Conforme a su costumbre, Valle-Inclán aprovecha el espacio proléptico de los títulos y subtítulos para crear expectativas y proporcionar algunas claves interpretativas. El subtítulo “auto para siluetas” remite así a las técnicas del teatro de sombras, un teatro oriental que interesa particularmente a Valle-Inclán por dar pie a unas estilizaciones muy distintas y variadas, basándose en tres elementos principales que son la luz, un fondo que sirve de pantalla, y el juego del actor que se mueve en este foco. Si la luz desempeña un papel fundamental en toda la obra de Valle-Inclán, ahora se refuerza ese carácter esencial que corresponde ante todo a un intento experimental por parte del dramaturgo. Se trata en efecto de restaurar la dimensión visual y plástica del arte teatral, de la que carece precisamente el teatro de esos años.
Esta dimensión explica en parte la denominación de “auto”, que alude a unas piezas teatrales que desde la Edad Media, se representaban durante la festividad del Corpus y que celebraban el misterio de la Eucaristía. El auto podía entonces ser sinónimo de farsa, coloquio, loa, etc., y fue en el siglo XVII cuando se fijó como género aparte y codificado con el auto sacramental calderoniano. La confrontación de este género fijado y canónico con el auto para siluetas será la base de este trabajo, puesto que Valle-Inclán retoma a su manera el modelo calderoniano, y lo hace con dos motivos de distinta índole. Primero, se destaca un motivo estético, por ser el auto un género antirrealista, dotado de una gran plasticidad que se apoya en los efectos lumínicos y en un carácter ritual que confiere una gran importancia a los gestos y movimientos. Pero, por otro lado, también existe un motivo ético, y en esto cobra su sentido el título del presente trabajo, ya que, desde luego, este "auto" no está hecho como Dios manda: si se recuperan algunos elementos típicos del argumento de un auto sacramental, éstos van a funcionar de manera distinta, o incluso invertida, al ser distinto el asunto del auto valleinclanesco. ¿En qué estriba, pues, la modernidad del auto para siluetas con respecto al modelo calderoniano?
El argumento de la obra gira en torno al sacramento de la confesión y viene inspirado de un estudio social del bandolerismo escrito por el gobernador cordobés Julián de Zugasti en 1880. Unos bandidos han hecho preso a uno de los suyos, que se encuentra en una cueva y que está condenado a muerte por delator. La confesión que ha de preceder la ejecución va a dar lugar a una verdadera escenificación en la cual uno de los bandidos, el Padre Veritas, va a hacer de padre confesor tras haber recibido la tonsura gracias a las artes de barbero de su compañero Pinto Viroque. El final de la obra pone de manifiesto la subversión obvia del desenlace habitual del auto sacramental puesto que, en plena confesión, el preso acaba por ser matado de un pistoletazo por el Capitán, jefe de los bandidos. Semejante final revela ya la alteración profunda de la estructura del auto, pues esta caída final se opone al desenlace habitual de toda obra alegórica, que es necesariamente de tipo ascensional.
La subversión de esta arquitectura basada en la alegoría será, pues, el objeto de la primera parte de este trabajo. Luego, se examinarán los efectos paródicos que arruinan el modelo calderoniano. Esto permitirá ver cómo, por medio de unos efectos metateatrales y de los recursos lumínicos, se cifra en el auto moderno la sátira de una sociedad alienada y alienante.
El sistema alegórico del auto sacramental consistía en oponer los dos polos del Bien y del Mal, mediante una escenografía codificada cuyos elementos connotaban, de manera fácilmente reconocible, a una u otra fuerza. En Valle-Inclán, tal funcionamiento sufre una amputación que lo anula, puesto que sólo van a aparecer en la escena los atributos del Mal. Esto lo indica de inmediato la presencia de un decorado único, hecho que despierta interrogaciones puesto que la multiplicidad de escenarios suele ser uno de los componentes esenciales de la estética valleinclanesca.
(El pintor de su deshonra, III, 33)
HOMBRE (…) apenas / miro del sol la lumbre / desde el umbral de mi primer destino, / cuando de horrores llenas / hallo en las quiebras de una y otra cumbre / el precipicio antes que el camino (…)
(El año santo de Roma, III, 601)
Sale en lo alto del primer carro, que ha de ser una montaña pintada de flores, la Culpa, vestida a lo bandolero, con capa gascona, montera, charpa y pistolas.
(A tu prójimo como a ti, III, 199)
El tercer ejemplo muestra además una concordancia entre el espacio de la montaña y la configuración de los personajes como bandoleros, asociación sugestiva que de algún modo retoma Valle-Inclán en su auto.
