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Del deseo al desencanto: brillo y sombras de la generación de la Transición, a través de dos novelas de Rafael Chirbes, «En la lucha final» (1991) y «Los viejos amigos» (2003)

Par Lirios Mayans : Docteure, professeure en CPGE, filière littéraire - Lycée Chateaubriand, Académie de Rennes.
Publié par Elodie Pietriga le 23/06/2025

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[Article] En la producción narrativa de Rafael Chirbes, destacan dos títulos, ((En la lucha final)) y ((Los viejos amigos)), por compartir paralelismos significativos, hasta el punto de que, con un intervalo de diez años, ambas pueden leerse desde una perspectiva dialéctica: la primera plantea una serie de interrogantes que resuenan con fuerza en la segunda novela. ((En la lucha final)) es una novela escrita en 1991. Del relato emerge la presencia de una nueva clase social que se está forjando en el Madrid de los años 80 y cuyo valor predominante (aunque valdría decir único) es el acceso rápido a la esfera del poder. En ((Los viejos amigos)) (2003) volvemos a Madrid, pero 20 años después. Entonces, ¿qué ha ocurrido entre una y otra novela? ¿En qué dirección ha evolucionado la generación de Rafael Chirbes a través de estos dos títulos? ¿En qué han quedado los proyectos y las ambiciones de juventud, cuáles han sido las consecuencias de su acceso al poder, qué legado le dejan en herencia a la generación que le sigue?

Rafael Chirbes en 2008 © Ch. Bini

Rafael Chirbes en Corbas en 2008
© Ch. Bini, todos los derechos reservados
 

Introducción

Uno de los aspectos más significativos en el conjunto de la producción narrativa del escritor valenciano Rafael Chirbes (1949-2015) es su coherencia. Sus obras de ficción pueden leerse como una gran novela troncal que se despliega en múltiples ramificaciones y que tiene como eje federador la generación que protagonizó la Transición Democrática en España y a la que él mismo perteneció: heredera de una guerra que no vivió, depositaria de la cultura de la dictadura franquista, artífice, en fin, de la orientación ideológica y política que la democracia abrazaría en la España de los años ochenta.

A través de una red de personajes que, de novela en novela, va condensándose, Rafael Chirbes esboza una meditación profunda sobre la responsabilidad que tuvo su generación en el devenir de la sociedad española contemporánea. Sin embargo, no se trata tanto de exponer o de examinar la causalidad entre las decisiones tomadas y el contexto que las envolvía, sino de cuestionar la contingencia de tales elecciones para desvelar cómo algunos de los miembros de esa generación, haciendo gala de una mala fe sartriana, optaron por una vía que inevitablemente empujaría a la sociedad española hacia una situación de crisis total, años más tarde. Estos dos tiempos (aquél en que se toman las decisiones y aquél en que se verifican sus resultados) son minuciosamente descritos en dos novelas de Rafael Chirbes, distanciadas por un lapso de diez años: En la lucha final y de Los viejos amigos, publicadas en 1991 y 2003 respectivamente.

La primera de ellas se halla descatalogada hoy a petición del propio autor; la segunda suele ser asociada por la crítica a las dos novelas que la preceden, La larga marcha (1996) y La caída de Madrid (2000), componiendo con ellas una suerte de trilogía sobre la Transición aunque, paradójicamente, la acción de ninguna de estas obras ocurre durante este período ((“Ésta es novela desembocadura de un río que había discurrido en las dos novelas suyas anteriores, La larga marcha (1996) y La caída de Madrid (2000), por la historia política y social de la posguerra y la transición que se inicia con la muerte de Franco, y forma con ellas el final de lo que podría considerarse temáticamente y estilísticamente (sic) como una trilogía.” (Pozuelo Yvancos, 2003))).

El situar la obra ficcional de Rafael Chirbes bajo el prisma de la continuidad permite considerarla menos como una sucesión de episodios cronológicamente conectados que como un juego tenso y complejo de correspondencias que todas las obras mantienen entre sí. Por ello, es de interés contrastar las dos novelas aquí propuestas, ya que existe entre ambas un sistema de ecos y de resonancias que invita a una lectura comparada de ambas. Veremos, así, que la primera obra plantea interrogantes que parecen amplificarse y resonar en la segunda.

En la lucha final ((Esta novela será designada, en las citas que se refieren a ella, por las siglas ELLF. La paginación corresponde a la edición de Anagrama (1991).)) es la segunda novela publicada de Rafael Chirbes, después de Mimoun (1988). Se trata de una obra extraña, cuyo título, al emular el estribillo de La Internacional, convoca en realidad una lectura antifrástica de tal fórmula. En ella se ensayan diversas técnicas y voces narrativas (en su mayoría, intradiegéticas), que van nutriendo el fermento de una poética futura. Como si de un laboratorio de escritura se tratara, la novela practica una estética de la dispersión; ensayo de una estética narrativa que este escritor perfeccionará en las novelas posteriores, y preludio de la desolación en que todos los personajes chirbesianos irán sucumbiendo. La diégesis se desarrolla en Madrid, a finales de los años ochenta. Un grupo de personajes, reunidos en torno a la pareja formada por Amelia y Carlos, integra los rangos de una nueva élite social, que, liberada de toda ganga ideológica, se obstina por alcanzar las altas esferas del poder y por mantenerse en ellas, sea cual sea el precio. Antiguos militantes de la izquierda antifranquista, sus sueños de juventud se han visto suplantados por una voluntad feroz de ascensión social, y ello les empuja a subir despiadadamente una escalera cuyos peldaños van volviéndose, conforme se acercan a la cima, estrechos y excluyentes. El regreso de uno de sus antiguos compañeros, Ricardo Alcántara, bajo los rasgos de un escritor exiliado obstinado en alcanzar la fama con una novela extraordinaria que él ha plagiado, provocará un cataclismo en el grupo. Algunos años más tarde, Rafael Chirbes explica: "El protagonista de la novela es Roldán ((Rafael Chirbes se refiere a Luis Roldán, director de la Guardia Civil entre 1986 y 1993, acusado de haberse enriquecido gracias a la prevaricación de fondos públicos.)) y sus muchachos media docena de años antes de que lleguen." (Barjau y Parellada, 2013, 17)

