamaban quimera" (57-8), y en otro momento: "Si nunca has venido, puedes irte" (58). Las construcciones oníricas en este caso permanecen indelebles mediante pequeños nexos fantásticos que producen ambigüedades, como la marca de los dientes en la piel del sujeto narrativo. El mismo canto de amor traspasa también a "Rosa mística" con acentuadas imágenes eróticas, y oníricas percepciones del cuerpo, "En silencio contemplo tu imagen hecha de algas, arcilla quemada, detritus vegetales" (60), un paisaje fantasmal de restos nerudianos, en el que el vértigo le lleva a la plegaria de la letanía mariana, hasta recalar en la advocación de "Rosa mística" porque "Y tu luz inagotable, luciérnaga maldita, fue absorbida por los seres y las cosas que presenciaron tu paso. Y ahora ellos se vuelven hacia mí, me reconocen como a un cómplice que comparte su secreto" (61). Ciertos elementos desacralizadores unen este título con "María", aunque aquí la elaboración es mayor, de tal manera que la anécdota se diluye en una serie de imprecaciones eróticas y blasfemas que se introducen en el ámbito mismo del oficio sagrado. Este acezante y agotador proceso amoroso es asimismo un itinerario tras una mujer imposible como se aprecia en la agónica imagen final en la que se proyecta la unión: "No olvidaré llevar la navaja de hoja curva para cortar tu aliento y así evitar que tu canto de sirena me adormezca" (67). Más irónico resulta "Laura y el arlequín" que expresa otro costado del amor a través de la misma figura de Laura al penetrar en una confluencia de sueños. El sujeto narrativo retorna a un pasado en que recupera lugares y sucesos de esa relación amorosa confundido con ese arlequín que fue en el comienzo, pero lo fundamental reside en que los recuerdos alcanzan tan alta calidad que no será posible saber qué nivel de credibilidad alcanzan ante un sujeto que se pregunta, que duda, que sabe que pisa un suelo inestable frente al aluvión de la memoria: "No lo sé. Se me ocurre de pronto que el episodio de la foto nunca sucedió. Sí, eso es. Se trata de un falso recuerdo, de una figura extraída del ambiente ominoso que flota esta noche en la Taberna del ahorcado" (75). Porque en el fondo este personaje alcanza el nivel explícito de un "minotauro herido tambaleándose en la arena" (76) sufriendo una situación agónica dentro del laberinto o, por trasposición, en los lugares cerrados como las habitaciones y las trincheras, definidores de una situación en la que siente su condicionamiento espacial. Claro que el cuento vuelve a tornar a su comienzo de forma sorprendente y es Laura la que padece el asalto de los sueños.
Tres cuentos en los que el número de páginas y el desarrollo narrativo es mayor cierran el libro y la segunda parte, es el caso de "Las furias" y de "Sombras en el agua" en los que el sujeto narrativo vuelve a presentar las mismas características, salvo que, si anteriormente desarrollaba imágenes acerca de un tú próximo, ahora el desarrollo será más explícito y ese sujeto recompone pasado y presente de varios personajes con los que arma todo un despliegue personal. En un procedimiento que también era característico de Onetti, siempre veremos a los personajes a través de la conciencia de otro, en este caso a través del sujeto narrativo, y ello es perceptible en este relato, "Las furias". Los varios apartados permiten ir marcando la presencia y el proceso con que son vistas esas mujeres, Ada, Carla e Irene, en un juego de pasado presente en el que interfieren otros recuerdos y otra relación. La excursión a la laguna y la ofrenda ritual se nos presentan con gran ambigüedad, todo es posible y nada es creíble tras un punto de vista narrativo en extremo sospechoso y cuya fragilidad narrativa reconoce,"Imagino seres de difícil aceptación, quizá inexistentes" (88), por lo que recompone las situaciones con gran facilidad; y en otro momento: "No debería preocuparme por lo que ahora acontece, pues cada instante niega el anterior, y la ilusión de continuidad es lo que llamamos tiempo" (92) en una creación de imágenes mentales que se aglutinan por medio de asociaciones al invadir también el espacio que aparece tras la muerte desembocando en un estremecedor final. Con el mismo espacio está relacionado "Sombras en el agua" pues el procedimiento es idéntico, al recomponer unas vidas tras el inquieto recuerdo de una frase, "¿Con qué derecho me incluyes en tus aventuras fluviales?" (97), y tras la cual esas sombras hablan haciendo visibles los sueños, que como se explicita, no se mezclan en el agua, pero involucran a otros, construyen sus vidas y las de los otros, sin ninguna constancia de lo que sea su verdadera vida. Estamos ante un relato que reconstruye una especie de vuelta a los "pasos perdidos" de los orígenes en la selva amazónica, en cuyo seno la reflexión metaficcional se impone como duda: "¿Qué estoy diciendo? Empiezo a delirar. Falsifico mis propios recuerdos" (102). Sueños dentro de los sueños, una incertidumbre que agobia al que lo sufre hasta llegar a descubrir que lo acontecido ha sido un proceso mental que pudiera definirse como Sombras en el agua (115). Todo ha sido dirigido en relato mediante un lenguaje absorbente que va modelando a los personajes y a través del cual entrevemos un universo onírico recompuesto, aunque por su propia naturaleza, no dominado por su voluntad.