La primera acotación de Sacrilegio introduce de entrada no sólo una relación con el auto sacramental, sino también una transgresión con respecto a tal modelo, puesto que la acción viene claramente enmarcada en Andalucía, cuando el auto sacramental solía prescindir de referencias a un lugar preciso, hasta tal punto que se ha podido decir que se trata de un género “desespacializado”. Este marco espacial indeterminado se explica por la necesidad de mostrar la lucha entre el Bien y el Mal como algo universal y omnipresente. Por supuesto, esto no significa que no haya nunca ninguna mención de un espacio concreto, como lo muestra muy bien el título del auto El año Santo en Madrid. Pero, en este caso, se ve que cuando sí hay una ubicación más concreta y una topografía que parece anular esta “desespacialización”, el lugar referido suele ser Madrid, o sea la encarnación de la norma, de los buenos modales y de las reglas en las que se basa el auto para catequizar a su público. Sin embargo, el espacio andaluz transgrede este canon, ya que Andalucía, por su lenguaje y la fuerte presencia de la cultura musulmana, representa un desvío frente a la norma. En el auto tradicional, lo andaluz y lo flamenco, igual que lo gitano o lo morisco, se vincula con el Demonio y las conductas que el género pretende condenar.
La referencia implícita a los cuentos de Las mil y unas noches –mediante el término “sésamo” refuerza la dimensión profana del ambiente pintado, y anuncia también el efecto de mise en abyme que, como lo veremos luego, recorre la obra con el motivo del teatro dentro del teatro. El sistema alegórico y habitual del auto sacramental ya queda puesto en tela de juicio por este espacio a la vez usual y anómalo, lo que se corrobora con el análisis de los personajes que van a intervenir en él.
3. El Sordo de Triana: un personaje anti-alegórico.
De manera general, los personajes revelan ya por sus nombres una deconstrucción tajante del sistema alegórico del auto. Se destacan esos nombres por su marcado acento carnavalesco y esperpéntico –Pinto Viroque, Vaca Rabiosa, Patas Largas- o antitético –Padre Veritas- que se opone a la integridad y a la neutralidad de los nombres de los personajes del auto sacramental, aunque a veces se puedan encontrar en éste nombres atípicos y cómicos, como en El Cubo de la Almudena con la aparición de un personaje que se llama Alcuzcuz pero ese tipo de nombres tienen una presencia muy escasa y, en este caso, el tal Alcuzcuz sólo sirve para ridiculizar a los moros y mostrar el progreso de una conversión ejemplar. En el auto moderno, todos esos nombres resultan sorprendentes por su carácter grotesco, pero particularmente nos ha de llamar la atención el nombre del preso, el Sordo de Triana, también llamado en las acotaciones y en los diálogos el señor Frasco o Frasquito o Frasquito Manchuela, lo que se opone también al carácter monolítico del Hombre del auto sacramental, condición esencial para que el espectador pueda identificarse con él. Este nombre, al contrario de la mayoría de los nombres de la obra, no proviene de la obra de Zugasti, con lo cual resulta de lo más llamativo. Varias acotaciones insisten en que lleva una venda en los ojos, lo que no deja de ser irónico, puesto que en el auto sacramental, el personaje que aparecía más frecuentemente con los ojos vendados era la Fe, pero aquí esta venda se explica tan sólo por su condición de preso y se la han puesto sus compañeros para acabar de someterlo. Lo más interesante es que su nombre conlleva el adjetivo sordo, lo que tampoco parece inocente, si nos acordamos de que en todos los autos sacramentales el oído es el sentido fundamental que se asocia con la fe, como lo evidencian estas palabras que pronuncia el mismo Oído en La semilla y la cizaña:
OÍDO La fe, que allí hay Cuerpo
y Alma y Carne y Sangre, me ha dicho.
Y pues sentido de Fe
solamente es el Oído,
el Oído a la Fe crea,
y no a los demás sentidos.
(La semilla y la cizaña, III, 826)
Estos versos muestran, además, que a menudo el oído es el sentido en el que estriba la revelación de la Eucaristía, punto culminante de todo auto sacramental, con lo cual el Sordo de Triana, tan sólo por su nombre, arranca de raíz los fundamentos del auto calderoniano. La venda que lleva en los ojos no corresponde a la representación iconográfica tradicional de la Fe, sino que figura a la vez el engaño en el que sus compañeros lo mantienen y su propia ceguera a la que sigue aludiendo El Sordo en el momento de su confesión. El adjetivo “ciego” también es recurrente en el auto calderoniano y califica a menudo al Apetito, a las pasiones que obstaculizan el conocimiento del Bien y, por lo tanto, al Hombre que está bajo el dominio de la Culpa. Cupido, el Amor ciego, también se representa con una venda en los ojos, y las palabras de El Sordo parecen aludir directamente a esta representación iconográfica cuando en su confesión éste menciona el "ciego amor de chaval" (185) que lo impulsó a cometer tantos actos horrorosos.
Esta supuesta sordera, junto con el espíritu irreverente y profanador de los personajes, va a desembocar en un auto muy poco ortodoxo. El auto para siluetas presenta un retablo de situaciones grotescas que parodian el género noble y solemne practicado por Calderón.