En Los viejos amigos ((La novela será designada, en las citas que se refieren a ella, por las siglas LVA. La paginación corresponde a la edición de Anagrama (en la serie “Compactos”, 2008).)), la acción transcurre igualmente en Madrid, pero 20 años después. La novela se compone de quince secuencias, sin marca tipográfica que las ordene, que corresponden a monólogos en primera persona (a excepción de uno, asumido por un narrador heterodiegético) de seis personajes diferentes. Estos personajes han sido convocados a una cena conmemorativa, en homenaje a su militantismo juvenil. Cuatro de ellos se reencuentran tres décadas después; otros cinco personajes se suman a la cena, aunque no alcanzan el estatuto de narrador. Rápidamente, la comida vira hacia el desencuentro y alza una frontera neta entre los que piensan haber logrado su vida y los que la han malogrado (“los vencedores” y “los fracasados”, según la terminología de López Bernasocchi y López de Abiada, 2011, 230, 235).

Los personajes, confinados en sus monólogos, no dialogan; su soledad es flagrante y la noche se termina por una despedida general que no garantiza la reconducción de sus relaciones. Las voces narrativas, aisladas y discordantes, producen incluso las premisas de una polifonía disonante, casi una cacofonía que traiciona, brutalmente, la disarmonía, la dislocación y el trastorno de sus existencias. Muchos de los personajes de esta novela han conformado y se han integrado en esa clase social de los 80 que aparecía en ciernes en En la lucha final: mismos nombres, o nombres que varían sensiblemente, personajes cuya trayectoria vital parece escribirse asombrosamente en la prolongación de los personajes de la primera novela. Como explica Nathalie Sagnes-Alem:

Los personajes de En la lucha final se llaman Carlos, Pedro, Amelia o Amalia como los de Los viejos amigos. Tienen itinerarios de vida diferentes, no son ellos, pero bien podrían ser ellos. (Sagnes-Alem, 2012, 104)

“Todo fue un engaño” (LVA, 183), constata con amargura uno de los participantes en la cena. Esta aserción sirve como piedra angular para examinar las correspondencias que median entre ambas novelas. Así, si la primera explora las condiciones a partir de las cuales arraiga un sistema social de cimientos inestables, la segunda confirma no sólo la labilidad de tal sistema, sino sobre todo sus consecuencias devastadoras en el devenir de los individuos. En ambas, su autor ensaya unas estratégicas semánticas, temáticas y estéticas que apuntalan, junto con los otros textos, un proyecto narrativo sólido y complejo.

I. Del sueño de revolución a la resaca postrevolucionaria

De entrada, el eje en torno al cual gravitan casi todos los personajes, durante su juventud, es la revolución, como móvil y como meta. En los últimos años del franquismo, la lucha revolucionaria se perfila como un elemento consustancial a los jóvenes. En ambas novelas, casi todos los personajes transitan por un periodo que está marcado por un compromiso político activo e intenso. Rita, personaje de Los viejos amigos, se dice a sí misma, años después: “Fuimos así porque los tiempos eran así […] nosotros, con el franquismo de por medio, fuimos clientes naturales de la revolución” (LVA, 59).

No obstante, no todos contemplan el militantismo desde un ángulo similar; el grado de participación varía de unos a otros y, por lo general, éste se ve fuertemente condicionado por la pertenencia social o familiar. Así, como ya ocurriera en La larga marcha o La caída de Madrid, la diferencia de clase es determinante a la hora de definir el compromiso que cada personaje adopta en los espacios del activismo político. Entre los jóvenes de extracción social humilde, la lucha revolucionaria estructura y ritma la práctica totalidad de su día a día. En cambio, para los vástagos de la burguesía, la revolución es más bien el resultado difuso de una amalgama entre ideología, discurso o pose. Si para los primeros, la postura revolucionaria puede implicar un riesgo, para los segundos, se trata solamente de actitud.

[Rafael Chirbes] expresa una realidad, una fisura en la España franquista: el poder del dinero por encima de las ideologías, pero así mismo la convicción de clase, de que la pertenencia a un alto estrato social confiere a las acciones de sus miembros un toque de inocencia, de inocuidad, al tiempo que postula el natural y evidente retorno al origen, a la casta. (Ibáñez-Ehrlich, 2006, 66)

En efecto, si los primeros subordinan cada uno de sus gestos a la lucha por un mundo más justo, para los segundos la experiencia revolucionaria es un atributo, entre otros, que podrán esgrimir para cincelar más tarde los contornos de su personalidad social.