"Carta de relación", con el que termina el libro, es el único texto que adopta una forma distinta, ya no es la conciencia onírica la que encauza el relato sino el texto escrito, la carta que se constituye en un vínculo de comunicación primaria mediante el que se concitan personajes y sucesos. La historia de "la muñeca de París" resultará ser el centro de la misiva y ella sirve de pivote para tratar otros aspectos: metaficcionales, al aludir a la propia capacidad de escritura: "Desconozco las reglas de composición, el ritmo apropiado y demás trucos del oficio. Vacilo al escoger las palabras, e incluso mi vocabulario es limitado" (119); sucesos laterales que incluyen a otros personajes, los amigos de antaño; o las vivencias del propio presente que forman la trama activa de la ficción, y cuya habilidad observadora el propio sujeto narrativo reconoce como eje y origen de lo contado:
me sumerjo en la práctica de mi vicio más acendrado: el voyerismo. Pero no me limito a observar rostros bellos o espiar la apertura de una falda, el abismo de un escote o el contorno de unos hombros desnudos. Soy un mirón omnívoro e imaginativo. Invento relaciones entre los asistentes, creo dramas con su secuela de rupturas, celos, reencuentros, fidelidades y traiciones. Los personajes actúan siguiendo las pautas de un guión que escribo y reescribo constantemente, y yo desde mi mirador muevo los hilos como si este escenario delimitado por paredes de cristal fuese de verdad mi teatro de marionetas (123).
Atento a cuanto sucede en el presente, ese sujeto que escribe, imagina y recompone, recupera el pasado y lo trasmite desde su punto de vista, sin evitar volver a contar a su amigo aventuras ya conocidas. Y en esos vasos comunicantes que estas historias mantienen, la alusión significativa a ese compañero de aventuras, Andrés, que desaparece en una aventura amazónica ("La sobrina de Drácula" lo embarcó en una famosa expedición amazónica, y el pobre tipo fue a dar con sus huesos en un tepuy129), cuyo recuerdo emana del relato titulado Las furias, y cuya referencia enlaza con igual frustración del ideal femenino soñado, con lo que se ofrece una modulación más en ese diálogo que conllevan los cantos amorosos de "Laura y las colinas" y "Amanecer en la terraza". Se puede decir que el círculo se cierra con una variedad de perspectivas de esas Uniones que el apartado propone, y que como en el caso anterior, el esfuerzo ficcional quinteriano tiene aquí mucho de ejercicio narrativo personalísimo.
3. Del cuento a la novela
Estos rasgos y este mundo singular puede definirse aprovechando las palabras de Julio Miranda cuando habla de una "Narrativa de ecos, de reflejos, de circularidades múltiples", una narrativa que se esfuerza en las reiteraciones y que en ella construye su singularidad, hasta conformar "un sistema de palabras clave, de imágenes, de metáforas que vuelven una y otra vez, tomadas de la naturaleza e insertadas en un discurso suntuosamente sensual, que pone en juego los cinco sentidos"[27]. En efecto, estas características han ido acentuándose en su narrativa en busca de una mayor y más necesaria complicidad con el lector.