II. El auto sacramental parodiado.
1. Un lenguaje esperpéntico.
El tono de las réplicas y el modo de actuar de los personajes se caracterizan por una ramplonería y un vulgarismo que se oponen rotundamente al servante decorum característico del auto sacramental. De hecho, las acotaciones y las réplicas de la obra van a reflejar lo absurdo que resulta la aplicación de los principios cristianos, en este caso la confesión, mezclando elementos muy heterogéneos. Ese desajuste entre unos ámbitos muy poco acordes está presente desde las primeras réplicas que introducen el tono general de la obra, mostrando qué suerte va a correr la religión en manos y en boca de unos canallas que la aplican con torpeza y conforme a sus propios valores:
EL PADRE VERITAS.-No más solicita que dos gracias, si se está en darle mulé: Un confesor para sus pecados y dormir con la parienta antes de diñarla.
PINTO VIROQUE.-¡Vaya un relajo! ¡Le apetece la fornicación y está con un pie en el finibusterre! (173)
Estas dos réplicas resultan emblemáticas del ambiente que impera en toda la obra. Los diálogos revelan una contaminación de registros muy distintos y de un lenguaje poco decoroso, dada la profusión de gitanismos, vulgarismos y de voces pertenecientes al mundo de la germanía –"finibusterre" es una- que, por supuesto, era inconcebible en un auto sacramental y sólo podía tener cabida en piezas marcadamente carnavalescas como la jácara, la mojiganga o el entremés. Estas piezas intervenían durante las representaciones de autos sacramentales, pero sólo se representaban de manera separada, durante el entreacto para permitir un descanso y favorecer un mejor regreso a la representación sagrada, o al final del auto (caso de la mojiganga), para atemperar su seriedad y repetir su mensaje con una modalidad distinta y más ligera. Valle-Inclán rompe esos límites entre los géneros y mezcla constantemente lo sagrado con lo profano, lo espiritual con lo material, lo sublime con lo chabacano. Es así como el sacramento de la confesión va a ser parodiado y destruido.
2. La confesión como ritual grotesco.
El lenguaje verbal y el lenguaje gestual acaban de quitarle la poca credibilidad que tenía la confesión anunciada desde el principio de la obra. Las réplicas relacionadas con el sacramento lo arruinan por completo; ValleInclán profana constantemente los mandatos divinos a través de un lenguaje en el que se entrechocan varias esferas antitéticas y que transmite una imagen grotesca de lo sagrado:
VACA RABIOSA.-¿Pero sabe, acaso, lo que se propone ese marrajo? Aun dando de mano a la dormida, que no es para considerado, tampoco se puede tramitar el otro antojo. ¡Un confesor!...No estaría malo, que debe tener un disforme costal de pecados sobre su conciencia. ¿Pero dónde se encuentra un padre cura que aluego no lo divulgue y nos apareje un estropicio? (174)
El término "tramitar" pertenece al léxico del mundo burocrático, frecuente en el género chico de la época, y más precisamente en el sainete. Este mismo léxico se encuentra en el momento de la confesión:
EL SORDO DE TRIANA.-Por escapar del verdugo, ya no me quedó otro expediente que la vida relajada. (…) Padre reverendo, aquella hora negra me puso en el trámite de arrepentirme y de cambiar de vida.
Este tipo de interferencias desacraliza el objeto desplazado de su contexto habitual y lo rebaja a nivel del mundo material.
La profanación de lo sagrado se hace también, en el lenguaje verbal, por la presencia de expresiones y palabras que pertenecen normalmente a la esfera religiosa pero que cobran un sentido vinculado al mundo de los marginados y de la germanía:
VACA RABIOSA.-El hombre cabal, que tiene con otro un alzapié, lo busca donde sea, y por delante o por detrás le suministra el santo óleo. Es el consiguiente cuando al hombre se le pone una venda de sangre, y por algo se dice que es un soplo la vida… ¡Pero el berrearse y renegar de la cofradía, no hay ofuscación que lo justifique, caballeros! Esa mala faena pide pena de muerte. (175)
Esta réplica muestra el desliz que ha sufrido el sentido del vocabulario religioso: "suministrar el santo óleo" equivale aquí a "matar", y "cofradía", como voz de germanía, significa "junta de ladrones o rufianes" (DRAE). Además, la mezcla de expresiones populares y de cultismos–"ofuscación"- revela muy bien la dimensión carnavalesca de todo el auto para siluetas, que en esto reanuda con la tradición medieval de los autos antiguos, en los que sí iban mezclados los motivos religiosos con aspectos satíricos y lo popular con lo culto. Ahora bien, esa transgresión carnavalesca típicamente medieval –que se fue borrando poco a poco de los autos antes de reducirse al máximo en el auto sacramental- no solía rebasar los límites del anticlericalismo tradicional y no anulaba, ni mucho menos, el desenlace devoto del auto.