Dicho esto, la inquietud revolucionaria se vislumbra, sobre todo en Los viejos amigos, a través de una retórica imprecisa y excesiva, en la que se confunden sistemáticamente lucha armada con poesía, justicia, libertad, belleza, política, literatura o sexo:

La adolescencia: Pedrito leyendo a Baudelaire y unos folletos que le traía en el doble fondo de la maleta y le traducía del alemán una novia de Hamburgo que se echó en Denia; folletos que daban indicaciones acerca de cómo confeccionar explosivos; poesía y revolución, la poesía un arma cargada de futuro; la revolución, un acto de amor. (LVA, 11)

José María Pozuelo Yvancos plantea la experiencia revolucionaria descrita por Rafael Chirbes en los términos que siguen:

[Una] aventura revolucionaria, que tampoco fue demasiado, y que se desarrolló mucho más en ideales, proclamas, pósteres del Che, reuniones, alguna escaramuza con la policía en la Universidad, y por supuesto todo un abanico de señas de identidad colectiva en hábitos sexuales, lecturas y referencias políticas que Chirbes convierte sin piedad alguna en máscara de un fetiche. (Pozuelo Yvancos, 2003)

La exuberancia retórica viene a compensar la ausencia de un programa político, económico y social claramente sistematizado. No hay una respuesta diáfana ante la pregunta ¿qué y para qué es la revolución? Dicho de otro modo, la revolución aparece como una especie de deseo esperanzado y definitivamente cándido que asegura el advenimiento de una sociedad mejorada y superior, aunque no se sepa muy bien cómo llegar a ella: “La revolución, un excitante, supremo alucinógeno; y también uno de esos cuadros que representan el fin del mundo, el juicio final, el instante en que la llegada de la justicia lo pone todo patas arriba” (LVA, 12).

La alusión a uno de los motivos del apocalipsis, asociada en este fragmento con el recurso reiterado a figuras escatológicas ((“se abren las tumbas, la lápida tirada a un lado, y empiezan a salir esqueletos, esqueletos repentinamente en movimiento, […] esqueletos en agradable charla los unos con otros […], esqueletos que se han echado a correr, […], esqueletos que caminan se agachan trabajan para mostrar el juego de articulaciones de los huesos en cada movimiento.” (LVA, 12))), le confiere a la revolución soñada un carácter sacrificial, teleológico: la lucha es asumida como una suerte de voluntad intuitiva, como una pulsión de destruir lo establecido para dejar que de las cenizas emerja un orden nuevo, purificado, capaz de producir, después, una humanidad redimida de los vicios y de las taras del pasado. Por otra parte, el ejercicio de la revolución se caracteriza por un militantismo bulímico, en donde la urgencia de actuar solapa tanto la necesidad, la intención como la publicidad de tales actos:

Platos sin fregar en la pila, cabellos mal cortados y no siempre limpios, ropa sin gracia ni brillo, callejones malolientes, descampados, frío, o calor abrasador, libros desencuadernados a fuerza de pasar de mano en mano, con las hojas amarillentas y arrugadas, discusiones en un lenguaje sólo comprensible para los miembros de la secta, acidez de estómago a causa de las comidas escasas y mal cocinadas […]; una pesadilla aislada, que nada tiene que ver con la vigilia; un hueco, un insignificante e inocuo tumor sebáceo que le salió al país en una esquina del cuerpo y del que no llegó a enterarse casi nadie. (LVA, 149)

Paradójicamente, este frenesí se agota de manera fulminante. En Los viejos amigos, la célula revolucionaria no se sobrepone nunca a la represión: queda disuelta tras la intervención de la policía, el encarcelamiento de sus miembros, y es incapaz de recomponerse después. Ahora bien, la desintegración del grupo se produce sobre todo desde su interior y de la mano de uno de sus componentes, Narciso, hijo privilegiado de la burguesía franquista. La consistencia de este personaje resulta de una paradoja narrativa: mientras que su ausencia en la cena es notada por todos, su recuerdo lancinante emerge con insistencia del flujo de pensamiento de dos personajes (Pedro, Amalia); esto le confiere al personaje una afirmada presencia en la trama. En el único monólogo de la novela que le está dedicado, Narciso convoca la memoria de su juventud y justifica el rechazo de la acción violenta en beneficio del discurso ideológico, después de haber participado en un ataque con cócteles molotov que despierta en él miedo y repulsión. Para él, el propósito revolucionario implica una disolución del “yo” en una disciplina y proyecto comunes que ya no está dispuesto a acatar:

Esa violencia necesaria rompe lo íntimo, destruye la personalidad, convierte en un mártir a quien la practica, pero no es un mártir positivo, sino en un mártir que sacrifica su humanidad para convertirse en máquina: omito que el sacrificio verdadero de la revolución no es la privación, la disciplina, ni siquiera la tortura, sino el sacrificio del propio yo, dejar de ser persona, que ama sueña llora o teme, para ser máquina, motor efectivo. (LVA, 65)

Convencido de que para acceder a los espacios del poder vale más el logos y la negociación, este personaje busca refugio en la envoltura de un relato revolucionario en el que ha dejado de reconocerse (“le confieso a Pedrito que he mentido ante los miembros de la célula, que he dicho cosas que no creo”; LVA, 69), antes de delatar a sus propios compañeros, neutralizando de este modo cualquier tentativa de reconstitución del grupo. Así, mientras que el apellido de Narciso logra evitarle las desastrosas consecuencias de una detención, la represión se abate de manera ejemplar sobre los otros personajes y, particularmente, sobre su compañera de entonces, Amalia, embarazada de siete meses.

Al salir de su encierro, estos jóvenes son adultos desnortados. En En la lucha final, la recurrencia casi obsesiva de la perífrasis “hacer daño” revela tanto la fragilidad de los personajes como la necesidad de huir de toda fuente de malestar, metaforizada en el caso de dos personajes (Silvia, Ricardo) por un exilio de varios años. Sin embargo, su abatimiento no aparece tanto como fruto de la represión y el encarcelamiento, sino como efecto provocado por el regreso a la clase de origen de ciertos compañeros de barricada. Son ellos quienes, como Narciso, van a diseñar y pactar el advenimiento de la democracia, cancelando todo proyecto revolucionario y, en aras de un reformismo eficaz, imponiendo sobre sus antiguos compañeros un pesado silencio.