Era lógico que sus cuentos fueran absorbiendo una mayor expansión como lo prueba El corazón ajeno (2000)[28], cuyos seis títulos incluyen una variedad de posibilidades, desde el monólogo infantil de "El sur"; pasando por la reescritura de "El otro tigre" que paródicamente reconstruye un episodio de María (1867) de Jorge Isaacs, aportando un costado de estremecedor onirismo; a recuperaciones de la infancia como el que responde al título de la colección. Relato largo y con mayor desarrollo novelesco, entronca con las últimas entregas de El combate, aunque aquí recupera el espacio de los comienzos a través de las varias desapariciones familiares, muy en especial de la prima Águeda. Dos elementos mantienen el relato tal y como declara el sujeto narrativo: "La memoria, que sostiene -a la manera de un espejo retrovisorese parapeto llamado realidad; y el deseo, que es la causa primera y principal del movimiento" (104), y sosteniéndolo un personaje que necesita el diálogo y lo crea, y que reconoce su fracaso metaficcional en el intento de contar: "un relato es algo más que una sucesión de frases azarosas, tal vez coherentes, referidas a un tema escogido de un menú más bien limitado. Un relato es una carrera contra el tiempo, donde cuenta, por encima de cualquier artificio o malabarismo de salón, la velocidad" (109). Se percibe que en esta recuperación del paisaje de la infancia el texto se depura de onirismos a medida que avanza y va ganando en fluidez. Un imperceptible espacio separa lo real y lo inventado como lo expresa la misma voz narrativa: "la historieta que me vengo inventando -esta de la niebla o la del diálogo virtual con un mocoso danés, o cualquier otrapodría no ser más que un sucedáneo para paliar el insomnio, acaso un juego de sombras chinescas capaz de convocar el sueño" (109). Recurrencias metaficcionales que inciden y modifican reflexivamente la ficción: "un relato, cuando se propone como tal, va siempre acompañado -al igual que el pájaro y su sombrade una segunda intención. Las más de las veces desconocida para el autor" (110), por lo que no extraña que la ficción lo invada todo en una mezcla imposible, fabricando imágenes que rozan el onirismo y el fluir de conciencia, en lo que reconoce como "alocadas fantasías" (115). La historia incierta del amor de Águeda, muerta o viva en su imaginación, le llevará al fin no sólo a recuperar esos amores anteriores sino a aclarar los temores de su adolescencia en el haz de la historia contada.
Como se puede observar, la narrativa de Ednodio Quintero continúa en expansión y otros títulos han ido acumulándose en la búsqueda del texto más largo, hasta que la novela se ha ido imponiendo como una necesidad. La novela larga La danza del jaguar de 1991 es la obra que responde a esas ambiciones, por la multiplicidad de escenarios y peripecias, una novela que puede situarse entre las mejores de las últimas décadas en la narrativa venezolana. Pero también la novela corta como La bailarina de Kachgar y El cielo de Ixtab de tema amoroso[29]. El rey de las ratas se presentaría como una novela de tamaño medio próxima a la novela corta, y al decir de Miranda "nos instala en una sociedad de roedores con historia, genealogía monárquica, límites geográficos, enemigos y exploradores que cuentan a su regreso las increíbles costumbres de los humanos" y añade refiriéndose al desarrollo de la anécdota: "Su no tan viejo ex rey, voluntariamente exiliado en su refugio montañoso, o quizás el pintor que lo visita, inventa o recuerda su vida en el trono, tras agotar todas las posibilidades de la existencia"[30]. Es evidente que en el presente, el escritor venezolano está más obsesionado con los textos largos que con los cortos, que parece sentirse más cómodo en la narrativa de mayor dimensión y con ello están relacionadas sus frecuentes reflexiones en sus dos libros de ensayos, Visiones de un narrador y De narrativa y narradores. Quizá, como el propio autor confiesa, el tema de la novela es la existencia y el novelista "no trabaja con certezas, más bien se mueve en el campo de la incertidumbre" y para mejor expresividad, el amplio ámbito de la escritura que proporciona la novela le es cada vez más necesario, pues trae aparejado "un vasto espectro de referencias que colaboren en la indagación de la condición humana"[31]. De ello es prueba su última novela, Mariana y los comanches de 2004, una propuesta de escritura y un proyecto de acusada perfección que responde a una personal inquietud: la de la pasión de escribir en la confluencia misma de los abismos de lo ficcional, allí donde la verosimilitud parece quebrarse sin romperse, en este caso a través de tres personajes que se entrelazan en una trama de aparente simplicidad, pero en cuyo decurso se da muestras de otra índole, el abordamiento de problemas de escritura que responden a una poética consumada, la de la relación entre lectura, escritura y ficcionalidad. Ednodio Quintero trabaja siempre, y también aquí, en el borde de lo real trazando la propuesta más difícil, jugar con el límite de las posibilidades entre lo real y lo ficticio. Sus personajes, de estirpe universal, padecen la soledad, el amor y el desamor, y se encadenan a paisajes que los someten pero que no los limitan y sobre todo caminan entre los referentes metaliterarios que la lectura proporciona, y frente a los cuales creación y destrucción surgen como próximas posibilidades en este juego intrincado de la ficción. En esta lid "el escritor es un comanche" es decir, un guerrero, un cazador frustrado, un asediador de sus personajes, que una vez creados se le escapan, porque resultan ingobernables, recordemos que no es otra la propuesta que nos hace en los relatos de El combate. Construye así una novela que necesita a un lector atento a sus sugerencias y sus guiños, a su erotismo en libertad, a su juego metaliterario y a sus voces interiores.