A este lenguaje verbal repleto de asociaciones insólitas y degradadoras se une un lenguaje escénico y una gestualidad que completan esta profanación. La actuación de las siluetas es claramente esperpéntica a lo largo del auto, como lo indican las acotaciones:
EL SORDO escupe despectivo. CARIFANCHO tira del cigarro y vierte el humo a estilo ceutí, bajo las narices del terne, que lo recoge con encubierto goce. El ruedo de bandoleros, al otro borde, apostilla y chunguea. (175)
El motivo del cigarro, recurrente en Valle-Inclán –y particularmente en el esperpento- como atributo de los malvados y canallas, refuerza el carácter picaresco del ambiente. Las muecas, los guiños y los gestos distorsionados completan este retablo grotesco. De este modo, el carácter ritual del auto sacramental queda rebajado por la actuación de esos títeres: si la importancia de la dimensión gestual es común al auto tradicional y al auto moderno, en éste sufre una degradación tremenda porque lo ritual se destaca por lo grotesco de los gestos marionetizados de las siluetas. La profanación del carácter ceremonial y ritual del auto sacramental alcanza su clímax en la escena de la tonsura.
3. Perspectivas metatreatrales.
Igual que en la comedia y el auto calderoniano, la metáfora del teathrum mundi aparece en el auto para siluetas, en el que se recalca el carácter falaz y fatuo de las relaciones humanas. A lo largo de la obra, se reiteran en las acotaciones los verbos y las expresiones que remiten al simulacro y al disimulo, y se destacan sobre todo los frecuentes "guiños" de los bandoleros: “Carifancho, con un guiño, cambia de terrenos y le vocea” (176), "La envía por los aires el compadre, y al vuelo la recibe el otro, que, luego de darle un tiento, guiña el ojo, socarrón, arrimándola a la boca del señor Frasquito Manchuela.(…)" (177) Todos aparecen, pues, como unos farsantes. El lenguaje y la actuación de los personajes los presenta como los participantes de un espectáculo. El sacramento de la confesión da pie a una escena de teatro dentro
del teatro, en la que los personajes tienen que improvisar. La actuación de Padre Veritas, recibiendo la tonsura y haciendo de sacerdote constituye todo un juego metateatral de improvisación, que se destaca aún más mediante unas acciones típicamente improvisadas, como lo es el hecho de sacar oportunamente un duro para hacer una tonsura. En este momento, el espectador asiste así una verdadera escenografía que se equipara con una corrida de toros. El léxico taurino recorre en efecto toda lo obra y las acotaciones insisten en que los bandidos circundan al preso, formando un círculo que equivale al redondel de una plaza de toros: -”el ruedo moreno de los caballistas” (173), “la rueda brigantona” (174), “el ruedo de bandoleros” (175), “el pasmo de la oscura rueda” (186). La metáfora tauromáquica llega a su colmo cuando el Padre Veritas recibe la tonsura, durante la cual la administración del sacramento se iguala con un espectáculo de lidia:
VACA RABIOSA.-A ver cómo empapas el morlaco en el engaño y le haces cantar.
PATAS LARGAS.- ¡Que no te ganas una silba si no lo atoreas como el propio Padre Santo!
PADRE VERITAS.- ¡Ya se verá! Vais a obsequiarme con las dos orejas y el rabo. (…) (179)
Si la tonsura representa normalmente la renuncia a las mundanidades y a los placeres materiales y carnales, aquí este sentido sagrado se invierte por completo. Los elementos carnavalescos, como el duro que sirve de patrón para hacer la tonsura, subvierten el rito e incluso lo convierten en un pretexto para poner de realce los talentos de barbero de Pinto Viroque. Igual que en una lidia de toros, se trata de “lucir”, como lo indican las dos órdenes de Padre Veritas: “Lúcete, Viroque.”, “¡Lúcete, niño!” (179). En esta escena, el uso de la luz refuerza esta dimensión espectacular y fanfarrona: si en otros momentos de la obra, la luz es muy tenue y apenas permite percibir las siluetas en el fondo de oscuridad, aquí es el mismo personaje quien la ordena no sólo para tener más visibilidad, sino para brillar y darle un poco de barniz al acto profanador, actuando igual que un toreador que viste el traje de luces:
PADRE VERITAs.- (…) Hazme la tonsura, hermano Viroque. Hijo Carifancho, sostén en alto la linterna.
PINTO VIROQUE.-Levanta la luz, hermano Carifancho. (179)
Lo que quiere el Padre Veritas es “lucir” lo más posible, como lo evidencia además la expresión que emplea Pinto Viroque: "A más de uno tengo esquilado para pintarla en el charní" (179), es decir para tener éxito y llegar a ser alguien en la vida. La confirmación de que el espectador asiste a una representación de teatro dentro del teatro viene confirmada por una acotación que precede la confesión y que subraya el carácter grotesco de la actuación:
La ristra de tunos (…) apostilla con guiños guasones la confesión del Sordo de Triana. El Padre Veritas, levantaba las palmas abiertas, arrestándoles con patética ramplonería de santo en corral de comedias. (183)