Tras la experiencia de la cárcel, los personajes renuncian a la revolución y encarrilan su deseo de cambio hacia otros cauces, más suaves, mejor sublimados; en todo caso, coherentes con las transformaciones sociales de principios de los años ochenta. El horizonte democrático se abre y anima a estos jóvenes a barajar todo un abanico de compensaciones negociadas que maquillan y subliman el fracaso que supone, en realidad, el fin de la lucha.

II. El afán por permanecer en la sociedad de bienestar

La muerte de Franco acelera la renuncia a la revolución como proyecto tangible y real: de manera casi instantánea, las inquietudes por un cambio de sociedad son canjeadas por el afán obsesivo de ser y estar en la flamante sociedad que la llegada de la democracia inspira. De entrada, el final de la dictadura hace posible una idea de libertad a la que estos jóvenes adultos, ahora en capacidad material e intelectual para integrar las esferas del poder, van a aferrarse compulsivamente. Se produce, entonces, un desplazamiento semántico que destierra la libertad, desde el ámbito de los valores éticos hacia el terreno de una acción pragmática e individual: dicho de otro modo, la libertad deja de defenderse como principio moral y social para reducirse a una mecánica de consumo individual. Carlos, personaje de En la lucha final, recuerda la estrategia de seducción puesta en marcha para atraer hacia él a su compañera Amelia: “‘Le enseñé el valor de las cosas buenas y picó. Dejó todas esas reuniones de lesbianas que se hacen pasar por feministas’, decía. Y, en otras ocasiones, ‘le compré la inteligencia’”. (ELLF, 42).

Después de haberse reivindicado como anticapitalistas, estos jóvenes se convierten en los promotores de un liberalismo que encuentra en la socialdemocracia una vía para implantarse y desarrollarse, bajo pretexto de acercar a España a la modernidad y al nivel de los otros países europeos. La renuncia a la revolución se justifica bajo el signo del pragmatismo: dado que el mundo no puede cambiarse, lo brillante es adaptarse a él, tomando sus riendas, como ilusión contra la desesperación de saberse, en realidad, vencido. Pedro, personaje de Los viejos amigos, considera la suplantación de objetivos no sin cierto cinismo: “La prolongación de la lucha armada por otros medios, el pelotón de ejecución convertido en excavadora, en grúa” (LVA, 96). La retórica belicista es apreciada por otro mismo Pedro, de En la lucha final: “Ganar y perder. A Pedro le gustaba ese lenguaje bélico” (ELLF, 47); su recurso ilustra la necesidad de mantener una semántica que estructure y que justifique, ideológicamente, lo que no es más que un mero “cambio de chaqueta”. En su lectura de Los viejos amigos, María Teresa Ibáñez Ehrlich califica de “traición ideológica” esa transformación:

Chirbes rasca la herida de la traición ideológica del PSOE cuyos dirigentes crearon progresivamente una sociedad sumida en el capitalismo más descarado. No sólo habían ido dejando atrás las ideologías, ahora se habían vendido al enemigo. De la idea de una España de base social, aquellos jóvenes políticos, hijos de republicanos perdedores de una Guerra Civil, muchos de los cuales habían vivido la clandestinidad durante la dictadura, desarrollaban sin pausa un país que fue convirtiéndose poco a poco en una nación moderna en la que la clase obrera siguió siendo la perdedora, abocada al paro, castrada nuevamente su esperanza. Aquellos jóvenes de izquierda pasaron a formar parte, de igual modo, de una élite económica en la que se integraron como si hubieran siempre pertenecido a ella, sin dar opción a un retroceso, a un volver a las raíces; se sumaron sin problema a la clase política, participando, alegremente, en el ámbito de la denominada “gente guapa”. (Ibáñez Ehrlich, 2006, 71).

El Madrid de los años 80, según el narrador de En la lucha final, es una ciudad “donde queda poco lugar para el idealismo” (ELLF, 28). Es, no obstante, el escenario en que estos personajes han ido evolucionando, amoldándose a las nuevas coordenadas políticas e ideológicas e integrándose, progresivamente, en un nuevo grupo social. La mayor parte de estos personajes está relacionada con el mundo de la cultura. Después de guardar la bandera de la revolución, se han convertido en escritores, artistas, editores. Este barniz cultural es, en cierta medida, la excusa que les permite creer que no han renunciado totalmente a sus ideales. Se mantienen, así, en una especie de limbo inocente en donde pueden decir y hacer lo que quieran, ya que tienen sobre todo los medios económicos para ello. Sin embargo, en su día a día y sobre todo en la relación que mantienen con el dinero, se comprueba su pleitesía ante las esferas del poder, sea éste económico o político.

Finales de los ochenta. España se ha modernizado. Las camisas azules se esconden en el armario, y el nuevo lenguaje socialista -es decir: la segunda casaca, por expresarlo galdosianamente-, se apropia del escaparate. Un capitalismo fantástico saquea España. A su servicio se pone el ejército cultural que trabaja con eficacia. Es el sustento del alma nueva. (Ruiz Casado, 2015, 202)   

La pareja formada por Amelia y Carlos, en En la lucha final, modeliza esta situación. Amelia, después de una etapa revolucionaria en la universidad, trabaja para una editorial. Rodeada de amigos artistas e intelectuales, se erige en una suerte de “musa” del grupo. Mantiene relaciones eróticas, desiguales, más o menos con todos ellos, pero elige como compañero oficial a Carlos, un empresario que nada tiene que ver con el ambiente de Amelia, lo que le facilita una seguridad económica necesaria a su existencia: según Dolores Thion Soriano-Molla, es “una especie de mantis religiosa que utiliza su capacidad de seducción para ir jugando con casi todos los hombres de su entorno como palanca de triunfo personal y profesional” (Thion Soriano-Molla, 2015, 5).