Si Julio Miranda destaca como personaje característico de la nueva narrativa venezolana a" ese desgraciado que sufre, a la vez, de un pertinaz insomnio y de multiformes pesadillas", y presenta como ejemplo un título del autor que nos ocupa, como "autor soñante", en el que se plantean escisiones "entre el yo que sueña y el yo que vive sabiéndose soñado"[32], hasta conformar un mundo a la medida del soñador. Ese sería el personaje más emblemático de la narrativa de Quintero, pero con una buscada complejidad que va creando un entramado y que al mismo tiempo le lleva a apoderarse progresivamente de otras adherencias que acaban replegándose en la escritura y en el gesto único de narrar.
Notas
[1] Estos puntos de vista están desarrollados en Juan Liscano, Panorama de la literatura venezolana actual, Caracas, Alfadil, 1984, p. 30-177; y más recientemente, en perspectivas más actualizadas, en Karl Kohut (Ed.), Literatura venezolana hoy. Historia nacional y presente urbano, Madrid-Frankfurt/Main, Iberoamericana-Vervuert, 1999.
[2] Julio Miranda (comp.): El gesto de narrar. Antología de nuevo cuento venezolano, Caracas, Monte Ávila Eds. 1998, p. 22. En la Introducción pp. 7-44, el compilador analiza los rasgos de esta narrativa, entre ellos el predominio de la práctica del cuento breve, el uso del onirismo y la violencia con el desarrollo de lo policial.
[3] Ednodio Quintero resumiría por sí solo la evolución de gran parte de la nueva narrativa, desde los minicuentos publicados en El Nacional en 1970, recogidos con muchos otros en La muerte viaja a caballo (1974), aumentando la cantidad de páginas de cada texto en sus posteriores libros de relatos y culminando con obras tan espléndidas como la novela corta La bailarina de Kachgar (1991) y la novela La danza del jaguar (1991) Ibid. p. 24.
[4] Ednodio Quintero: Kaïkousé -hacia un ars narrativa-- antecede a El combate (1995). Incluido en Ednodio Quintero, Visiones de un narrador, Maracaibo, Universidad del Zulia, 1997, donde forma parte de Fragmentos de una autobiografía p. 43.
[5] Ibid. p. 45.
[6] Véase Kenzaburo Oé: tras las huellas de Dostoievski en su libro De narrativa y narradores, Maracaibo, Universidad del Zulia, 1997, pp. 86-101.
[7] Ednodio Quintero: Al margen de la novela en Visiones de un narrador, op. cit. p. 15; una larga cita de este texto inicia también la introducción a De narrativa y narradores, op. cit., p. 9.
[8] Ednodio Quintero: (Poé)ticas del cuento en De narrativa y narradores, op. cit., p. 52.
[9] Ibid. p. 56.
[10] Horacio Quiroga, Decálogo del perfecto cuentista en Cuentos, sel. y prol. de Emir Rodríguez Monegal, cronología de Alberto F. Oreggioni, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1981, pp. 307-8
[11] Ednodio Quintero: (Poé)ticas del cuento en De narrativa y narradores, op. cit., p. 56.
[12] José Balza: El cuento: Lince y topo: Teoría y práctica del cuento en Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares (Comps), Del cuento y sus alrededores, Caracas, Monte Ávila, 1993, pp. 475-482.
[13] Citado por Julio Miranda en "El paraíso perdido" introducción a Cabeza de cabra y otros relatos, Caracas, Monte Ávila Eds., 1993, p. 7. Citaremos de aquí en adelante los cuentos por esta edición entre paréntesis en el texto.
[14] Ednodio Quintero: (Poé)ticas del cuento en De narrativa y narradores, op. cit., p. 57.
[15] Julio Miranda, "El paraíso perdido" op. cit. p. 8.
[16] Ibid. pp. 10-11.