III. El auto para siluetas como figuración de la alienación.
1. Fracaso del desengaño y espejo cóncavo.
Desde el principio de la obra, todo está hecho para poner de manifiesto el tratamiento paródico de un motivo barroco fundamental, que es el del reflejo, que se asocia lógicamente con el del espejo. A este respecto, la primera acotación constituye un verdadero cuadro que retoma el vocabulario y los lugares comunes de las descripciones del decorado del auto sacramental:
Sorda disputa que alumbra una tea con negro y rojo tumulto: Las cristalinas arcadas se atorbellinan de maravillosos reflejos, y el esmalte de una charca azul tiene ráfagas de sangre. (…) Sobre el límite de la charca, el bulto de un hombre se acerca bordeando el añil estremecido de tornasoles. Se revela tras el ojo de una linterna. Diluvio de iris cae de las cristalinas arcadas sobre el oscuro ruedo. (174)
Las dos ocurrencias de la expresión “cristalinas arcadas” remiten inmediatamente al modelo calderoniano, en el que tanto el adjetivo “cristalino” como el motivo del arco son recurrentes.Ahora bien, en el auto sacramental, dicho motivo aparece bajo la forma del arco iris que simboliza la penitencia y la consiguiente salvación del pecador arrepentido. Según la simbología tradicional, "l´arc-en-ciel est chemin et médiation entre l´ici-bas et l´au-dessus. Il est le pont qu´emprunte dieux et héros entre l´autre monde et le nôtre. (…) De façon plus explicite, la Bible fait de l´arc-en-ciel la matérialisation de l´alliance."
Esta representación simbólica es la que se transmite en el auto sacramental, como lo muestra el ejemplo siguiente:
MÚSICA Pues el Hombre confiesa su culpa
Y arrepentido me pide perdón
(¡oh Penitencia!), pues eres el Iris,
Acude volando a darle favor.
(Los encantos de la culpa, III, 826)
En Sacrilegio, el personaje-arco que sirve de puente entre el pecador y la instancia divina es el padre Veritas, cuya configuración grotesca y pícara cuestiona seriamente la eficacia del proceso de penitencia. Además, el símbolo ya no aparece en un mundo de héroes y dioses, sino en un mundo de fantoches y en el cual los valores trascendentes van mezclados con la mentira y el engaño. Buena prueba de eso es que, de inmediato, este cuadro suntuoso típico de la estética especular y espectacular del auto sacramental, queda rebajado con la aparición
del Padre Veritas -”achivado, zancudo, barbas capuchinas, muchos escapularios al pecho, sayal de ermitaño” (173)- que desentona en este decorado y lo hace absurdo. Esta apariencia grotesca y lo exagerado de la descripción pervierten los valores de devoción y de recogimiento a los que podría aludir una fisonomía encorvada. La fealdad y torpeza del personaje reflejan más que nada su mezquindad y sus intenciones ocultas. Las palabras y la actuación del tal personaje van en contra de las expectativas creadas por ese decorado y, más precisamente, por las arcadas que simbolizan “une victoire sur la platitude charnelle” (Chevalier; Gheerbrant: 73). O sea que se anula la simbólica tradicional del auto que aquí se vacía por completo y resulta absurda, antitética, dado el contexto en el que aparece.
Si los elementos minerales del decorado entroncan directamente con el tema del reflejo presente en el auto sacramental, este tema no funciona del mismo modo en el auto moderno. Por una parte, este tipo de cuadro refinado y hasta culterano correspondía, en Calderón, a una voluntad de pintar las engañosas apariencias efímeras del mundo material, para contraponerlas a las verdades eternas del mundo divino. En Valle-Inclán, semejante práctica se altera puesto que ninguna trascendencia se opone a este cuadro ilusorio que, además de desentonar con el carácter grotesco de las sombras fantasmagóricas, anuncia de algún modo el comportamiento falso y embustero de los ocupantes del decorado.
Pero todavía no hemos apurado el alcance subversivo de esta primera acotación. En el auto sacramental, también se asociaba el reflejo con la etapa imprescindible del desengaño, o sea con el momento esencial que permitía al Hombre salir de su ceguera y darse cuenta de lo ilusorio del mundo que lo rodeaba. En El gran mercado del mundo, el personaje llamado Desengaño vende un espejo. En Sacrilegio, todo queda trastornado y degradado, como lo indica ya la acotación mencionada: el mundo material se va a reflejar en una charca, que es la inversión grotesca del espejo del auto calderoniano y pervierte su papel tradicional y su funcionamiento en el desarrollo ascensional del argumento, puesto que se trata de un espejo deformante y cóncavo que va a degradar aún más a los seres que se miren en ella.
La escena de la tonsura evidencia esta imposibilidad del espejo destinado a provocar el desengaño. Precisamente el espejo es lo que falta y, sin saber hasta qué punto está en lo justo en este momento, Pinto Viroque afirma: “Lástima no tener un cachito de espejo para que pudieras verte.” (180) Y, en efecto, será la charca la que va a suplantar al espejo, pero sin permitir el desengaño habitual:
EL PADRE VERITAS, puesta la linterna en alto, se mira en el espejo de la charca, y el ojo de la linterna le mete su guiño sobre la tonsura. Sintió cubrírsele el alma de beato temor, frente al reflejo sacrílego de su imagen inmersa, sellada por un cristal, infinitamente distante del mundo en la cláusula azul de la charca, el ojo de la linterna como un lucero sobre la tonsura de San Antoñete. (182)
La etapa del desengaño, convocada por el motivo del reflejo que asusta al pecador, sólo emerge para anularse en el acto y mostrar con más impacto todavía la incapacidad del personaje para encaminarse por la senda del Bien: a pesar de que le sea dado contemplar este "reflejo sacrílego", el Padre Veritas seguirá rodando por la vertiente del abismo, llevando a cabo la confesión. Además, la descripción de esa etapa se hace con una modalidad grotesca -reforzada por el "guiño" de la linterna que se relaciona con el "guiño" característico de la actuación esperpéntica-, lo que acaba de arruinarla. Amén de eso, aparece otro nivel de metateatralidad con la representación del personaje que vacila entre propia realidad (ficticia) de bandido, y su papel de padre confesor recién forjado.