El mundillo cultural, tal y como lo retrata Rafael Chirbes en esta novela, aparece entonces como un resguardo en donde las conciencias reparan la defección cometida: éste es un espacio en el que los comportamientos y las relaciones interpersonales permiten rastrear tanto los ideales de juventud como la ilusión revolucionaria, bajo las formas artísticas que adoptan la libertad de pensamiento, la libertad de creación y la libertad sexual. La “Movida” tan aclamada por la intelectualidad de la época, aparece bajo la pluma de Chirbes como un muro de contención que oculta, en realidad, las traiciones de la socialdemocracia. En Los viejos amigos, la “Movida” es descrita mediante los signos de una postmodernidad estridente y alienada, individualista e intrascendente: 

Pintarse el pelo azul eléctrico (por entonces, azul eléctrico, o rojo cobalto), ponerse una minifalda de cuero que dejaba ver bragas fosforescentes, saber de Warhol, de la Velvet, saber de cosas muy concretas, oportunas: de las rutas secretas de los estupefacientes, de los rohipnoles y minilps; de noches que duraban hasta las seis de la tarde del día siguiente, gracias a las tortillas de química. (LVA, 164).

En los hechos, los ideales de hace apenas dos décadas son sistemáticamente pervertidos por esas nuevas formas de expresión que, emulando el lenguaje de cierta subversión contracultural, acaban por convertirse en una poderosa estrategia de consenso y de homogeneización del pensamiento. Esa corriente se convierte así en vocera de una cultura hegemónica:

En este contexto surge la famosa movida madrileña, que arrastra en la juventud cualquier vestigio de interés político o, como dice Teresa M. Vilarós, “los españoles de la movida cambiaron sin miedo el pensar por el peinar, el libro por el cómic, la poesía por la canción, el cine por la televisión, la política por la droga”. La sociedad cambia, se uniforma al compás de un consumismo generalizado que se instala en todos los niveles: cultural, económico, político. Se vive un nuevo paradigma, el de la posmodernidad. España y los españoles ya no son los mismos, sus valores e intereses tampoco. (Ibáñez Ehrlich, 2006, 69)

La connivencia de estos personajes con la clase política y económica no deja entonces lugar a dudas. Se dejan seducir y adular por el poder, asumiendo ser sus más leales representantes. Forman el grupo de los “pijos progres”, de los “modernos”. Félix Jiménez Ramírez explica que “la materialización de su nueva posición se revela en el gusto por los objetos relacionados con el ascenso social y el lujo: reloj, coche, lugar de reunión social, localización y amueblamiento de la vivienda” (Jiménez Ramírez, 2011, 161). Así, el empleo reiterado de las marcas metaforiza el acceso a una posición social privilegiada. Disponer y disfrutar de esos objetos funciona, en ambas novelas, como una llave que autoriza y valida la existencia de sus poseedores:

Carlos pagaba cuanto rodeaba a Amelia: la casa con la piscina bajo la luna, el vestido de nudo de seda, la cubertería de Christofle, las sillas Varius y los cuadros de Gordillo. Carlos había amueblado a Amelia y le había puesto en la muñeca el Rolex de acero y oro que ella miraba antes de dejar, la noche de los martes, a Pedro. (ELLF, 42)

En definitiva, el idealismo juvenil se ha esfumado y ha dado lugar, en el Madrid de los ochenta, a una carrera despiadada por ganar poder, sea éste económico, político, cultural o sexual. Para los personajes de En la lucha final, lo que cuenta, en definitiva, es el afán desenfrenado por medrar, por escalar y campar en la cima. De esta manera, la lucha colectiva de la década anterior ha dado paso a una lucha vertical e individual: la sociedad soñada, horizontal e igualitaria, se transforma en un movimiento general de ascensión, en una escalera que todos pretenden subir, sabiendo que los escalones se vuelven más exiguos conforme se va subiendo, admitiendo a menos candidatos y arrojando al vacío a los más débiles. El narrador de la novela declara en las primeras páginas: “Yo todavía no era nadie. Aún no había empezado a publicar artículos más que en revistas de poca tirada, y ni mi nombre ni mi foto aparecían en ningún sitio. Estaba en el primer escalón” (ELLF, 10), inaugurando, gracias a la evocación de ese primer peldaño”, una metáfora hilada que compara esa sociedad con una escalera puntiaguda, excluyente y peligrosa (ELLF, 82). La modesta constatación del narrador halla su contrapunto en los propósitos que Ricardo, otro personaje de la novela, escribe en su diario, con motivo del éxito fulminante que le asegura la obra que él ha plagiado (motivo que, por otra parte, metaforiza la legitimidad de ese mundo cultural):

Recuerdo el día en que me comunicó que el editor aceptaba lo que ella creía mi libro, y que lo consideraba magnífico. De vuelta a casa, pensé que se había llevado a buen puerto mi usurpación. Me sentí eufórico. Empezaba a formar parte de algo que Amelia necesitaba. Era uno de ellos. Estaba, de repente, en el escalón de arriba. (ELLF, 107)

Medrar, mantenerse en el poder y, por supuesto, no caer: tal es la dinámica que anima a todos los personajes de En la lucha final. Diez años después, Los viejos amigos, título que actualiza un grupo nominal ocasionalmente empleado en las páginas de En la lucha final (ELLF, 70, 131), revela el desenlace de una situación tan precaria. Esa ansia desenfrenada y compulsiva de poder lleva en sí misma las semillas de la caída posterior: ésta se intuye en la primera novela, se confirma en la segunda y se vuelve tanto más inquietante cuanto que estalla con violencia en los fallos de transmisión hacia la generación siguiente.