[17] "El hermano siamés" obtuvo el XXX premio del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional en 1975. Véase VV. AA.: "Narradores de El Nacional", prólogo Domingo Miliani, edición de Antonio Bastardo, Caracas, Monte Ávila Eds., 1993. El hermano siamés está incluido en las pp. 355-360 y presenta una versión previa a la que aparece en Cabeza de cabra y otros relatos.
[18] Julio Miranda (comp.): El gesto de narrar, op. cit. p. 38
[19] José Balza: Órdenes. Ejercicios narrativos 1962-1969, Caracas, Monte Ávila, 1970, pp. 23-4.
[20] Véase José Balza: El cuento venezolano. Antología, Caracas, Dirección de Cultura, Universidad Central de Venezuela, 1996, pp. 469-473. La primera edición de esta antología es de 1985. En ella el texto de "La puerta" sigue la versión primera de "La muerte viaja a caballo", por tanto una versión no corregida como la incluida en Cabeza de cabra y otros relatos.
[21] Julio Miranda en Cabeza de cabra y otros relatos, op. cit. p. 11.
[22] Ednodio Quintero: "Al margen de la novela" en Visiones de un narrador, op. cit., p. 17
[23] Citaremos por la edición venezolana, Ednodio Quintero: El combate, Caracas, Monte Ávila Eds., 1999, entre paréntesis en el texto.
[24] Zambrano también señala la proximidad de algunos gestos a los poemas de Ramos Sucre que vendrían a imbricarse con esta preferencia suya. Véase Gregory Zambrano: El combate de Ednodio Quintero. Una poética del vértigo en www.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N115/libros.htm
[25] Domingo Miliani, Para combatir entre nieblas con Ednodio Quintero en www.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N85/contenido06.htm
[26] Una de las obsesiones estilísticas de Ramos Sucre es la constante inserción de la primera persona narrativa, un yo que inicia en muchos casos sus poemas. Véase: José Antonio Ramos Sucre, Obra Completa, prólogo de José Ramón Medina, cronología Sonia García, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980.
[27] Julio Miranda (comp.): El gesto de narrar, op. cit., pp. 57-58.
[28] Ednodio Quintero: El corazón ajeno, Caracas, Ed. Grijalbo de Venezuela, 2000. Citaremos por esta edición entre paréntesis en el texto.
[29] Dice Rafael Arraiz Lucca que En ambos textos se hace evidente lo que podríamos llamar un narrador notable. Una tras otra van solapándose sin estorbarse todo tipo de tramas laterales que apuntalan el curso de la historia central (Ednodio Quintero: la cascada que no cesa en http://www.el-universal.com/1996/10/27/M27EU.shtml )
[30] Julio Miranda (comp.): El gesto de narrar, op. cit., p. 61. Un trabajo acerca de la novela puede verse en Julio Ortega, Ednodio Quintero y el arte de volver a contar http://sololiteratura.com/ednodioquintero.htm
[31] Ednodio Quintero: Al margen de la novela en Visiones de un narrador, op. cit., p. 17.
[32] Julio Miranda (comp.): El gesto de narrar, op. cit., pp. 32 y 38. Miranda se refiere en este caso a El hermano siamés.
Cet article est le prologue de l'ouvrage "Le Combat et autres nouvelles"
Ednodio QUINTERO, Le Combat et autres nouvelles, Prologue de Carmen RUIZ BARRIONUEVO, Editions A plus d'un titre, Coll. ATHisma, 328pages, ISNB:978-2-917486-18-4
Présentation de la collection par l'éditeur :
"Traduite de l'espagnol, la collection ATHisma favorisera, en langue française, l'éclosion de talents nouveaux ou confirmés d'Amérique latine. Loin des modes et des clichés réducteurs apparus dans le sillage du Boom, ATHisma, avec la lenteur nécessaire, privilégiera les voix de romanciers et nouvellistes reconnus pour leur capacité à innover dans la langue et dans les thèmes abordés. Ainsi, la collection aspire à enrichir l'horizon littéraire français en redécouvrant, encore et encore, l'archipel des altérités américaines, en perpétuelle mutation. ATHisma se nourrit largement de l'activité de l'Atelier de Traduction Hispanique de l'Ecole Normale Supérieure de Lyon."
Pour citer cette ressource :
Carmen Ruiz Barrionuevo, Los relatos de Ednodio Quintero: el edificio de la ficción, La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), avril 2010. Consulté le 30/12/2024. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/litterature/litterature-latino-americaine/les-classiques-de-la-litterature-latino-americaine/los-relatos-de-ednodio-quintero-el-edificio-de-la-ficcion