En este momento, el movimiento ascendente del auto sacramental queda definitivamente sustituido por un trayecto descendente, simbolizado por el gesto de Carifancho que, justo antes de que empiece la confesión, “apaga la antorcha en la charca”. Este gesto indica una vez más la subversión, e incluso la inversión del modelo calderoniano, puesto que en éste la antorcha solía apagarse al principio de la obra para simbolizar el caos inicial que sería sustituido luego por el restablecimiento del orden y de la armonía entre Dios y el Hombre librado de las fuerzas del Mal. Este símbolo se encuentra por ejemplo, junto con el decorado de la cueva, en el auto La vida es sueño. En este auto, nos dice Varey, “se descubre la cueva, donde aparece el Hombre vestido con pieles y la Gracia a su lado; ésta lleva una antorcha en la mano que simboliza la posibilidad de elegir entre el bien y el mal (…)”. En Sacrilegio, se establece así una correspondencia paródica y grotesca entre el personaje de la Gracia y Carifancho, que a su vez lleva la antorcha y que, al apagarla, revela una vez más la imposibilidad de que surja el Bien en ese ámbito de tinieblas. Si los personajes no son capaces de salir de la oscuridad de la cueva para ver la luz de la verdad, ¿qué ocurre a nivel del espectador?
2. Visión barroca del teatro como cueva platónica.
Además del juego paródico que remite a una subversión de tipo intertextual, Sacrilegio es también una obra satírica, con lo cual se establece una relación conflictual no sólo con respecto a un texto, sino también con respecto a la sociedad circundante y a sus códigos. A través de los distintos niveles de representación que implica el desarrollo de la acción de Sacrilegio, se instaura una dimensión reflexiva que obliga al espectador a mantener una actitud de distanciamiento crítico frente a lo que ve. En Sacrilegio, la intertextualidad con el auto sacramental, la presencia del teatro dentro del teatro -la escena de la tonsura y la de la confesión-, y la improvisación que caracteriza la actuación de las siluetas son tantos recursos metateatrales que permiten una mayor implicación del público:
Tous ces procédés ont pour résultat que le spectateur est invité à une participation plus active, c´est-à-dire à une activité réflexive plus grande pendant le processus de la réception. Ainsi, lorsque s´efface les frontières fictionnelles, le spectateur (lecteur) est contraint à réfléchir sur son propre statut ontologique dans un monde où la réalité est instable et relative (…). Il est incité à entretenir avec l´univers social représenté une relation distante et critique (…).
En Sacrilegio, esta necesaria reflexión ontológica está también subrayada visualmente mediante un procedimiento común al auto valleinclanesco y a la tradición barroca: la equiparación del espacio teatral con una cueva platónica, evidenciada por la configuración del espacio escénico en el que aparece una cueva. Souiller subraya en efecto "l´abondance des références à cette caverne allégorique et archétypique dans l´œuvre de Calderón, soit directement par le biais de la disposition d´une grotte sur la scène même (…) soit, implicitement, au moyen d´images poétiques ou d´équivalents métaphoriques." (266) El teatro, pues, se asimila a una cueva en la que se encuentra el espectador durante el tiempo de un espectáculo encaminado a representarle y a hacerle consciente del carácter ilusorio del mundo que lo rodea y del peligro de las apariencias. Esta dimensión necesita y arranca también del uso fundamental de la luz que caracteriza el teatro barroco. En Valle-Inclán, el teatro de sombras acentúa esta concepción del espectáculo, puesto que la luz está en el centro del aparato escénico, y de ella depende lo que va a surgir ante los ojos del espectador. El espectador se encuentra así en la posición misma del preso de la cueva platónica que tiene que contemplar una danza de sombras proyectadas en una pantalla.