III. La transmisión fallida

Queda dicho que los personajes Los viejos amigos parecen inspirados por los de En la lucha final. Comparten el mismo pasado, las mismas ambiciones. Ahora bien, en los años 2000 y en vísperas de la crisis total que se vislumbra en España, su posición ha variado: el brillo de los años 80 ha perdido su encanto y la ilusión de juventud, de poder y de libertad, ha desembocado en una resaca amarga que se traduce por un estado de acedia, desilusión y pesimismo. Para Santos Sanz Villanueva, la novela refleja cómo

la inconsistencia de los comportamientos de antaño ha desembocado en esta frustración y nihilismo de hogaño. El balance global es desolador. La causa del negativismo radical de la novela reside en que Chirbes lleva a cabo una revisión exhaustiva, política y existencial, de un tejido sin olvidarse de un solo hilo: ideología, sentimientos, sexo, droga, clase social, familia, ambiciones, cultura, literatura, dinero, poder. […] De este modo, tenemos una novela elegiaca desde la lucidez de una conciencia crítica que asume la debacle de toda una generación. (Sanz Villanueva, 2003)

En realidad, ese estado parece ser el paliativo con que los personajes atenúan y contienen una profunda crisis existencial. A grandes rasgos, algunos de estos personajes se mantienen en los circuitos del poder, otros han caído estrepitosamente. La trayectoria vital de Amalia (personaje que alegoriza la crisis que sufre la sociedad española) ilustra bien este proceso: tuvo un cargo en Bruselas, gracias a su unión con Narciso. Sin embargo, la ruptura amorosa le valió su puesto, y ello, además de precipitarla hacia una profunda inestabilidad económica y laboral, la sumió en una depresión de la que a duras penas logra salir. Su caso es ejemplar, ya que no sólo ilustra la ascensión fulgurante que concluye en caída estrepitosa, sino que también pone en evidencia la precariedad de las mujeres en el terreno de la política.

Algunos personajes, físicamente corroídos por el cáncer o el sida, vienen a integrar el inventario de lo que constituirá, a partir de esta novela y en las siguientes, una auténtica “cartografía del cuerpo enfermo”, según la expresión de María Asunción Gómez (Gómez, 2021, 345). Otros se han visto moralmente arruinados no sólo por su propio fracaso, sino por el de la generación siguiente; lo comprobaremos a continuación. Con toda lógica, el espejismo del poder no resiste a la prueba del tiempo y acaba por desmoronarse, dejando en su lugar un profundo sentimiento de desolación y de vacuidad. Retrospectivamente, estos personajes rechazan con amargura e incluso vergüenza su pasado. Con el tiempo, Rita considera que “ahora, privado todo aquello de sentido, convertido en una sucesión de actos sin dirección, adquiere el aire de sórdida pesadilla” (LVA, 149). La sensación de absurdo inunda el presente y compromete seriamente el futuro. Carlos, otro personaje presente en la cena, recuerda: “Nosotros, en aquellos años, aprendimos que lo que hay es una mierda, y eso fue una putada, porque ya no hemos podido olvidarnos de la lección que aprendimos. Cuando se sabe esto, estás definitivamente condenado porque no esperas nada” (LVA, 18).

La representación del futuro se agota y, si algunos personajes ya han sido derrotados por la enfermedad y la muerte, otros las temen, las aguardan, como si no les quedara más que resignarse a una vida bajo mínimos, de la cual ya no queda absolutamente nada por esperar. Pedro, que ha sido el instigador y organizador de la cena de Los viejos amigos, acaba por reconocer: “mierda el futuro. Eso no es nada, es una idea que tenemos en la cabeza los que pensamos. El futuro no existe. Es sólo pensamiento, ¿no os dais cuenta?” (LVA, 33).

A pesar de ello, en las dos novelas aparece una segunda generación, hija precisamente de esta generación protagonista. Su presencia inicia, entonces, una posibilidad de apertura (por mínima que sea) y plantea necesariamente “las modalidades de transmisión (o de ausencia de transmisión) de la memoria” (Orsini-Saillet, 2007, 46).  Un claro ejemplo de esto aparece ya en ciernes en En la lucha final: Lucas es el único “hijo” de la novela. Los otros personajes, aunque ya entrados en la cuarentena, no han tenido descendencia, y esta ausencia es significativa, ya que todo ocurre como si esa generación se agotara en sí misma, habiendo decidido de antemano algo así como una extinción programada: no habrá nada después de nosotros, idea que resuena con fuerza en Los viejos amigos. Lucas es, en la práctica, el fruto del abandono, del descuido, del desinterés de sus padres: no se comunica con ellos, no convive con ellos, no comparte con ellos. Incluso su padre, José Bardón, un escritor de éxito, lo considera como el vergonzoso exponente de su derrota existencial:

Lucas no ha sido jamás esa síntesis por la que José luchó: su propia disciplina y la brillantez de Ricardo. Lucas se pasaba las horas hipnotizado por la pantalla del televisor, suspendía sus exámenes curso tras curso y era tímido, con un fondo sucio de rencor que le transparentaba incluso en la piel y en su desordenada forma de vestir. […] No quería atreverse a aceptar que Lucas es hijo de su fracaso, de lo que no pudo ni podrá ser. (ELLF, 62)

La indolencia de Lucas traduce la desafección de los hijos por el proyecto de los padres: como si la obsesión por ser y la sed de poder de los genitores acabara por enquistarse en la progenie, dando lugar a un profundo vacío vital. Como si esta segunda generación hubiera recibido, desde su nacimiento, la crisis existencial y el sentimiento de absurdo de sus mayores y los transformaran, desde la infancia, en un aburrimiento y una desgana irreparables.  