A través de este baile de fantoches, se le ofrece al espectador la imagen especular de su propio universo, que no es sino un gran teatro en el que desfilan unos farsantes. Ahora bien, en el auto sacramental y en el teatro barroco en general, la concepción del mundo como teatro venía sublimada por la seguridad de encontrar una vía escapatoria en un más allá espiritual y divino: (…)
Si l´homme baroque reste attaché à l´idée que le monde n´est qu´un théâtre, cette vue pessimiste reste néanmoins soumise à la croyance en la réalité absolue de Dieu. En effet c´est surtout le théâtre espagnol de l´époque, celui de Cervantes, de Calderon et de Lope de Vega qui met en scène la conception d´une puissance suprême, une puissance qui tient les hommes comme des marionnettes, et les fait jouer leur drame de l´être et du paraître. Dans cette perspective, le théâtre –ainsi El Gran Teatro del mundo de Calderonn´est qu´une affirmation artistique des faits théologiques qui fondent le dogme du salut et de la grâce au seizième et au dix-septième siècles. Les protagonistes tragiques de ce théâtre, victimes des illusions terrestres exprimées dans les jeux de miroir peuvent mourir avec la certitude du salut dans la vie éternelle. (Schmeling: 19)
Por supuesto, esta perspectiva redentora queda totalmente ausente en el auto para siluetas en el que la comedia de la vida desemboca en un final aciago.
De modo que, si el auto sacramental propone una solución teológica para escapar de la ordinariez del mundo terrestre, de los intereses materiales y los instintos mezquinos, el auto para siluetas adopta una actitud despiadada y se limita a representar ese teatro del mundo valiéndose de la luz y del claroscuro para figurar las consecuencias de la ruindad de esas siluetas que les lleva a alienarse mutuamente y a perder el control de una realidad contaminada por unos principios que les son ajenos. El auto moderno representa, pues, el cortocircuito que se produce cuando se aplican los dogmas cristianos en un ámbito social degradado que los profana. Esta incompatibilidad degrada tanto a estos dogmas como a los que intentan perpetuarlos: “El Sordo de Triana, vendado, esposado, enconado, reniega absurdamente, ajeno a cuanto ocurre en torno (…).” (181)
La yuxtaposición de dos palabras que se completan –“absurdamente” y “ajeno”- revela este desajuste alienante entre el personaje y el ritual en el que está actuando. Sólo se trata de recitar errónea y mecánicamente unas lecciones aprendidas en las sesiones de catequismo u oídas en alguna parte: "Me suena que los grandes arrepentidos, para ser más edificantes, perdonan a sus enemistades." (185) La expresión coloquial "me suena que" evidencia esa mera repetición de un discurso ajeno desprovisto de toda profundidad La alienación producida por unos códigos caducos y absurdos va a manifestarse ante los ojos del espectador mediante los recursos del teatro de sombras.
3. El teatro de sombras como recurso idóneo para figurar la alienación.
El teatro de sombras o de siluetas puede dar pie a unas estilizaciones muy variadas. En las acotaciones de Ligazón, el primer auto para siluetas, se mantiene una separación entre las siluetas y cada una viene claramente recortada sobre la pantalla. En Sacrilegio, este tipo de indicaciones resulta minoritario y sólo se recalcan los contornos de la silueta para enfatizar su ruindad y su vileza: el Padre Veritas “se revela tras el ojo de una linterna” (173), el Sordo de Triana “inmoviliza su magra figura en un nicho” (174). Como se ha visto ya, la presencia de la luz se intensifica para iluminar las acciones sacrílegas y acentuar la reducción de lo sagrado a la dimensión de un mero espectáculo popular.
El proceso mediante el cual las siluetas resultan nítidamente recortadas y bien delimitadas entre sí es sin duda más propio del primer auto para siluetas. En Sacrilegio, los recursos lumínicos y el teatro de sombras corresponden a una voluntad de estilización distinta, pues parecen más bien utilizados al revés, precisamente para confundir las siluetas y proyectar una masa informe. Los personajes pierden por completo su materialidad y corporalidad, no sólo por ser siluetas, sino también porque estas siluetas tienden a diluirse en la oscuridad. Como lo dice Cueto Asín, “las figuras coinciden y se yuxtaponen al escenario, la arquitectura, la naturaleza, los objetos y otras figuras, desapareciendo tras (o frente) a él como si el entorno los asimilase.” La autora propone el ejemplo siguiente: “En Sacrilegio, la cueva es en ocasiones como una puerta de fondo que se traga a las figuras:”Por el halo de la luna enfilan la boca del silo, doblándose con escorzo de acecho”. (Cueto Asín: 98) De esta manera, el espacio se hace casi unidimensional. La fusión de la silueta y del entorno tiene lugar, además, en un momento clave, cuando está a punto de empezar la confesión y acaba se apagarse la antorcha, hecho cuyo alcance simbólico se ha mencionado ya. La extinción del foco de luz desemboca en esta “unión molecular” entre los seres y el entorno, reforzando la falta de distinción entre los cuerpos y el entorno. Esta continuidad constituye la figuración perfecta del caos, del mundo amorfo e infinito en el cual todo está unido.
A veces, el desvanecimiento y la asimilación de la silueta por la oscuridad que la circunda se producen por la obstrucción del foco de luz: el humo del cigarro, de la tea y de la pólvora final hacen todavía más difícil y borrosa la visualización de la silueta, mostrando así cómo éstas se siguen hundiendo en el caos, en vez de salir de él. El análisis de los matices que se hacen en torno a la luz y la oscuridad permiten comprobar, pues, cómo el auto para siluetas se sirve de estos recursos para ir a contracorriente del auto sacramental, invirtiendo su desarrollo usual.
Estos elementos que interfieren con la luz aparecen generalmente en un momento significativo y se vinculan a menudo con un proceso de deshumanización y de alienación. Así ocurre cuando Carifancho presiona al Sordo para que se confiese: “El señor Frasquito acentúa su gesto de vinagre, bajo el negro tachón de la venda que le tapa los ojos. Carifancho, por acabar de domesticarle, le pone el cigarro en la boca.” (176)
Al final de la obra, esta dilución de las siluetas se produce con el humo de la pólvora: “El trueno de la pólvora retumba en la cueva. El humo oscurece las figuras atónitas sobre el espejo de la charca.” (186)
A veces esta dilución de la silueta en la nada se refuerza de manera acústica: “La voz, naufraga y ciega, se dilata con profundos círculos superados de influjo geomántico.” (182)
El teatro de sombras permite además figurar el impacto nefasto y alienante que ejerce cada personaje sobre su prójimo: el proceso de alienación se refleja también cuando la silueta pierde sus contornos propios y llega a formar una sola figura indisociable con las demás. Esta forma de proceder permite figurar cómo estos fantoches se hunden mutuamente en esa gran mascarada canallesca que nos presenta el auto. Al final de la obra, esta alienación mutua alcanza su paroxismo y se manifiesta visualmente: “La tropa de caballistas, con pasmo, recalca su bulto sobre el espejo de la charca, avanza con inadvertido movimiento sonámbulo.” (184) No deja de ser sorprendente la asociación de varios sujetos –en este caso los caballistas- con un atributo en singular –“su bulto”- o sea que estos seres han perdido su singularidad e individualidad por arrastrarse en este círculo grotesco de la degradación moral, lo que viene puesto de relieve gracias al teatro de sombras que permite no distinguir más entre las figuras y diluirlas en un todo cuando su ruindad ha llegado a su colmo.
De paso, hay que señalar también la doble aparición de la palabra “pasmo” en las dos acotaciones finales, palabra que pertenece al vocabulario del auto sacramental, pero que suele remitir al sentimiento profundo que siente el Hombre cuando se aproxima la revelación de la Gracia divina. Este pasmo se asocia, pues, con la solución teológica en la que desemboca todo auto sacramental para poner término a la comedia social y alcanzar las verdades profundas. En Valle-Inclán, esta solución queda sustituida por el crimen del Capitán de los bandidos, que ataja la confesión de El Sordo y lo mata diciendo: “Si no le sello la boca, nos gana la entraña ese tunante.” Curiosamente, la silueta del Capitán es la única que se resguarda y que permanece a salvo de la fusión con el entorno por la que se borran las siluetas de los demás personajes. En efecto, este personaje "queda destacado en el pasmo de la oscura rueda." (186) Por supuesto, esta postura puede deberse a una mera necesidad técnica, pues se requiere para que el público pueda ver el crimen con nitidez. Pero si vamos más allá, quizás sea posible relacionar el estatuto privilegiado que mantiene el personaje sobre los demás con su gesto final. Partiendo de esa suposición, parece posible interpretar este crimen a nivel metafórico. Puesto que en Valle-Inclán, las verdades y ciertas claves de interpretación de la obra suelen aparecer en boca de los malvados, la actitud del Capitán así como su réplica que cierra la obra pueden ser representativas de la posible y enigmática solución que preconiza el auto para siluetas. Ya no se trata para el espectador, al igual que en el auto calderoniano, de identificarse con el Hombre y su destino, sino de distanciarse de lo que ve en la escena, de matar a esos tunantes que son los actores que dan gato por libre, adoptando así una postura más propia del espectador de una comedia o de un esperpento para no dejarse llevar y conmover por el carácter empalagoso, melodramático y engañoso de una actuación teatral que lo condenaría a un mundo de ilusión y de engaño perpetuo.
A modo de conclusión…
Con la configuración de los personajes como siluetas, Valle-Inclán prolonga y lleva hasta sus últimas consecuencias la estética del esperpento. En sus autos para siluetas, el teatro del mundo ya no queda rebajado tan sólo a un teatro de títeres, sino también a un teatro de seres inconsistentes y cuyos contornos se desdibujan y se esfuman por medio de los recursos lumínicos, con lo cual se refleja plástica y visualmente la versatilidad de sus instintos y su inconsistencia. El auto para siluetas representa la comedia del hombre que se gobierna según unos códigos que no le corresponden y que, por tanto, lo alienan tanto como él los aliena.
El juego intertextual e intercultural con el auto sacramental permite crear una forma teatral nueva que se nutre de los esquemas anteriores y que altera las formas tradicionales de recepción: a través de una confrontación dialéctica del modelo anterior con su reescritura, el público puede descifrar un sentido nuevo que se le sugiere a partir de los distintos niveles metateatrales que se insertan en la obra como tantos guiños que dirige el dramaturgo al espectador para incitarle a descifrar un asunto nuevo, disfrazado en una representación construida a partir unas de preocupaciones ontológicas específicas.
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Notes