 En Los viejos amigos, esta segunda generación está mejor provista. A diferencia de la primera novela, en ésta los personajes han tenido descendencia. Esto no implica, sin embargo, que la transmisión de una generación a otra se efectúe positivamente. Las relaciones que se establecen entre padres e hijos obedecen, a grandes rasgos, a una dinámica de incomunicación y aislamiento. Es el caso de Carlos con dos de sus tres hijos, Irene y Josian (el mayor, Pau, ha muerto de sobredosis). En el penúltimo monólogo de la novela, Carlos expresa la necesidad de acercarse a sus hijos; ese anhelo queda sin embargo suspendido, antes de convertirse siquiera en decisión:

Es demasiado tarde para llamar a Pau y demasiado pronto para llamar a Josian, que apenas te das cuenta de que es hijo tuyo, hijo de Rita, sí, ¿pero tuyo?, ni siquiera te consultó el nombre que quería ponerle, y apenas lo ves, y cuando os veis, os tratáis como extraños, nada que contaros, nada que compartir. Piensas, aún me queda Irene, puedo llamar a Irene […] pero también es tarde para llamar a Irene, casi las dos de la madrugada, y aunque fuera más temprano, diría, mi padre está loco, como una chota está mi padre. (LVA, 201)

Rita, madre de Josian, esboza un retrato corrosivo de su hijo. Por su consumismo exacerbado, el adolescente reduce la relación con la madre hacia un único sentido: ésta debe proveer económicamente al hijo para que éste pueda desenvolverse en un mundo que, por supuesto, excluye el diálogo con los adultos. En este sentido, los hijos mimetizan la afición de sus padres por el dinero y los objetos de marca, y todo lo evalúan según ese parámetro. Exentos de toda traba ideológica o ética, el mundo es, para ellos, un inmenso parque temático o un centro comercial gigante.

Los niños de ahora son clientes. En cuanto empiezan a hablar, se convierten en clientes […].  Estos cabrones quieren marcas: hasta la comida basura la quieren de marca. Es como si vivieran en un supermercado. No quieren ir de excursión, quieren ir de tiendas. Los llevan a ver una ciudad, un museo, y se escapan y se meten en la primera galería comercial que encuentran. Eso es lo que es para ellos el mundo, un supermercado gigante: las calles son estantes en los que se exponen productos (LVA, 51).

No obstante, esto no excluye la existencia de un vínculo afectivo entre padres e hijos: tal es el caso de Antonio Guzmán (personaje de Los viejos amigos a quien Rafael Chirbes no le cede ningún monólogo, por cierto) y sus dos gemelos, Lalo y Juanjo. Su presencia en la cena resulta sorprendente: ellos no forman parte del grupo de los viejos amigos, pero se suman al evento y participan en él, como testigos y protagonistas del éxito del padre. En efecto, el padre los exhibe, y ellos mismos se dejan exponer como el trofeo de una trayectoria vital lograda. Esta demostración no deja de resultar obscena, habida cuenta del marasmo existencial en que se anegan los otros personajes.

Estos dos hijos aparecen, en los monólogos internos de Pedro, como una réplica mecánica y vana de la grandilocuencia paterna. Tanto en su discurso como en su apariencia, Lalo y Juanjo reciclan la intención revolucionaria del padre para insertarla en su propio tiempo. Al reducir su propia rebeldía a una imaginería atractiva y simpática (canciones de protesta, consignas amables, gafas tipo John Lennon, pasamontañas zapatista y camiseta con la cara del Che), los gemelos neutralizan el alcance subversivo del ideal revolucionario que su padre les ha transmitido. Que el manido estandarte que abanderan sea un objeto diseñado en los circuitos de poder para absorber cualquier forma de oposición, parece darles completamente igual. Lo que les interesa, ya que obtienen importantes beneficios económicos con ello (Lalo se gana la vida imitando a los cantautores de las décadas anteriores), es canalizar su inquietud juvenil para transformarla en un producto de consumo atractivo y, en consecuencia, inofensivo, cuyo fin último es apuntalar el sistema que ellos mismos pretenden, desde un compromiso superficial, arañar (y no combatir, a diferencia de los padres). Pedro, abrumado por la pretenciosa logorrea de los hijos de Guzmán acaba por denominarlos “cachorros herederos genéticos de una generación famélica [que] practican la depredación, el neocanibalismo” (LVA, 88).

El ejemplo más luctuoso de transmisión fallida lo metaforiza un personaje llamado Pau (equivalente a la vez de “Pablo” y de “paz”, en catalán), hijo de Carlos y Rita, muerto por sobredosis, tras una aciaga carrera como heroinómano. Desde el principio, Carlos atenúa la adicción de su hijo, justificándola y restándole importancia: “¿Pero tú crees que es serio lo de Pau?” recuerda Rita que él le dijo, “Tampoco hay que ser alarmistas. Nosotros también hemos consumido de casi todo” (LVA, 50). La inacción de Carlos, aunque refleje el desconsuelo que siente ante la enfermedad de su hijo, consigna sobre todo la autojustificación de su impotencia y se transforma, en última instancia, en abandono irresponsable.

Enfrentado a la muerte de su hijo, a Carlos no le queda otro remedio que reconocer en ella su propia responsabilidad (“tu alcoholismo y tu tabaquismo han mutado a drogadicción en la generación que te sigue”, LVA, 134). Al recordar el entierro de su propio hijo, se dice a sí mismo: “Le enseñaste que había un cielo que se podía alcanzar y no le enseñaste el camino, porque tú mismo no lo sabías, tú, un camino equivocado” (LVA, 135). La última visión que de su hijo conserva es la de su novia, a la que describe como un “esqueleto, con el pelo sucio, y que ha enseñado una boca de dientes descuidados […] labios cerúleos, rugosos” (LVA, 135), imagen que resuena ostensiblemente con la metáfora macabra de la revolución antes evocada y que establece un vínculo causal entre los sueños revolucionarios de juventud y la siniestra situación de los hijos.

La muerte del hijo en tales circunstancias refleja, en fin, la derrota final del padre. La experiencia de los hijos parece, desde el principio, condenada por los errores, los silencios y los vacíos de los padres. Huérfanos de referencias estables, profundamente marcados por la labilidad de sus genitores, esta segunda carece de herramientas y de voluntad para revertir la situación:  la precariedad de sus valores traiciona, en el fondo, la deserción de los padres.

Conclusión

En un artículo cuyo título es “Lecturas críticas sobre la Transición: el caso de Rafael Chirbes”, José Luis Calvo Carilla define la Transición como un “tiempo propicio para el comienzo de la madurez intelectual y política de una generación que tuvo en sus manos la posibilidad de transformar la sociedad salida de la larga noche de la Dictadura” (Calvo Carilla, 2013, 124). En efecto, toda la narrativa de Rafael Chirbes está penetrada por la inquietud sobre el papel que su generación desempeñara en el proyecto transicional, y las dos novelas aquí propuestas son un buen ejemplo de ello. Tal y como lo sugiere Calvo Carilla, Chirbes cuestiona, en particular, la lucidez que tuvo su propia generación durante la Transición: era, en efecto, consciente de estar participando en un momento histórico decisivo y, siguiendo esta línea de pensamiento, es justo y necesario someter su responsabilidad a la prueba del tiempo. Ahora bien, defenderse de los errores que asolan el presente afirmando que un fallo involuntario provocaría la crisis total que iba a arrasar a la sociedad española, algunas décadas después, equivale, en el fondo, a hacer prueba de mala fe.

En las novelas de Rafael Chirbes, no hay espacio para la inocencia. Bajo su pluma, su generación no fue inevitablemente arrastrada por el flujo de la Historia; ésta eligió, más bien, dejarse llevar por un proyecto societal que ya estaba de antemano pervertido por ambiciones de poder residuales, heredadas del sistema axiológico del franquismo. La llegada de la democracia no hizo más que actualizarlas, dándoles un nuevo barniz. Los sueños revolucionarios eran solamente una cortina de humo que aseguró el espejismo del cambio.

Sin embargo, no se trata para Rafael Chirbes de buscar o de identificar a los culpables: la literatura no tiene, para él, vocación de sustituirse a una forma de justicia. Se trata, más bien, de arrojar luz sobre las sombras de un hecho histórico que está lejos de ser ejemplar, y de cuyos errores e ignominias nadie se atreve ya a reclamar la responsabilidad. 

Notas

Bibliografía

Corpus

CHIRBES, Rafael. 1991. En la lucha final. Barcelona: Anagrama.

CHIRBES, Rafael. 2003. Los viejos amigos. Barcelona: Anagrama.

Obras citadas

CALVO CARILLA, José Luis. 2013. “Lecturas críticas sobre la Transición. El caso de Rafael Chirbes” en José Luis Calvo Carilla (ed.), El relato de la Transición, la Transición como relato, Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, p. 119-145.

GOMEZ, María Asunción. 2021. “Cartografías del cuerpo enfermo: Crematorio y En la orilla” in Javier Lluch-Prats (ed.), El universo de Rafael Chirbes, Barcelona: Anagrama, p. 345-360.

IBÁÑEZ EHRLICH, María-Teresa. 2006. “Memoria y revolución: el desengaño de una quimera” en María Teresa Ibáñez Ehrlich (ed.), Ensayos sobre Rafael Chirbes, Madrid: Vervuert Iberoamericana, p. 59-79.

JIMÉNEZ RAMÍREZ, Félix. 2011. “Las marcas comerciales y su valor social connotativo en la caracterización de los personajes de En la lucha final”, en Augusa López Bernasocchi y José Manuel López de Abiada (eds.), La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes, Madrid: Verbum, p. 155-162.

LÓPEZ BERNASOCCHI, Augusta y LÓPEZ DE ABIADA, José Manuel. 2011. “Hacia Los viejos amigos, de Rafael Chirbes. Guía de lectura”, en Augusa López Bernasocchi y José Manuel López de Abiada (eds.), La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes, Madrid: Verbum, p. 219-278.

ORSINI-SAILLET, Catherine. 2007. Rafael Chirbes romancier: l’écriture fragmentaire de la mémoire, Université Jean Monnet de Saint-Étienne.

POZUELO YVANCOS, José María. “Restos de naufragio”, El Cultural, 14 de junio de 2003.

RUIZ CASADO, Juan Manuel. 2015. “El fracaso de la cultura en las novelas de Rafael Chirbes” in Turia: Revista cultural, n°112, p. 201-207.

SAGNES-ALEM Nathalie. 2012. “Formes et enjeux du témoignage dans Los viejos amigos de Rafael Chirbes”, in Jean-François Carcelén, Témoignage et fiction dans l’Espagne contemporaine, Montpellier: Presses Universitaires de la Méditerrannée, p. 101-114.

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THION SORIANO-MOLLA D. “Desmemoria, posturas e imposturas en la transición en las primeras obras de Rafael Chirbes”, Siglo XXI. Literatura y Cultura españolas, 13 (2015), p. 1-8.

Pour citer cette ressource :

Lirios Mayans, Del deseo al desencanto: brillo y sombras de la generación de la Transición, a través de dos novelas de Rafael Chirbes, En la lucha final (1991) y Los viejos amigos (2003), La Clé des Langues [en ligne], Lyon, ENS de LYON/DGESCO (ISSN 2107-7029), juin 2025. Consulté le 23/06/2025. URL: https://cle.ens-lyon.fr/espagnol/litterature/litterature-espagnole/auteurs-contemporains/del-deseo-al-desencanto-brillo-y-sombras-de-la-generacion-de-la-transicion-a-traves-de-dos-novelas-de-rafael-chirbes-en-la-lucha-final-1991-y-los-viejos-amigos-2003